El general siempre odió el caos y la anarquía, por esa razón prefirió mudarse de la convulsionada París al más apacible puerto de Boulogne-Sur-Mer cuando se declaró la nueva república francesa. Desde allí podía rápidamente cruzar el canal y poner a su familia a salvo en Inglaterra, en caso de desatarse una revolución.
A pesar de haber tomado los baños de Enghien, su salud se deterioraba a ojos vista. El 3 de agosto sintió fuertes dolores que pronunciaban el final, “esa tormenta que conduce al puerto”, como le dijo a su hija.
El 17 de agosto el general se levantó de buen ánimo pero a las 14 horas comenzó con molestias abdominales. La hipótesis más difundida es que una úlcera ó un cáncer gástrico se perforaron ocasionando su muerte, aunque otras versiones sostienen que bien podría haber sido un aneurisma disecante de aorta… Fuera por una causa o la otra, esa afección llevó a San Martín hacia el puerto final. Postrado por el dolor, le pidió a Mariano Balcarce que lo llevara a su habitación para ahorrarle a su hija el doloroso espectáculo de su muerte. A las 3 de la tarde, el Libertador entregaba su alma al Señor y su legado a la posteridad.
Además de su familia y su médico, el Dr. Jardon, estaba presente Francisco Rosales (encargado de negocios en Chile). Poco después arribaron José Guerrico y Félix Frías. Al día siguiente su cuerpo fue depositado en la cripta de la basílica de Notre-Dame (destruida durante la revolución de 1789 y reconstruida con el retorno de la monarquía). Allí había una réplica de la tumba de Godofredo de Bouillón (el defensor del Santo Sepulcro en la primera cruzada, oriundo de Boulogne-Sur-Mer y sepultado en Jerusalén). También estaba allí enterrado el almirante Bruix, cuyos dos hijos, Alejo y Eustaquio, habían servido a sus órdenes del general durante la campaña libertadora.
El cuerpo de San Martín fue embalsamado en espera de un pronto retorno a Buenos Aires, aunque las discordias argentinas atrasaron su repatriación por 30 años. En la “Revue des Deux Mondes“, la “Gazette des tribunaux” y el “Courrier de Herve“, se publicaron sentidas necrológicas que exaltaban la figura del general. Su amigo, el Dr. Gerard publicó un obituario en “L’Impartial“, de Boulogne.
El gobierno de Rosas dirigió una carta a Mariano Balcarce expresando sus condolencias. En Buenos Aires, “La Gazeta Mercantil”, publicó al año siguiente un artículo llamado “Recuerdos del general San Martín”, firmado por “un argentino”, pseudónimo de Bernardo de Irigoyen. Este mismo trabajo se publicó en otros medios, también traducidos al inglés y francés.
En vista del prolongado proceso de expatriación, el ataúd del general fue trasladado a la bóveda que la familia Balcarce tenía en Brunoy, donde también se enterró a María Mercedes, nieta de San Martin muerta en 1860 a los 27 años (víctima de la desafortunada administración de una medicina).
En oportunidad de este traslado el féretro de San Martín fue cubierto por el estandarte de Pizarro, un regalo del gobierno de Perú que la familia devolvió a esa nación por expreso pedido del Libertador.
Si bien San Martín era homenajeado y hasta inmortalizado en el bronce en Argentina, su cuerpo yacía a la espera de una repatriación que se definió cuando el presidente Avellaneda, acosado por desinteligencias políticas y económicas, necesitó del apoyo del partido de Mitre, quien había escrito la biografía del héroe durante la reclusión que sufrió a raíz de la revolución de 1874. Entonces Mitre peleó contra el fraude en las elecciones que habían consagrado a Avellaneda como presidente, siguiendo los deseos de Sarmiento. Para congraciarse con Mitre, Avellaneda recordó que “La República Argentina no guarda los despojos humanos del más glorioso de sus hijos”, y que “Los pueblos que se apoyan sobre tumbas gloriosas son los que mejor se preparan para el porvenir”. Mitre fue el orador central en los homenajes que rodearon la llegada de los restos de San Martín. Avellaneda había usado “la capacidad integradora de los grandes muertos” para salvar una difícil contingencia política.
Los restos mortales del general sufrieron una última afrenta cuando al intentar depositarlo en el Panteón diseñado por el francés Carrier Belleuse en la Catedral de Buenos Aires, se percataron que este no entraba. Resulta que a los tres ataúdes que albergaban los restos del general, el pueblo uruguayo le había obsequiado un cuarto féretro (¿qué mejor regalo para un muerto que llevaba esperando 30 años?). Como el escultor había tomado las medidas de los tres primeros, ya no podía entrar en el espacio asignado. Por meses los restos del general yacieron en la cripta de la Catedral, esperando alguna solución técnica, hasta que se decidió ubicarlo inclinado. Algunos quisieron ver en esta inclinación una recriminación a la condición de masón del general. Nuestra historia es rica en discensos, afrentas póstumas y teorías conspirativas que alcanzaron al padre de la patria.