El más célebre (y cruel) de estos prelados fue el cardenal Richelieu, inmortalizado por Alejandro Dumas y sus mosqueteros.
Le sucedió el cardenal Jules Mazarino (14 de julio de 1602 – 9 de marzo de 1661), italiano de origen, quien accede al poder cuando asiste a Ana de Austria durante la regencia de su hijo, el futuro Luis XIV.
Después de cursar sus estudios en la Universidad de Alcalá de Henares, Mazarino volvió a Italia a reclutar un ejército para los Estados Pontificios. No solo actuó como militar sino como diplomático del Papado. Cumpliendo estas funciones conoce a Richelieu, encuentro decisivo que le abre las puertas de la corte francesa.
Muerto Richelieu, Mazarino toma su puesto por recomendación expresa del cardenal francés, quien cree que es la mejor persona para dirigir a la nación gala en el complicad o contexto de la Guerra de los 30 años. Las medidas de austeridad que debió tomar en esos años de conflicto fueron impopulares, le grangearon muchos enemigos y debió exiliarse, aunque mantuvo intacto su ascendiente sobre la reina Ana.
Con el éxito de Francia y el fin de la Guerra, el cardenal volvió a París, aclamado por el mismo pueblo que tiempo antes lo había expulsado. Al morir en 1661, era el hombre más rico de Francia, con 35 millones de libras dispersas por distintos bancos europeos.
Hombre tan notable y de extensa carrera política, dejó consignados los secretos del oficio que incluyen consejos de cómo servir una cena, como escapar de una emboscada y como lidiar con los “placeres de la carne” (que al parecer le habían rendido altos dividendos por las frecuentes visitas que realizaba a los aposentos de la Reina).
Vale la pena rescatar algunos consejos del cardenal que no han perdido vigencia, porque las artes de la manipulación de los hombres no se han alterado con los siglos (y hasta me atrevería a decir que se han facilitado por los medios de difusión electrónica). Estos son sus consejos :
1º Deja para otros la gloria y la fama, solo interésate en la realidad del poder (algunos políticos quieren ambas cosas y allí fallan sus aspiraciones ; lo que aparentemente si quería el cardenal era todo el dinero).
2º El que cambia fácilmente de opinión y pone tanto ardor en defender hoy lo que denunciaba ayer, evidentemente ha sido comprado (la lista de nuestros políticos vernáculos que incurrieron en esta falta excede los límites de este humilde recordatorio).
3º Ten siempre presente cinco preceptos. Simula, disimula, no te fíes de nadie, habla bien de todo el mundo (esto sería muy interesante que lo recuerden nuestros políticos antes de caer en difamaciones). Y piensa bien antes de actuar (quizás el más difícil de los consejos).
4º Si se le demuestra a una persona que está en un error y, sin embargo, persiste en su postura, de seguro que sus verdaderos motivos son distintos a los que declara (otra lista interminable de políticos autóctonos).
5º Actúa de tal forma que nadie sepa cuál es tu verdadera opinión, tampoco muestres hasta qué punto estés informado, ni lo que deseas, ni de que te ocupas ni que temes (miente, miente, miente…).
6º Actúa con tus amigos porque, probablemente, algún día serán tus enemigos (y a estos, ni justicia merecen, como decía un discípulo latinoamericano del cardenal)
7º No amenaces jamás a una persona a la que tengas intención de hundir. Lo estás poniendo en sobre aviso. Cuando menos lo espere, descarga tu furia contra ese individuo.
8º Nunca abras varios flancos. Mientras trabajas en la ruina de uno, has las paces con los demás, provisoriamente.
9º Si quieres lograr la simpatía del pueblo, promételes gratificaciones materiales. Al pueblo la gloria y los honores le son indiferentes (los populistas logran sus cometidos con plata adornada de lindas palabras como justicia social y soberanía).
10º Si alguien expresa su odio, siempre debes tenerlo en cuenta ya que ese sentimiento es auténtico y nunca proscribe. A diferencia del amor, el odio no sabe de hipocresía.
En su lecho de muerte, Mazarino, rodeado de una corte llena de intrigas y esperanzas (como dejó consignado Voltaire), el cardenal le dio a Luis XIV su último consejo, “No nombre jamás un primer ministro”. Sabía muy bien de que estaba hablando porque él lo había sido por varios años.
Este fue el legado que le dejó a Luis XIV, a desconfiar de todos. Por tal razón, el Rey Sol lo declaró sin tapujos cuando le llegó el tiempo de gobernar. El Estado soy yo.