De repente, el silencio. No fue un silencio absoluto, ya que un puñado de uruguayos festejaban en el campo de juego una hazaña irrepetible. Uruguay-Brasil era el último partido de la fase final. El público brasileño había preparado la fiesta pero estaba en un velorio, y la fiesta era uruguaya: 2-1 en el partido final y campeones mundiales por segunda vez.
El Mundial de 1950 tuvo la participación de trece equipos, número de participantes más que extraño. Y más extraña aún fue la forma en que se dividieron los grupos: dos zonas de cuatro, una zona de tres y una de… ¡solo dos equipos! Brasil ganó su zona (le tocó una zona de cuatro) con bastante holgura: 4-0 a México, 2-2 con Suiza y 2-0 a Yugoslavia. Uruguay, en la zona de dos, despachó a Bolivia 8-0 y así se instaló en la zona final, que se disputaba por el sistema todos-contra-todos entre los citados Brasil y Uruguay y los otros ganadores de zona, Suecia y España.
En esta zona final, Brasil literalmente liquidó a sus rivales europeos: 7-1 a Suecia y 6-1 a España. Uruguay, en cambio, tuvo que esforzarse mucho contra los mismos rivales: empató 2-2 con España y le ganó a Suecia 3-2 con un gol agónico faltando cinco minutos. Así llegaron a la que era indudablemente una final de hecho: Brasil llegaba con 4 puntos y Uruguay con tres. El seleccionado brasileño sólo necesitaba un empate para llevarse su primer título mundial, mientras que “La Celeste” estaba obligada a ganar si quería conquistar su segunda corona (el primer título lo había logrado en 1930, en el primer Mundial).
El partido empezó a las 15 horas ante un estadio repleto. Las casi 200 mil personas asistentes al Maracaná (la máxima cantidad de público en la historia de la Copa del Mundo) eran un entorno que no esperaba otra cosa más que el festejo final. Pero la vieja frase, ya transformada en cliché, dice que “los partidos hay que jugarlos…”.
En los días anteriores al partido decisivo, la fiesta reinaba en el equipo brasileño. Se pegaban carteles en la calle invitando al “desfile de los campeones” y las portadas de los periódicos ya estaban listas celebrando el título brasileño. El seleccionador, Flavio Costa, había decidido trasladar el campamento base del seleccionado a Sao Januario, un barrio animado, y abrirlo a los aficionados, periodistas y hasta a políticos. Incluso él mismo tenía ambiciones políticas. La puesta en escena corrió a cargo de la prensa brasileña antes del encuentro, y el 16 de julio, día del partido, casi todos los periódicos publicaron una foto del equipo con el titular “¡Aquí están los campeones del mundo!”
Y lo impensable sucedió.
A 11 minutos del final, Alcides Ghiggia, un delantero montevideano de 24 años, inicia una desenfrenada carrera de 40 metros que quedaría para siempre en la memoria colectiva brasileña; el arquero Barbosa descuida su primer palo porque anticipa el centro, como había ocurrido en el primer gol. Pero esta vez Ghiggia disparó a ras del palo, sentenció el partido y paralizó a un estadio y a un país entero. Uruguay consiguió su segunda Copa del Mundo en un escenario ajeno, en uno de los templos más sagrados de la liturgia del fútbol mundial. “En su casa. En su cara”: 2-1 para Uruguay, campeón del mundo. Todo Brasil está conmocionado. El presidente de la FIFA, el francés Jules Rimet, entrega rápidamente el trofeo al capitán uruguayo, Obdulio Varela. No sea cosa que se arme lío si el festejo se prolonga mucho.
Así fue como el seleccionado uruguayo de fútbol, “los Charrúas”, “La Celeste”, hizo llorar a un país. Destruyó las ilusiones de millones que durante un mes (lo que duró el torneo) preparaban la fiesta final. Uruguay fue Campeón del Mundo dejando al Maracaná llorando, a Rio de Janeiro emocionalmente devastado y a Brasil empezando a dudar de su hasta entonces ilimitada fe en sus capacidades futboleras.
Y, como siempre, aparecen los héroes y los malditos: Alcides Ghiggia, el autor del segundo gol y de la asistencia del primer gol, recuerda: “No tomé consciencia del impacto de lo que logramos hasta algunos años más tarde, cuando comenzaron a escribir libros sobre el tema y venían a entrevistarme”, y agrega una frase más que elocuente: “sólo tres personas han hecho callar al Maracaná: Frank Sinatra, el papa y yo”. El enorme Obdulio Varela, el Gran Capitán, el luchador, el jugador que supo utilizar la euforia brasileña anterior al partido para motivar a sus compañeros. “¡Somos Uruguay, carajo!” El emblema de la inigualable garra uruguaya que es la marca registrada de cada equipo que se ha puesto la camiseta celeste a lo largo de la historia.
El dramaturgo Nelson Rodrigues (revista Realidade, 1966), en una exageración dolorosa, casi indecente, escribió en 1966: “esta puede que sea la tragedia más grande de la historia contemporánea de Brasil”.
El estupor del Maracaná inició lo que fue llamado “el decenio del silencio”, que duró hasta que la “Seleçao” se consagró campeona del Mundo en 1958. Viendo las lágrimas de su padre ante la derrota, Edson Arantes do Nascimento, Pelé, decidió convertirse en futbolista. “Cuando el árbitro inglés George Reader dio el silbatazo final, el Maracaná se convirtió en el escenario de un enorme velatorio”, escribió Mario Filho, famoso periodista, que acabaría dando su nombre oficial al estadio tras su muerte en 1966.
Por entonces, y por mucho tiempo, “tristeza nao tem fim”.