El obispo Esquiú murió el miércoles 10 de enero de 1883. A las tres de la tarde, se enlutaron con negro crespón la cruz del altar y el asta de la bandera, porque la Iglesia y la Patria perdían a su hombre más valioso. Fray M. Esquiú empezó a escribir su “Diario de Memorias y Recuerdos” el día martes 18 de marzo de 1862 y su última anotación es del jueves 4 de enero de 1883. Él nos relató el último viaje de su vida: “Jueves 28 de diciembre de 1882: en el tren de las siete de la mañana, salgo para La Rioja en compañía del presbítero Don Pedro Anglada. Viernes 29: se parte de la estación Recreo en mensajería y se duerme en Medanito. Sábado 30: se duerme en Estanquito. Domingo 31: a las cinco y media, llegamos a La Rioja. Lunes 1 de enero de 1883: celebré en Santo Domingo. Martes 2: celebré en San Francisco. Miércoles 3: celebré en La Merced (La Rioja). Jueves 4: celebré en la Iglesia Matriz”. Los que tuvimos el placer de leer su “Diario de Memorias” sabemos que Esquiú era muy metódico y que por semana, hacía entre cuatro a seis anotaciones. La última de ellas tiene fecha del jueves 4 de enero, seis días antes de su muerte, lo que nos permite inferir que durante esa semana, estuvo muy ocupado o muy enfermo y que ello le impidió tomar su diario y escribir sus impresiones. Esquiú murió como mueren los héroes: defendiendo su causa. Realizó su último viaje para enfrentar las injustas pretensiones del gobierno liberal de la provincia de La Rioja de adueñarse del cementerio de la ciudad, que entonces era jurisdicción del Obispado de Córdoba. Aquella última semana trabajó muchísimo: conrmando, confesando, predicando y dialogando con el gobierno riojano para solucionar el tema del campo santo. El lunes 8 de enero, celebró su última misa y bendo el cementerio. Arman los presentes que el termómetro marcaba más de cuarenta grados a la sombra. Ese día tomó la mensajería, sintiéndose ligeramente enfermo. Delicado de salud, se puso en camino de regreso a Córdoba, acompañado por el sacerdote Pedro Ignacio Anglada; también viajaban Manuel Fernández, Samuel García, vecino de Famatina y un señor de apellido Lelane. El martes, su molestia se agravó, inquietando a las personas que lo acompañaban. Fernández, acionado a la homeopatía, llevaba consigo un botiquín y le suministró algunos remedios en el camino. Anglada arma que “tenía una gran desapetencia y una sed insaciable, muy explicable en estos días de excesivos calores y viajando bajo un sol de fuego. En la noche, dormimos todos en la mensajería por temor a las serpientes y al señor obispo le preparamos con un cuero una cama al lado del carruaje”. Sufriendo el calor sofocante de aquellos terribles días de enero y molestado continuamente por la tos, el Padre Esquiú viajaba soportando el balanceo y sacudidas de un incómodo coche de mensajería, por caminos secos y polvorientos. El miércoles, llegaron a la posta de El Suncho, distante a cuatro leguas de la estación Recreo. Allí debía relevarse los caballos. Cuando la mensajería se detuvo, bajaron todos con excepción del obispo. El señor Anglada hizo preparar una habitación en la posta; volvió al carruaje e invitó al obispo a descender. Pero una descompostura violenta hizo que los demás lo alzaran y lo trasladaran hasta la habitación preparada en la casa de Don Fernando Santillán y de su esposa Justina Heredia. A las tres de la tarde, entregó su alma a Dios. El doctor Vidal Peña llevó la noticia del fallecimiento que, transmitida a todas partes por el telégrafo, enlutó a la República entera, a América Latina y a muchos pueblos de Europa y Asia donde sus virtudes eran reconocidas y proclamadas por numerosos admiradores. Los diarios de todas las ideologías, la prensa católica y la liberal, publicaban elogios y panegíricos de profundo pesar y de dolor sincero al gran fraile del siglo XIX. A las nueve de la noche de aquel miércoles 10 de enero, las campanas de la Catedral y de todos los templos y capillas de la ciudad anunciaban al pueblo de Córdoba que su obispo había fallecido. El Padre Esquiú fue humilde desde su cuna hasta su muerte. Nació bajo un techo pajizo de su casa de La Callecita y los últimos momentos de su vida los pasó bajo la sombra de un algarrobo negro. Él, que había amado tanto a los pobres, recibió de ellos los últimos cuidados; fueron los paisanos quienes primero lo lloraron y condujeron su cadáver desde la posta de El Suncho hasta la estación de Recreo. Los primeros honores fúnebres los recibió de una cuadrilla de peones del ferrocarril. El jueves 11, se envió una Comisión para hacerse cargo del cadáver y conducirlo a la ciudad, pero el cajón que se había provisto era estrecho y el cuerpo no cabía en él, no habiendo en aquellos lejanos parajes cómo remediar esta falta. Por el intenso calor, el cuerpo se hallaba en estado de descomposición y fue enterrado en la humilde capilla de la estación Avellaneda, sin más pompas que las que pudo darle su hermano de religión, fray Juan Baigorrí, que providencialmente se encontraba en el lugar. Desenterrado días después, fue conducido a la ciudad mediterránea. Por orden del presidente Julio A. Roca, una comisión médica de la Universidad de Córdoba registró el cadáver. En cuanto a la causa de su muerte, deron: “Su enfermedad de hernia que desde hace años le impedía andar a caballo, una tos constante que lo aquejaba desde hacías varias semanas se agravaron con semejantes circunstancias, lo que le causó una gran indisposición con vómitos de sangre, con una probable estrangulación de los intestinos, con la consiguiente inamación”. En su informe, agregaron: “En cuanto al envenenamiento del ilustre extinto, no vemos ni la sombra de un acto que arroje la más mínima probabilidad”. Los doctores Achával, Rossi y Gómez fueron los encargados del embalsamamiento que se inició el miércoles 17 de enero. Ellos arman que “debido al estado de descomposición que presentaba el cuerpo, nos demandó seis días de trabajo y una mayor cantidad de productos químicos y artículos de droguería y no logramos un resultado completo. Su corazón estaba incorrupto”. Desde aquel miércoles 10 de enero de 1883, el púlpito perdió al predicador más elocuente, el recinto de la justicia al sabio legislador, las columnas del periodismo al valiente defensor de las instituciones cristianas, los pobres y los enfermos perdieron a su protector y Catamarca a su ho más virtuoso. Pero los grandes hombres no mueren, viven para siempre. El Venerable Esquiú aún vive en la memoria del pueblo que recordará siempre su caridad y su humildad. Vive en sus sermones y discursos, donde su elocuente palabra ha retratado su alma y su corazón grande; vive en la historia de la patria argentina cuya unidad procuró; vive en las páginas de la iglesia; vive en las plegarias de los humildes y vivirá por siempre en los corazones de los hombres y mujeres que han abrazado su causa.