Descendiente de una familia acomodada de origen judío portuguesa, su padre era el conde de Montelirios, quedó huérfano a los 9 años y después de cursar estudios en Sevilla, su ciudad natal, ingresó al ejército por influencia de su tío, el general Gonzalo O’Farrell. Tras servir en Santiago y Badajoz, pasó en 1808 al Regimiento de Voluntarios de Campo Mayor en Gibraltar, donde conoció a José Francisco de San Martín, un joven serio y reservado que pronto entabló una amistad con Alejandro María Aguado y Ramírez de Estenoz, este teniente seis años menor, mundano y alegre.
Cuando José Bonaparte ascendió al trono, Aguado le juró lealtad y entró a la plana mayor del mariscal Soult como ayuda de campo con el grado de coronel. Al producirse la retirada del ejército francés, Aguado abandonó la carrera militar y se instaló en París, donde se dedicó al comercio y a la actividad bancaria. En este rubro conquistó la confianza de Fernando VII que le confirió el manejo de parte de su fortuna (dicen que el rey atesoró varios millones de libras esterlinas en bancos de Europa fuera de España). Entre 1824 y 1830, Aguado obtuvo un crédito salvador para España, que le permitió acceder a remunerativos negocios con los que incrementó su ya inmensa fortuna. Una de esas empresas fue el drenaje de los pantanos del Guadalquivir. El éxito de tal emprendimiento le valió no solo una enorme ganancia sino la concesión del título de Marqués de las Marismas.
Hacia 1830 los excamaradas volvieron a encontrarse en París. “Ninguna amistad es un accidente”, escribió O. Henry, y la relación entre Aguado y San Martín no lo fue. Cuentan que el general, al reconocerlo, le preguntó “¿Con que tú eres el banquero Aguado?” Este no había perdido el rastro de su antiguo camarada y le contestó: “Hombre, cuando alguien no puede llegar a ser Libertador de medio mundo, me parece que se le puede perdonar que sea banquero”.
Pronto la relación entre los compañeros de milicia retomó el brillo de antaño. Aguado era la única persona a la que el general tuteaba.
En el suntuoso palacio sobre la rue de Grange-Batelière, Aguado se codeaba con le tout París que incluía a personajes del arte y las letras como Balzac, Gioachino Rossini y el guitarrista Fernando Sor (con quien el Libertador retomó las lecciones de guitarra que había iniciado en su juventud).
Aguado transcurría los veranos en su palacio de Petit-Bourg (frecuentado en sus días por Luis XIV y Napoleón). Cerca de allí, estaba Grand Bourg que, paradójicamente, era de menores dimensiones que el “Petit”. A instancias de su amigo, que facilitó la operación, el Libertador pudo adquirir el inmueble que se comunicaba con la residencia de Aguado por un puente.
Un año más tarde también adquiría el departamento de la rue Saint-Georges, muy cerca de la residencia del banquero.
La relación con Aguado no terminó con la inesperada muerte de éste durante un viaje de negocios a España, ya que su amigo lo había nombrado tutor y albacea de sus hijos. Esta actividad era recompensada con un sueldo de 4.000 francos mensuales más un legado de 30.000. Al conocer que la fortuna de su amigo ascendía a 190.000.000 de francos, San Martín no dejó de asombrarse. Sabía de su extensa pinacoteca, sus exquisitas esculturas, sus obras de caridad y sus propiedades diseminadas por Francia y España, pero el Libertador declaró que nunca había pensado que su fortuna podía ascender a esa cifra, que le parecía astronómica.
Aguado pasó a la historia como militar, financista y empresario, pero para los argentinos fue el amigo inmortal que asistió a San Martín en momentos de zozobra y compartió ese vínculo estrecho que solo se encuentra en almas afines, ese afecto que, como decía Ramón de Campoamor, no se comunica por los sentidos.
Este texto también fue publicado en LN