El escritor enterrado en un volcán de Samoa

El extraordinario legado literario de Robert Louis Stevenson (1850-1894) ha empañado otra parte muy importante de su vida. El escritor de La isla del tesoro y El extraño caso del doctor Jekyll y Mr. Hyde no sólo fue el autor de clásicos imperecederos. También fue, por encima de cualquier otra cosa, un viajero.

No un escritor que viajaba, sino un viajero que escribía. Recorrió tres continentes (Europa, América y Oceanía), siempre huyendo de la enfermedad. Su peripecia y trágico final recuerdan una hermosa leyenda persa, la del criado perseguido por la muerte. Stevenson buscó en los mares del Sur un clima más benigno para su tuberculosis, como antes hizo en sanatorios de Suiza, Francia, California y Colorado.

Tuvo una salud muy frágil desde niño. Falleció a los 44 años, cuando ya había dejado atrás su vida como hijo único de una acomodada familia escocesa de Edimburgo, y se había convertido en una pequeña celebridad local en Samoa. Allí, más que Robert Louis Stevenson, era Tusitala, el que cuenta historias .

Para entonces ya se había hecho un hueco en la historia de la literatura universal con sus dos títulos más conocidos, una novela sobre piratas y otra sobre una patológica historia de desdoblamiento de personalidad. Estas y otras obras, como La flecha negra o El señor de Ballantrae , han sido profusamente llevadas a la gran pantalla.

Pero sin duda La isla del tesoro ha sido su contribución más popular al cine, con decenas de versiones, incluidas varias de dibujos animados y una película de 1972, rodada en playas de Almería y con Orson Welles en el papel de Long John Silver.

Menos conocidas que sus obras de aventuras o de terror psicológico, pero no menos importantes, son sus reflexiones sobre viajes. Este autor fue la personificación de los versos de Antonio Machado (“se hace camino al andar”).

No ambiciono riquezas, ni esperanzas, ni amor, ni un amigo que me comprenda. Todo lo que pido es un cielo sobre mí y un camino a mis pies

Su faceta de trotamundos queda reflejada en frases que son toda una declaración de intenciones: “No ambiciono riquezas, ni esperanzas, ni amor, ni un amigo que me comprenda. Todo lo que pido es un cielo sobre mí y un camino a mis pies”.

El lector que quiera acercarse al Stevenson trotamundos tiene una oportunidad de oro, Viajar (de la editorial Páginas de espuma), que reúne sus mejores ensayos sobre sus vagabundeos. De su Edimburgo natal no guardaba un grato recuerdo: “Aquellos que aman la caricia y las bendiciones del sol no encontrarán un lugar más inhóspito ni más agobiante para vivir”.

Aquellos que aman la caricia y las bendiciones del sol no encontrarán un lugar más inhóspito ni más agobiante para vivir que Edimburgo

Las enfermedades y su aversión a los climas fríos y húmedos explican su continuo peregrinaje. Aunque a veces pasó apuros económicos, tuvo durante la mayor parte de su vida una muy desahogada posición económica. Vivió en Francia, donde conoció a la que sería su esposa, la separada estadounidense Fanny Ousbourne. También pasó largas estancias en Alemania y en Davos (Suiza), escenario de La montaña mágica , de Thomas Mann.

En 1881 su salud, que siempre fue muy delicada, empeoró más si cabe. Sus propias palabras lo atestiguan: “Era un amasijo de respiración entrecortada y un catálogo de dolores, una representación de la muerte”. Pero ni siquiera con tantos males abandonó la pasión por viajar y escribir. De hecho, le quedaba por descubrir la gran maravilla de su vida: los mares del Sur.

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Stevenson, sentado al fondo, en su casa de Samoa

Stevenson, sentado al fondo, en su casa de Samoa

Siendo ya un rico heredero y un afamado escritor, realizó un crucero de dos años por el Pacífico: las islas Marquesas, Tahití, Honolulu… Luego le llegó el turno a Samoa. Fue un enamoramiento inmediato. El paisaje, el clima y las gentes de este rincón paradisíaco de la Polinesia le hicieron creerse por fin a salvo.

En 1889 se instaló con su familia (su madre, que había enviudado, y su esposa y los hijos de su primer matrimonio) en una lujosa mansión de Apia, la capital de Upolu, una de las dos islas más importantes del archipiélago (la otra es Savai’i).

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La casa del escritor, con su escultura.

La casa del escritor, con su escultura.

Una leyenda persa cuenta que un criado quiso huir porque la Muerte le hizo un gesto amenazador en un mercado de Bagdad. “Por favor, préstame el más veloz de tus caballos para que pueda huir a Samarra y darle esquinazo”, le pidió a su señor.

El mercader accedió a sus deseos y luego se fue en busca de la Muerte para exigirle explicaciones. “¿Por qué amenazaste a mi criado?”, le preguntó. “No fue un gesto de amenaza, sino de sorpresa. Me extrañó verlo aquí porque esta noche tengo una cita con él en Samarra”.

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La tumba, ho.

La tumba, ho.

La cita con la muerte de Robert Louis Stevenson se produjo el 3 de diciembre de 1894. La guadaña, que tanto miedo le daba en la fría Escocia, segó su vida en la luminosa Samoa. No murió por una complicación de la tuberculosis. Perdió el conocimiento a raíz de un ictus, poco después de sentirse indispuesto y preguntar: “¿Tengo mal aspecto?” Ya no recuperó la conciencia.

Lo enterraron días más tarde. Tal como él quería, su sepultura está en el monte Vaea, de origen volcánico. Su epitafio dice: “Bajo el inmenso y estrellado cielo, / cavad mi fosa y dejadme yacer ./ Alegre he vivido y alegre muero. / Pero al caer quiero haceros un ruego. / Poned sobre mi tumba este verso: / ‘Aquí yace donde quiso yacer. / De vuelta de la costa está el marinero, / de vuelta del monte está el cazador’”.

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La tumba, ayer.

La tumba, ayer.

Sólo así dejó de viajar Robert Louis Stevenson. O Tusitala, como lo conocían en su patria de adopción. Moría el hombre, nacía el mito de la literatura. Este titán de las letras estaría de acuerdo sin duda con el protagonista de León el Africano , de Amin Maalouf: “Soy hijo del camino, caravana es mi patria y mi vida la más inesperada travesía”.

La tumba del que cuenta historias está en una loma, a unos 500 metros sobre el nivel del mar y tres kilómetros tierra adentro. Pero desde allí se ve el océano que tanto amó y el constante ir y venir de las olas.

Esas mismas olas que seguirán viajando hasta el fin de los días.

Aquí yace donde quiso yacer. / De vuelta de la costa está el marinero, / de vuelta del monte está el cazador

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