Día Mundial del Libro

No todos celebran el 23 de abril; los chilenos lo hacen el 29 de noviembre por Andrés Bello, los uruguayos, el 26 de mayo porque el padre Dámaso Larrañaga fundó ese día de 1816 la Biblioteca Nacional, acontecimiento que dio lugar a la memorable frase de Artigas: “Sean los orientales tan ilustrados como valientes”. Los paraguayos lo hacen el 25 de junio por Ruy Díaz de Guzmán, autor de La Argentina, el primer libro escrito en estas tierras y al que le debemos el nombre de nuestro país.

En los libros podemos hallar el saber humano, el entendimiento de las conductas humanas, sus logros, sus vanidades y sus múltiples (¿infinitos?) errores.

Los escritores se han basado en su experiencia para volcar en el papel su interpretación de la condición propia del hombre. Garcilaso de la Vega repartía su vida entre los poemas y los sablazos (también en romances); de Shakespeare no se conoce otro oficio (además de escritor, obvio) que el de actor, pero suponemos que fundamentalmente interpretó las piezas teatrales que escribió porque son tantas que mucho tiempo no le habrá quedado para actuar obras ajenas.

Aunque no sea un detalle conocido de su vida, Cervantes tuvo una vocación clínica, ya que asistía a su padre, don Rodrigo de Cervantes, en su tarea de barbero sangrador y médico ambulante. Como Rodrigo padecía una marcada hipoacusia, Miguel oficiaba de intérprete, circunstancia que seguramente le permitió conocer individuos que no necesariamente estaban en sus cabales. Tanto Miguel como Rodrigo conocieron la prisión, que es una cruel escuela de vida. El Manco también sufrió cautiverio a manos de los piratas berberiscos, lugar donde seguramente conoció las pequeñas glorias y las grandes miserias de la naturaleza humana.

Además de la prisión, Cervantes fue soldado con poca fortuna, pues no acumuló riqueza, y en Lepanto perdió el uso de su brazo, tuvo un mal matrimonio (cuyas amargas vicisitudes vuelca en el entremés El juez de los divorcios) y terminó siendo recaudador de impuestos. Este trabajo, de por sí poco gratificante, le trajo un sinnúmero de sinsabores por tener, como decía su coetáneo Shakespeare, an itching palm (‘una palma pruriginosa’) a la que se le adhirieron algunas monedas del fisco. Mientras purgaba sus pecados en la cárcel nació el ingenioso caballero.

El Quijote es un personaje fascinante desde el punto de vista psiquiátrico, a punto tal que el mismísimo Sigmund Freud aprendió español para leer la obra en su idioma original.

No solemos pensar en El Quijote como un tratado de psiquiatría, pero el gran médico inglés Thomas Sydenham creía que era un enorme manual de enfermedades mentales. ¿Acaso el licenciado Alonso Quijano era un esquizofrénico, un bipolar o un delirante paranoico? Sus descabelladas ideas no se limitaban a don Quijano, el leal Sancho Panza lo siguió en su actividad delirante constituyendo la conocida folie à deux, locura de a dos que muchas veces compromete a más de dos, y hasta una nación.

Se sabe que Cervantes leyó el libro de Juan Huarte de San Juan, Examen de ingenios para las ciencias, la primera obra de neuropsiquiatría que desmitifica los trastornos mentales, al quitarle toda característica sobrenatural. No solo la leyó, sino que transcribió parte del texto donde Huarte afirma que la mucha lectura acarrea destemplanza del espíritu.

Las posibilidades diagnósticas abundan. Sin embargo, no fue la intención de Cervantes describir cuadros clínicos, ni enfermedades, sino los efectos nocivos que las lecturas de textos esotéricos, en este caso, de caballería, podían ocasionar en personas sensibles. Para él la magia, la superchería, los ritos diabólicos trastornan la razón, como todo fundamentalismo destemplado.

La suya es una posición filosófica y, para conferir fuerza a su idea, recurre a los cuadros clínicos que conoció asistiendo a su padre, en las guerras y durante su reclusión. Don Quijote no es el retrato de un insano, sino un desfile de insanias. Su ¿locura? varía de acuerdo con las circunstancias.

Quienes más, quienes menos, los grandes personajes de la literatura no están en su sano juicio. En el caso de Shakespeare, Lear está senil; Macbeth, titubeante; Otelo, celoso y Falstaff es un fanfarrón. Hamlet, el príncipe danés, que se pasea con una calavera, así lo dice: “Aunque esto sea locura, veo método en él”; y en los textos del Manco de Lepanto existe una metódica disposición para denunciar cómo lo sobrenatural perturba al entendimiento.

El mundo que Cervantes y Shakespeare conocieron era mezquino y violento con algunos destellos de algo parecido a lo que llamamos nobleza y felicidad. Miguel no encontró mejor forma para describirlo que en estas aventuras del licenciado Quijano y William, en su desfile de jóvenes apasionados, mujeres encendidas, personas ambiciosas y romanos confabuladores.

Cervantes murió a los 68 años de diabetes, mientras en Inglaterra el gran Willy también entregaba su alma al Señor y su cuerpo a los gusanos después de un enfriamiento. Gran conocedor de las tonterías propias de sus congéneres, Shakespeare dejó una advertencia en su sepulcro maldiciendo a aquel que “moviese sus huesos”, perturbando así su bien ganado reposo eterno.

Miguel pidió ser enterrado en el Convento de las Trinitarias Descalzas porque ellas lo habían rescatado de su prisión en Argel. A medida que el convento se remodelaba, se trasladaron sus restos y de tanto moverlos se extraviaron. De haber conocido este triste final, Miguel hubiese agregado un capítulo a El Quijote mencionando las impredecibles estupideces y desproporcionadas desprolijidades de los hombres.

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