Fumaba, bebía en abundancia y comía sin restricciones. Sin embargo, estos excesos no le impidieron llegar a los 91 años. “La bebida y los cigarros me han dado mucho más de lo que me han quitado”, solía decir como para autoexcusarse, porque bien sabía que no era así. Durante la guerra un accidente vascular, que se mantuvo en secreto, había complicado las negociaciones en Yalta.
Con 80 años a cuestas, y después de haber ejercido cargos políticos y militares de relevancia, Churchill sintió que su capacidad había disminuido y en 1955, después de haber recibido el Premio Nobel de Literatura, dejó el puesto de Primer Ministro a su colaborador, y pariente, Anthony Eden.
Sir Winston continuó sirviendo como miembro del Parlamento por Woodford hasta las elecciones de 1964. En estos últimos diez años asistió poco al Parlamento, y nunca más volvió a hablar en público, consciente de que podía no estar a la altura de las circunstancias, o era posible que sufriera un bloqueo, como había padecido antes de la guerra.
Churchill pasaba mucho tiempo en Francia, a orillas del Mediterráneo en su villa “La pausa”, pintando y departiendo con sus amigos, entre los que se encontraba Aristóteles Onassis, quien lo invitó varias veces a navegar en su yacht “Christina”.
Dicen que una vez que debían pasar por el estrecho de los Dardanelos, pidió hacerlo de noche, para no recordar el estremecedor fracaso de Gallipoli (Churchill sostenía que fue necesario abrir un segundo frente en Turquía para debilitar a Alemania y quitar presión sobre el frente francés).
En este ir y venir del Mediterráneo a su casa de Chartwell, entre whisky y habanos, recibiendo el reconocimiento del mundo que alababa su preclara defensa de la agresión nazi, pasaron sus últimos años. En 1959 fue nombrado Father of the House of Parliament, por ser su miembro más longevo, después de haber servido a todos los monarcas británicos desde la Reina Victoria a Isabel II.
En 1963, John Kennedy lo nombró ciudadano honorario de los Estados Unidos (recordemos que la madre de Churchill era norteamericana y el padre de Kennedy había sido embajador de esa nación ante el Reino Unido durante la Guerra). A Churchill le fue imposible viajar; su hijo Randolph asistió a la ceremonia en su representación.
Al deterioro físico se sumó el agravante de su depresión, “esos perros negros” que lo atacaban desde hacía años y a veces lo dejaba postrado en su cama… Ya no leía y pasaba el tiempo mirando por la ventana. Necesitaba dos enfermeros para moverse. Su médico y amigo, Lord Moran nos cuenta cómo se iba achicando a ojos vista.
A principios de 1965 tuvo un resfrío; después sufrió un ataque cardíaco y días más tarde, una trombosis cerebral; en los momentos de lucidez les recordaba a los presentes su premonición: moriría el mismo día que su padre. Esta frase, que había repetido en más de una vez, sin que la familia le prestara atención, de un momento a otro adquirió sentido. Efectivamente, su padre había muerto por las complicaciones de una sífilis que padecía, 70 años antes (esta condición hace suponer que el hermano menor de Winston no era hijo del mismo padre, sino del amante de su madre, Evelyn Boscawen).
Toda su familia estaba presente en el momento del desenlace. Arrodillados, esperaron su muerte, que ocurrió a las 8 AM del 25 de enero de 1965.
El hombre que había dicho, “Nunca nos vamos a rendir”, el que le había contado a una nación que solo tenía “sangre, esfuerzo, lágrimas y sudor” para ofrecer. Aquel que afirmaba que el éxito era la capacidad de ir de fracaso en fracaso sin perder el entusiasmo, solo dijo al morir, “Estoy aburrido de todo”.
Fue enterrado cerca de donde había nacido, el Palacio de Blenheim, donde vivió su ancestro, el duque de Marlboroug, el “Mambrú” de nuestros cantos infantiles.