Después de 6 meses de estar sitiada por el ejército del general Hilario Lagos (del 6 de diciembre de 1852 al 13 de julio de 1853), Buenos Aires tenía la posibilidad de continuar su existencia separada de la Confederación gracias a las negociaciones de Mariano Billinghurst con el comodoro John Halstead Coe, marino de origen estadounidense que hacía tiempo operaba en la región y a quien Justo José de Urquiza había comisionado para bloquear el puerto.
La ciudad de Buenos Aires estaba en rebeldía contra los términos del Acuerdo de San Nicolás, el cual fijaba los ejes de una futura Constitución que, temían los porteños, les haría perder la supremacía sobre el resto del país. Por eso las fuerzas federales los estaban castigando con un cerco.
Atento entonces a las naves que podían sortear ese bloqueo de la Confederación pagando un “peaje” a la flota comandada por Coe, Billinghurst había apostado al viejo apotegma “todo hombre tiene su precio”. Resultó ser que Coe tenía el suyo… y Billinghurst se lo hizo conocer a los miembros de la Junta (José María Paz, Lorenzo Torres y Manuel Pinto).
El general José María Paz, Lorenzo Torres y el general Manuel Pinto se abrazaban alborozados. Habían vencido. No lo hicieron derrochando valor, ni derramando sangre, sólo desembolsando dinero. Por dinero Buenos Aires sería libre una vez más y podría seguir el curso de sus conveniencias, ajeno a los dictámenes de Urquiza.
Ahora le tocaba a Francisco De las Carreras, el secretario de Hacienda, reunir la cifra prometida a Coe y a sus oficiales. La suma pactada ascendía a 22.000 onzas de oro. Enorme, aunque no imposible de conseguir.
De las Carreras llamó a su pariente Ambrosio Plácido Lezica, un poderoso financista, a fin de reunir al grupo de prestamistas que facilitaría la suma. Este, después de escucharlo, lo miró por un largo rato y con voz calma dijo: “Yo me haré cargo”. Media hora más tarde se hacía presente con varios baúles que contenían las 22.000 onzas de oro. Los miembros de la Junta quedaron sorprendidos con la rapidez con la que el dinero había aparecido. ¿Dónde guardaba Don Ambrosio tamaña fortuna? Mejor ni preguntar.
A los pocos días, la Sala de Representantes dio la orden de emitir veinte millones de pesos para saldar la deuda con Ambrosio Lezica, que continuó sus actividades como proveedor del Ejército porteño.
Coe recibió un millón de pesos papel y 3.000 onzas de oro . Al comandante José María Pinedo le entregaron 400.000 pesos, que repartió entre los oficiales y la tropa de su nave, “El Federal”.
Manuel Rojas, Federico Leloir y Guillermo Turner recibieron 2.000.000, 1.000.000 y 350.000 de pesos respectivamente, sumas que también repartieron entre sus hombres.
Pero no todos aceptaron los sobornos. A los hermanos Cordero fue necesario arrestarlos a punta de pistola, ya que no hubo forma de que “entraran en razones”. Encadenados, fueron conducidos a Paraná.
Las naves confederadas fueron llegando a la rada interior del puerto de Buenos Aires. “El rayo” atracó primero, el 18 de junio. Pinedo, al mando de “El federal”, arribó horas más tarde. Turner se presentó a bordo de “El enigma” para informar a las autoridades que el resto de la flota confederada habría de arribar horas más tarde para entregarse a los porteños. “El Correo”, el vapor “Merced”, “Constitución” y los veleros “Maipú” y “Once de Septiembre” fueron anclando frente a la ciudad con el paso de las horas.
Dueño del botín, Coe emprendió el retorno a su país natal en el “Jamestown”, barco norteamericano a cuyo capitán le contó que su tripulación se había amotinado viéndose obligado a huir, cansado de las luchas entre estos “salvajes”. Algo debe haber sospechado el compatriota de Coe, quizás porque sabía de sus bruscos cambios de lealtad, quizás por los abultados baúles que el comodoro escondía en su camarote y de los que nunca se separaba o, quizás, porque el río lleva entre sus olas y sus brisas las noticias más rápidas que el rumor de los hombres. Lo cierto es que le pidió una suculenta tajada del botín para llevarlo sano y salvo a los Estado Unidos; de no ser así, la nave podría dirigirse a Rosario donde seguramente Urquiza estaría gustoso de ponerle las manos encima y entregarlo a sus paisanos para degollarlo.
Después de un breve regateo, los marinos se pusieron de acuerdo y Coe pudo volver a su país natal, tras muchos años de ausencia. Sin embargo, la suerte le tenía reservado otro destino y habría de morir y ser enterrado entre estos “salvajes”, en el cementerio de la Recoleta.
Aunque los diccionarios etimológicos digan que la palabra coima deriva del portugués “cooymha” y este, a su vez, del latín “calumniare” (o engaño), entre los porteños el término guardó cierto paralelismo con el apellido de este marino que vendió una flota confirmando el concepto de que toda guerra implica una confrontación económica encubierta.