El escritor chileno Roberto Bolaño realmente es un caso único en la literatura latinoamericana reciente. A los 45 años, sin ser una novedad ni un nombre establecido, hace veinte años saltó a la fama con su libro Los detectives salvajes (1998) y, desde entonces, se quedó en la cima de todos los rankings. Aunque siempre admitiría que se sentía más poeta que otra cosa, jóvenes y viejos se han dejado encantar por su prosa tan particular, aparentemente tanto más apegada a los grandes proyectos literarios de siglos anteriores que a las corrientes más modernas, pero fundada en cimientos completamente originales.
En este, como en tantos otros sentidos, su estatus definitivamente es el de un bicho raro. Había nacido en el seno de una familia de clase media baja en abril de 1953, en Santiago de Chile, pero rápidamente empezó un peregrinar que se le volvería característico. Primero, a la zona de Valparaíso y Viña del Mar, donde pasó su infancia, y luego, justo para el revolucionario 1968, a México, dónde experimentó su adolescencia y primera juventud.
Lector voraz, claramente debe haber considerado que la escuela no le servía para nutrir sus inquietudes y abandonó el secundario con 16 años. Prefirió zambullirse en los libros, escribir e imaginar tan intensamente que, según quienes lo conocieron en este período, casi no tenía amigos ni salía de su casa.
El activismo político laxamente de izquierda y la experimentación, sin embargo, terminaron empujándolo a los caminos. En una travesía cuya veracidad ha sido cuestionada, aparentemente Bolaño estaba decidido a hacer la revolución en el Childe de Allende y emprendió un viaje por tierra que lo llevó a recorrer casi todo el continente sudamericano y lo depositó en su tierra natal, irónicamente, sólo algunos días antes de que Pinochet diera su golpe. Tal habría sido su suerte, que terminó detenido por ocho días y, gracias a que conocía a sus carceleros, pudo ser puesto en libertad y abandonar el país para no volver.
En este punto, Bolaño retornó a México y emprendió entonces los inicios de su carrera literaria. En una serie de sucesos que serían luego recreados en su novela más famosa, en 1974 conoció a los poetas Mario Santiago Papasquiaro y a Bruno Monatné. Por intermedio del primero, especialmente, Bolaño entró en contacto con otros jóvenes estudiantes de la UNAM que, decepcionados con el estado de la poesía actual, solían congregarse en el Café La Habana a soñar con un nuevo medio lírico. Así, un tanto trasnochados, en 1975 decidieron fundar un grupo de vanguardia conocido como el movimiento “infrarrealista”. Ésta movida, básicamente, buscaba terminar con lo que ellos consideraban el “establishment poético”, liderado por Octavio Paz, y según el propio manifiesto redactado por Bolaño, “volarle la tapa de los sesos a la cultura oficial”.
Más allá de sus limitadas consecuencias en este sentido, el proyecto, a su manera, funcionaba como una relectura tardía de lo que había sido la vanguardia. Con reminiscencias dadaístas, los infrarrealistas gustaban demostrar su intensidad marginal acudiendo, literalmente, a sabotear presentaciones de libros de sus “enemigos” para infligir una suerte de terrorismo cultural que sirviera para abogar por su causa. Resumido en palabras del infrarrealista Juan Esteban Harrington: “Ahí estábamos para hacerles saber que no era cosa de leer mierda y cobrar: por primera vez tenían que confrontar sus pensamientos”.
Más allá de las acciones, el movimiento sirvió para generar una producción concreta y, junto a varias publicaciones y antologías de corte bastante artesanal, Bolaño pudo publicar su primer libro de poesía, Reinventar el amor (1975). La experiencia, sin embargo, terminó disolviéndose, por lo menos para el autor chileno, cuando en 1977 se trasladó a Europa, a donde pasaría el resto de su vida.
Sus primeros pasos en este nuevo continente, puntualmente en Barcelona y la zona de Cataluña, fueron los de un hombre todavía perdido que, trabajando de lo que fuera para ganarse la vida, dedicaba su tiempo libre a escribir. Así es que, aunque Bolaño publicó algunos poemas aquí y allá en antologías o en revistas, fue recién a partir de la década del ochenta que, gracias a los consejos del escritor argentino Antonio Di Benedetto, comenzó a participar exitosamente en concursos literarios.
En este momento la lírica empezó a dar cada vez más lugar a la narrativa y, ya contando con algo de reconocimiento en el mundillo literario, logró publicar sus primeras novelas, Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce (1984) – escrita a cuatro manos con el catalán A.G. Porta – y La senda de los elefantes (1984), hoy más conocida por el nombre dado en su reedición en 1999 como Monsieur Pain. Durante el resto de la década, instalado en el pueblo baleario de Blanes, Bolaño desatendió un poco las letras para dedicarse a atender la bisutería de su madre y desarrollar una vida familiar con su flamante mujer, Carolina López. Recién para los años noventa, ya con dos hijos y habiéndose enterado de que tenía una enfermedad hepática en 1992, Bolaño se lanzó a escribir frenéticamente.
Comprometido de lleno con su arte, muchos críticos de su obra creen ver en este momento la gestación de un plan detenidamente calculado en vistas, entre otras cosas, a mantener a su familia. Casi como un continuador de Dante, de Kafka, de Cortázar o de Borges, uno de sus más importantes ídolos, Bolaño desarrolló una literatura híbrida, fragmentaria, en la que la prosa, convencido de que tendría mayor potencial de venta, sería la estrella. Así, en 1993 publicó la novela La pista de hielo y el poemario Los perros románticos, que le valió varios premios.
Aunque todavía no era el Bolaño ultra famoso de hoy en día, a finales de la década del noventa y con la llegada del milenio él sin dudas se había vuelto reconocido. Rápidamente fue convocado por la prensa, escribiendo columnas para el Diari de Girona, donde salía traducido al catalán, y para el diario chileno Las Últimas Noticias.
Él, sin embargo, sabía que el tiempo se le estaba acabando y, mientras esperaba que apareciera un hígado para ser trasplantado, escribió a más no poder, obsesionado con ir adelante y siguiendo su propia máxima de que “tener el valor, sabiendo previamente que vas a ser derrotado, e igual salir a pelear: eso es la literatura”. Quizás por eso, cuando finalmente falleció el 15 de julio de 2003 a los 50 años, no sorprendió demasiado que hubiera dejado terminado un nuevo libro de cuentos, El gaucho insufrible (2003), y gran parte de la que es considerada su obra máxima, la novela 2666 (2004).
Ya entonces, apenas fallecido, Bolaño era considerado por muchos de sus contemporáneos como uno de los escritores más relevantes de su tiempo. Tal como indicó su amigo, Rodrigo Fresán, sólo algunas semanas antes de su muerte, Bolaño realmente había llegado a construir un nuevo paradigma de escritor latinoamericano, alejado de los clichés del boom de la década del sesenta. Era único, diferente, no tenía una lengua ni un territorio fijo y era moderno, en tanto que proponía un mapa de influencias complejo y diverso sobre el cual construir su literatura. En definitiva, a pesar de su temprana desaparición, Bolaño había llegado para quedarse.