En 1933, el muralista mexicano Diego Rivera pintaría una de sus más grandes obras. En ese año, Nelson Rockefeller, hijo del magnate John Rockefeller Jr., le hizo un encargo especial al pintor: se trataba de un mural que estaría en el vestíbulo de entrada del edificio RCA, en Nueva York; el edificio principal dentro de un conjunto de edificaciones que conformarían el Rockefeller Center, donde actualmente se encuentran algunas de las tiendas más lujosas de la ciudad.
La idea de contratarlo había sido de Abby Aldrich Rockefeller, esposa de John Rockefeller Jr., quien era cofundadora del MoMA (Museo de Arte Moderno de Nueva York) y gran admiradora de Rivera. Fue en 1931 cuando, como representante del museo, lo invitó a una exposición individual en el recinto, convirtiéndolo en el segundo artistas, después de Matisse, en recibir ese honor.
A su llegada a Nueva York, Rivera visitó la casa de los Rockefeller con su esposa, la famosa artista Frida Kahlo. En esa ocasión, trajo consigo “The Rivals”, una obra que la propia Abby había encargado y que representa un festival tradicional del estado de Oaxaca, conocido como Las Velas Istmeñas.
La obra fascinó a la esposa de Rockefeller, quien al año siguiente se acercó a Rivera para hablar sobre otro proyecto: el mural del edificio RCA. Así fue cómo se originó “El hombre en la encrucijada”, la famosa obra maestra del artista mexicano que enfureció a una de las familias más ricas y poderosas de todos los tiempos.
La idea era un fresco sobre la cooperación humana y el desarrollo científico, o al menos eso le dijo a Abby en una carta en la que le aseguró que en su honor, haría su mejor mural. Sin embargo, en el proceso realizó varios cambios a su boceto original, lo que lo llevaría a tener consecuencias fatídicas.
La principal modificación fue la adición del rostro de Vladimir Lenin a uno de los trabajadores. También aparecía Leon Trotski y Karl Marx junto a otros símbolos comunistas. Cuando la noticia llegó a los oídos de la famila Rockefeller, el propio Nelson le pidió a Rivera que sustituyera a los líderes soviéticos por otros personajes, pero por mucho que intentaron persuadirlo, éste se negó.
Por si esto fuera poco, Rivera tuvo la osadía de pintar al mismísimo John D. Rockefeller Jr. en el lado izquierdo del mural, bebiendo y socializando con un grupo de personas que molestó a la familia.
“Esta última fue una imagen sorprendente dadas las opiniones religiosas devotas de la familia y su abstinencia a beber y fumar, así como el firme apoyo de los Rockefeller a las leyes de la época de la Prohibición”, explicó hace un par de años Virgilio Garza, jefe de pinturas latinoamericanas en Christie’s.
Sin que pudieran llegar a un acuerdo, Diego Rivera fue despedido y su mural fue destruido. Su contrató estipulaba un pago de USD 21.500, cifra que cobró por completo por una obra que lo posicionaría como uno de los artistas más reconocidos en el mundo y que terminó en el olvido.
Así fue cómo Rivera perdió su oportunidad de quedar inmortalizado en uno de los complejos que enarbola el capitalismo mundial.
En 2002, David Rockefeller escribió en sus memorias una descripción ampliada de cómo fue el encuentro entre Rivera y su familia a finales de los años veinte, así como la percepción del mural. Según dijo, la obra estaba ejecutada maravillosamente, pero no era apropiada para el edificio RCA.
Recordó que su propio hermano, Nelson, trató de persuadir a Rivera para eliminar, al menor, la efigie de Lenin, pero el artista se rehusó “alegando que en vez de mutilar su gran obra, ¡preferiría que todo el mural fuera destruido!”.
Según consta en el libro “Diego Rivera. Arte y Revolución”, la censura de los Rockefeller hizo que Rivera perdiera la comisión para realizar un mural para la General Motors. Sin embargo, el artista decidió quedarse en Nueva York y darle un golpe a la familia con guante blanco. Así fue que el dinero conseguido por la ejecución del fallido mural lo empleó para pintar en la New Workers School (la Escuela de Trabajadores fue un centro de formación ideológica del Partido Comunista) una serie de 21 tableros que tituló el “Retrato de los Estados Unidos”, donde en uno de ellos pintó a John D. Rockefeller.
En 1934, ya de vuelta a México, el muralista reivindicó su trabajo con el apoyo del entonces presidente Lázaro Cárdenas. El apoyó del gobierno mexicano y un poco de suerte permitieron que, a pesar de haber sido borrado, su mural no se perdiera del todo. Y es que una serie de fotografías tomadas por uno de sus ayudantes le permitió a Rivera reconstruirlo en el Palacio de Bellas Artes de la Ciudad de México a finales de la década de los treinta, bajo el título de “El hombre controlador del universo”.
En el mural, que hasta hoy en día se puede apreciar en el recinto de la capital, se distingue el rostro de Rockefeller, quien aparece bebiendo un martini con un grupo de mujeres muy maquilladas. Años después, el propio muralista declaró a forma de crítica que el magnate o no sabía lo que hacía al contratarlo, o había creído que “con su dinero podía comprar mis opiniones y mis convicciones”.
A pesar del desafortunado episodio, Abby Rockefeller se mantendría como admiradora del muralista, y donaría muchas de las obras que poseía al MoMA, aunque “The Rivals” la conservó para sí. Fue hasta 1940, cuando se la regaló a su hijo el día de su boda con Peggy McGrath. En 2018, dicha pieza fue vendida por Christie’s en USD 9.762.500 millones.