De esclavo a rey | El reino de Henri Christophe

Henri Christophe fue el primer rey del nuevo continente. Aunque había nacido esclavo, le fue concedida su libertad al llegar a la adolescencia.

Una vez libre, peleó en la guerra de independencia americana y se destacó durante la rebelión de 1791 contra las tropas francesas enviadas por Napoleón para recuperar la ex colonia. Diez años más tarde ya era general del ejército de Haití y en esa condición participó de un golpe de Estado contra el “emperador” Jean Jacques Dessalines, que había declarado la independencia de la isla.

Jacques l ordenó el exterminio de los blancos en Haití y decidió sanear la economía de la isla imponiendo trabajos forzados a sus súbditos. Ante esta medida tan impopular, sus dos generales más destacados, Alexandre Pétion y Henri Christophe, lo asesinaron.

Los dos nuevos líderes no quisieron compartir el poder y, por esta razón, dividieron la isla. Pétion, al sur, se declaró presidente, pero bajo esta apariencia democrática manifestó que esta “presidencia” era de por vida y hereditaria. Christophese quedó con la parte septentrional de la isla y de la que se declaró rey -el primero en el nuevo continente-. Evidentemente no quería emular a su predecesor con el pomposo título de emperador ni montar una pantomima democrática como su vecino.

Lo primero que hizo Christophe fue organizar las finanzas en un país destruido por guerras. Su primera ley fue declarar que todas las calabazas pertenecían al nuevo gobierno. Los aguerridos soldados que habían vencido al mejor ejército del mundo, se dedicaron a confiscar calabazas en todos los rincones de la isla.

Con esas 227.000 calabazas constituyó un tesoro nacional. Como este capital no era suficiente, compró toda la producción de café, pagándole a los productores con calabazas. Dueño de todo el café de la isla, se dispuso a vendérselo a los comerciantes europeos quienes pagaban con oro. En menos de un año, Haití ya tenía una moneda de metal en circulación, la misma que usó por décadas.

Organizada una prospera economía, el flamante monarca preparó los festejos de su coronación. Para otorgarle más lustre a su gobierno, decidió crear una nobleza. No hay verdaderos monarcas sin una corte de aduladores.

Crear una nobleza en un pueblo surgido de la esclavitud, no era una tarea simple. Cuatro príncipes, ocho duques, veintidós duques y treintaisiete barones fueron escogidos para acompañar al rey quien, mientras tanto, construía un palacio acorde a sus aspiraciones. Lo llamó Sans Souci.

El problema surgió cuando hubo que darle nombre a cada uno de los nuevos aristócratas. Muchos se hubiesen inclinado por llamarlos de acuerdo a la toponimia del lugar, pero eran todos nombres europeos que recordaban a sus antiguos opresores. Entonces el genio de Christophe, que ya se hacía llamar Henri I, decidió darle a sus nobles un nombre acorde a sus tareas o características físicas particulares.

Así surgió el Duque de la mermelada en el caso de un confitero y el conde de la limonada para un productor de cítricos, pero también nombró al duque de las mejillas rosadas y al barón de la nariz prominente, dadas sus características anatómicas.

Constituida la corte pudo abocarse a su unción como monarca, luciendo en la oportunidad una corona de oro y piedras preciosas que posó sobre su real testa en la nueva catedral que había ordenado construir.

Todo en el flamante reino evocaba al antiguo régimen francés: la cámara real era la reproducción de la de Luis XIV, la ropa era versallesca, los uniformes imponentes, pero las medidas de gobierno eran más sensibles que las europeas ya que Henri I se interesó por la educación (a pesar de ser analfabeto). Fundó una docena de colegios y la facultad de medicina que aún funciona.

También mandó a escribir el Código Henri, de casi 800 páginas, donde se regulaban todos los aspectos de la vida del reino. Dispuso, entre otras cosas, las horas y días de trabajo, castigando la holgazanería, que el mismo Henri controlaba desde su palacio con un catalejo.

La economía creció y también las tensiones con sus vecinos del sur, especialmente después de la muerte del presidente eterno, Alexander Pétion (que tiene una estatua en Buenos Aires, justo frente a la embajada de Haití). Periódicamente se trenzaban en combate, tareas de espionaje y demás menesteres que caracterizan la litigiosidad humana.

Henri construyó palacios a lo largo de la isla, no solo para su placer sino bajo el espíritu que, años más tarde, Lord Keynes le otorgaría a la obra pública. Henri tenía claro que el ocio no creador era el origen de todos los males y, sobretodo, del espíritu conspirativo.

Para impresionar a un enviado a Inglaterra, Henri lo hizo buscar en una de sus carrozas tiradas por doce caballos negros, luciendo el escudo real, lo homenajeó con pantagruélicas comidas servidas en platos de oro macizo y, para no dejarle dudas del poder de Henri I, lo invitó a un desfile militar que impactó al británico.

Los soldados de Haití, además de lucir esplendidos uniformes tronchados de oro e impresionantes bicornes con plumas de avestruz, medían no menos de 1.80 metros. Por horas, desfilaron ante el anonadado visitante, quien calculó que 100.000 hombres de esas características conformaban al novel ejército que ya contaba con el antecedente de haber derrotado a los franceses (aunque las fiebres tropicales habían sido sus mejores aliadas).

Lo cierto es que Henri no tenía un ejército de gigantes vestidos de mariscales, sino que hizo desfilar a unos cientos en círculos por horas a fin de impresionar al inglés y sacarle de la cabeza toda idea invasora.

No todo era floreciente en la isla, las arbitrariedades de Henri estaban al orden del día, su poder parecía excesivo y las normas laborales demasiado rígidas. Por tales razones, no sorprende que haya habido disconformidad entre las mermeladas y limonadas…

Los rumores llegaron a oídos de Henri que se dispuso a cortar de cuajo la conspiración… y la cabeza de los conspiradores. Pero cuando estaba a punto de actuar, Henri sufrió un accidente vascular y quedó discapacitado.

Temiendo que la rebelión cobrase su cabeza, como había acontecido con los nobles franceses pocos años antes, Henri I optó por suicidarse.

No lo hizo con cualquier bala, sino con una de oro.

El de Henri Christophe fue el reino de este mundo que inspiró la novela homónima de Alejo Carpentier, un relato de realismo maravilloso donde el drama y la tragedia laten entre una corte de esclavos y las ambiciones desmedidas del primer rey del nuevo mundo.

Esta nota también fue publicada en Perfil

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