Tan pronto como Lamadrid se entera de que los unitarios están en el poder, y de que el país está dirigido por un gobierno de esa ideología, que encabeza Bernardino Rivadavia, escribe a Buenos Aires proponiendo sea organizado en Tucumán un gran ejército, porque “el único medio de enfrentar a los gobiernos de Santiago del Estero, Córdoba y La Rioja, es el de levantar una fuerza en Tucumán, para contenerlos y sujetarlos a la obediencia”.
El gobierno de Buenos Aires acepta organizar esa fuerza, pero no en Tucumán, sino en Salta, “para no despertar sospechas”, y previene a Lamadrid que con tal propósito remite a la provincia del norte dos mil fusiles y mil quinientos sables, con una tropa que deberá ser auxiliada durante el trayecto”.
Entre tanto Quiroga, de acuerdo con Ibarra y con Bustos, presiona a Lamadrid para que desconozca a Rivadavia. Mas éste guarda una actitud cautelosa: ni dice, como en verdad podría hacerlo, que se solidariza con Rivadavia, ni da señales de declararse en contra. En vista de que Lamadrid no se resuelve, Quiroga, en representación propia y en la de sus aliados, se dirige al gobernador de Catamarca, exigiéndole que desconozca a Rivadavia. Gutiérrez, menos hábil que Lamadrid, le responde que no sólo se niega a lo que le pide, sino que le hace saber que ya tiene reconocido al gobierno de Rivadavia, y que le ha jurado obediencia.
Ante esta respuesta, Facundo se une con un contrincante de Gutiérrez llamado Figueroa Cáceres, avanza sobre Catamarca y lo pone en el gobierno después de hacer huir a Gutiérrez. Mas esto no basta, porque el enemigo sigue movilizándose, como se lo previene Bustos, en una carta urgente:
“Ha caído en mis manos una comunicación de Gutiérrez, Bedoya y Mota, para el Presidente Rivadavia, en la que solicitan se ordene a Tucumán y Salta para que los auxilien con tropas para atacar a usted en su provincia, y también se ordene a San Juan le haga la guerra a usted, que ellos lo atacarán al mismo tiempo”.
Facundo no se intranquiliza mayormente porque, controlando la situación de Catamarca, tiene cubiertas las espaldas. Pero esto también dura poco, porque enterado Lamadrid de que Gutiérrez ha sido depuesto, manda al coronel Helguera con trescientos soldados de caballería y lo repone en el cargo.
Bustos insiste. Ibarra también solicita la invasión de Tucumán y el catamarqueño Figueroa Cáceres reclama acción, sin que Facundo se mueva, sin que ellos terminen de comprender el porqué de la actitud de este hombre desconcertante, siempre dispuesto a iniciar la pelea y ahora, al parecer, vacilante. En realidad, Facundo está tan resuelto a la pelea como siempre, y si sus aliados se desconciertan ante la actitud que asume, es porque no lo conocen en sus verdaderas dimensiones.
¿Qué pretenden Bustos, Ibarra y Figueroa Cáceres? ¿Que sean solamente las manos de Facundo las que saquen las castañas del fuego? Lo que ocurre es que sus aliados no comprenden que en Facundo hay una doble personalidad: la del jugador, impulsivo, vehemente, siempre dispuesto a ganarlo o a perderlo todo en un instante, y la de aquel que se crió con los solitarios del desierto, acostumbrados a practicar “el misterioso arte de la espera”.
Vuelve a insistir una vez más Bustos. ¿Por qué continuar esperando? ¿Acaso es posible que lo sigan haciendo indefinidamente sin exponerse a que el enemigo los acorrale?
Un buen día, cuando nadie lo espera, Facundo se dirige a Ibarra y a Bustos para que estén listos a fin de iniciar la guerra. Llama a Figueroa Cáceres, rompe su marcha con él, llevando trescientos infantes y ochocientos jinetes, derrota a Gutiérrez en Catamarca, lo pone nuevamente en fuga y cuando los tucumanos quieren darse cuenta, está sobre ellos, como el propio Lamadrid lo admite:
“Fue tan rápido el movimiento de Quiroga, que cuando me llegó la noticia a Tucumán, el 20 de octubre, se aproximaba ya a pisar su territorio?”.
En el primer momento, Lamadrid se cree perdido. Manda que los escuadrones de milicias se reúnan en el campo de La Ciudadela y procura producir una escisión entre los aliados de Quiroga:
“Hícele un propio a Ibarra en el acto, proponiéndole una entrevista sin más compañía que un par de hombres y dos ayudantes en Vinará, avisándole la invasión de Quiroga”… “Ibarra se negó “.
¿Qué hacer? Porque, además de que sus tropas son limitadas y bisoñas, el gobierno no tiene armas. Cuando Lamadrid se encuentra frente a este dilema pasan por Tucumán, rumbo a la provincia de Salta, los dos mil fusiles y mil quinientos sables que manda el gobierno de Buenos Aires. El primer impulso de Lamadrid es apoderarse de estas armas. Pero vacila, teme cometer un abuso que lo haga pasible de una’ sanción severa, y cuando lo que está en juego es la suerte de su provincia, quizá la de la Nación misma, se conforma con recoger cuarenta fusiles y cuarenta sables, dejando que los demás sigan hacia Salta. Con el enemigo a la vista, Lamadrid distribuye esas armas, después de lo cual logra equipar unos cuatrocientos hombres con tercerolas y lanzas.
Cuando publica una proclama, reclamando la presencia de integrantes de escuadrones de milicias, aun en el caso de que carezcan de armas, la concurrencia es tan numerosa que se ve obligado a seleccionar. Y aun esto le resulta difícil, pues cuando pide que los voluntarios “sin compromisos personales” den un paso al frente, no queda uno solo sin hacerlo.
“Fue así -dice Lamadrid- que llegados los escuadrones salí a proclamarlos, anunciándoles que el insolente Quiroga había pisado nuestro territorio y marchaba a castigarlo; les dije:
“Para esto sólo necesito veinticinco hombres decididos de cada escuadrón, y quiero que sean de los menos ocupados y solteros. Con este conocimiento marchen al frente los que quieran seguirme”.
“Apenas hube dado la orden de marchar, cuando todos los escuadrones marcharon al frente, sin quedar uno solo rezagado”.
Lamadrid agradece el gesto de solidaridad, mas reitera que sólo necesita veinticinco hombres por escuadrón. Da otra vez la orden y vuelve a registrarse el avance en masa. Entonces hace adelantar exclusivamente a los solteros, que no son hijos únicos, y así obtiene los hombres que necesita y que está en condiciones de armar. Nombra los jefes y oficiales que han de mandarlos y se pone en marcha. Al pasar por Monteros se le incorpora un escuadrón, y en San Ignacio ocurre lo propio con el gobernador Gutiérrez, a quien siguen ochenta hombres de caballería.
En este último lugar se produce un encuentro breve con partidas desprendidas del ejército de Quiroga, y Lamadrid logra tomar unos prisioneros, a quienes interroga, informándose de la potencialidad de las fuerzas del enemigo. Después, tratando de ganar tiempo, o quizás “por probar un arreglo amigable, a fin de evitar la efusión de sangre”, utiliza a los prisioneros para que lleven una carta destinada a Quiroga, en la cual le pregunta “¿cuál es el objeto de haber pisado ya el territorio de la provincia, sin darme el menor aviso ni recibir de mi parte agravio alguno”. En esta comunicación, y ya en tren de desafío personal, Lamadrid invita a Quiroga a que, si tiene alguna cuestión directa con él, será mejor que se enfrenten ambos al día siguiente, “a la vista de las tropas”, para resolver “nuestra querella a solas, sin exponer para nada la vida de nuestros compatriotas”.
La actitud de Lamadrid, y su propuesta a Quiroga para que resuelvan la cuestión planteada mediante un encuentro personal, es algo que está perfectamente encuadrado dentro de la modalidad de su carácter y la belicosidad de su temperamento. Pero lo que se encuentra en juego allí, en ese momento, no es precisamente una cuestión personal, ni corresponde que el jefe unitario proceda en los términos en que lo hace.
En verdad, solamente tomando en consideración lo enconado de los ánimos, y la trascendencia que tienen los hechos que se suceden, es posible pensar que Lamadrid asuma una actitud como la que acaba de asumir, tratando de arrastrar a Quiroga para que ambos resuelvan, como si se tratase de una cuestión privada, la situación de carácter nacional que las circunstancias han creado.
El Combate de El Tala
Con la provocativa carta de Lamadrid a la vista, convencido de que allí está en juego algo mucho más importante que la rivalidad de un jefe militar y un caudillo, que ni siquiera se conocen personalmente, Quiroga se dispone a librar el combate que tiene premeditado. Observa los movimientos y la formación del enemigo. Envía bombeadores que le comunican el dispositivo de combate de Lamadrid, con el gobernador Gutiérrez a la derecha, el coronel Helguera en la izquierda y las reservas dependiendo directamente de él. Con estos informes en su poder, Facundo coloca sus trescientos infantes en el Centro de la línea de batalla, dándoles una reserva de doscientos jinetes. El resto de sus fuerzas, unos seiscientos llaneros, forma en las alas.
Todo parece estar previsto. Mas hay algo que Facundo deja de tomar en cuenta, por el desprecio que siente hacia todo lo que no sea choque directo de armas blancas. Y este algo es la artillería de Lamadrid, la cual, a continuación de las escaramuzas intrascendentes que preceden al combate, se pone en acción.
Dos cañonazos, disparados sobre la infantería de Quiroga, hacen vacilar a las tropas de éste. Se hunde el centro de su línea mientras la caballería de Lamadrid, cargando por ambos flancos, arrolla a la de Facundo, que no sale del desconcierto sembrado por los disparos de artillería. Un momento de vacilación y todo está perdido para el jefe riojano, porque su caballería retrocede perseguida por la de Lamadrid. Facundo ve el peligro, se pone a la cabeza de los doscientos jinetes de su reserva y carga, mientras la artillería unitaria vuelve a dejar escuchar el estruendo de sus disparos. Al advertir la carga de Quiroga, Lamadrid, que ya se considera vencedor, sale a enfrentarlo con la infantería y un puñado de jinetes. Se produce una gran confusión, mientras los infantes de Facundo, reanimados por la carga de caballería de éste, abren fuego sobre la tropa enemiga que avanza, matando el caballo de Lamadrid.
Al ver caer al jefe, la fuerza tucumana retrocede en desorden, tratando de salvar los cañones. Se pone de pie Lamadrid, monta en otro caballo y carga contra su propia gente, conteniéndola a golpes. En su parte, Lamadrid dice que la contiene a palos. Pero, evidentemente, éste no es un día feliz para el veterano soldado, cuyo nuevo caballo también cae al recibir una bala enemiga. Al verlo así, lo rodean los soldados enemigos y comienza una lucha desigual, de uno contra quince. Lamadrid se defiende y contraataca, hasta que cae sin sentido, bañado en sangre. Un momento después, los vencedores lo despojan de cuanto lleva, dejándolo desnudo y por muerto, con más de una docena de heridas.
El mayor Ciriaco Díaz Vélez, de la fuerza de Lamadrid, y su pariente, regresa vencedor al frente de la caballería, dispuesto a intimar la rendición de la fuerza de Quiroga, que hasta ha perdido “su bandera negra, con dos canillas y una calavera blanca sobre ella y la siguiente inscripción: Rn.O.M.”.
En ese momento vuelve Facundo con su gente, carga sobre los cívicos de la infantería de Lamadrid, a quienes acaba de vencer poco antes, los hace retroceder sobre la caballería de Díaz Vélez y siembra el desconcierto también entre ella. Un nuevo entrevero, una nueva matanza, sin método de ninguna clase, y el mayor Díaz Vélez cae prisionero, con media docena de heridas en el cuerpo. Convencido de que el triunfo es suyo, un poco porque su audacia contribuye a conquistarlo, y otro poco por la pobre fortuna con que se bate el adversario, Facundo ubica su comando general a un costado del escenario bélico, hasta donde llega el coronel Bargas, jefe de su infantería, para informarle que el coronel Lamadrid ha caído muerto en el campo de batalla. Para corroborar lo que dice, muestra las armas y las ropas de Lamadrid, en el momento en que llega prisionero Ciriaco Díaz Vélez.
A pesar de tener a la vista las ropas del jefe unitario, y a pesar de que, Díaz Vélez le asegura que efectivamente se trata de las armas y de las prendas de vestir del jefe unitario, Facundo no se convence. Necesita hechos concretos, terminantes. ¿Y qué hecho de tal naturaleza puede ser más convincente. que el cadáver del propio Lamadrid? Facundo monta a caballo, ordena que uno de sus soldados lleve en ancas a Díaz Vélez, quien no puede cabalgar solo, y marcha en busca del cuerpo de Lamadrid.
Este episodio ha sido referido con lujo de detalles por el propio jefe unitario, en la parte de sus memorias que se relaciona con las alternativas del combate de “El Tala”. Dice en ellas que Facundo manda reunir todos los cadáveres que se encuentran en el campo de batalla “y que no son pocos”, para que Díaz Vélez identifique al de Lamadrid.
“Como los cadáveres estaban ya hinchados, y desnudos los más de ellos, pues habían pasado ya algunas horas desde las 10, bajo un sol abrasador, temía mi hermano Díaz Vélez era cuñado de Lamadrid , según me lo comunicó después de la fuga, equivocarse no conociéndome, para no sufrir tal vez la muerte por dicha causa, los registró a todos con cuidado, buscando en ellos las dos únicas señas por donde podría conocerme, y eran: un balazo único que tenía desde la guerra de nuestra independencia, en el muslo izquierdo, que había sido recibido en la acción de Salta y por un balazo que tenía y un diente que me faltaba en la mandíbula inferior. Luego que hubo practicado dicho reconocimiento, díjole a Quiroga que no estaba mi cadáver entre ninguno de cuantos tenía a la vista, y para que no dudase el general le hizo la explicación de dichas señales. Quiroga mandó acampar entonces su gente, después de bien cerciorado del alejamiento de la mía, libró sus órdenes para la reunión de todos sus dispersos, y escribió también a Ibarra, gobernador de Santiago del Estero, llamándolo con sus fuerzas para que pasaran juntos a Tucumán.”
La últimas palabras de Lamadrid ponen de relieve un hecho que no siempre han dejado en claro las crónicas históricas. Y este hecho consiste en que Juan Felipe Ibarra, gobernador de Santiago del Estero, de quien se asegura que participa en el combate de El Tala, no llega a tiempo con sus tropas para intervenir en él. Lo ocurrido, a tal respecto, fue, quizá, que Ibarra no tenía previsto que Quiroga dispusiese librar el combate sin que antes se hubiese efectuado la reunión de las tropas que mandaba cada uno de ellos. Facundo, llevado por la violencia de su temperamento, libra aquel combate sin contar con el apoyo de las fuerzas de su aliado, al ver la resolución con que se movilizaba Lamadrid y, posiblemente, con la esperanza de que Ibarra atacase por retaguardia al jefe unitario, cuando el combate entre él y Quiroga ya estuviese iniciado.
En cuando al combate de El Tala, librado el 27 de octubre de 1826, no tiene importancia, ni por el número de los combatientes que allí participan, ni por la significación de los elementos bélicos que entran en juego. Facundo lo sabe muy bien y de allí que, de momento, lo más interesante para él consiste en poner en claro si Lamadrid ha muerto, o si continúa viviendo.
“El Muerto” de El Tala
¿Por qué no aparece Lamadrid entre los muertos desparramados sobre el campo donde se libra el combate de “El Tala”? Esto es algo que no puede explicarse Facundo, con las armas y las ropas de aquél a la vista. Los soldados que lo ven caer en medio de la lucha, los que le quitan las ropas y las armas, tampoco lo comprenden. Y como quiera que el criollo de esta época es muy dado a creer en brujerías y en otras cosas extra naturales, dan los significados más diversos a la desaparición de aquel muerto.
Pero, ¿es que Lamadrid está realmente muerto? Tal lo que llegan a creer, también, los soldados que lo recogen en el campo, cuando el combate llega a su término. Lo abandonan al reaparecer una partida adversaria, escondiéndolo en unos pajonales. Lo recogen otra vez y otra vez tienen que abandonarlo, hasta que finalmente lo conducen al rancho de un curandero, sin que haya recuperado aún el conocimiento. Lo llevan después a Río Chico, siempre tratando de ocultarlo, y en la misma forma logran introducirlo en la ciudad de Tucumán.
Ocho días después del combate, cuando Quiroga entra a la capital, Lamadrid es sacado de allí y conducido al pueblo de Trancas, situado 20 kilómetros al norte.
“Así que Quiroga entró en compañía del gobernador Ibarra a Tucumán, y fue impuesto por los pocos vecinos que habían quedado, de haberme sacado para Trancas, no quiso creerlo, pues me tenía por muerto, o pretendía por lo menos hacerlo entender así a los suyos, para cuyo efecto publicó un bando, imponiendo la pena de muerte al que dijera que yo vivía.”
Evidentemente, Facundo no puede creer que Lamadrid siga viviendo, y más bien supone que sus partidarios tratan de forjar el mito de la resurrección de un muerto. Pero de pronto, he aquí algo que no pudo ser producido por un muerto, pues se trata de una carta que Lamadrid les remite, a él y a Ibarra, en la que les dice:
“El muerto de “El Tala” desafía a los caciques Quiroga e Ibarra, para que lo esperen mañana a darle cuenta de las atrocidades que han cometido en su pueblo; pues la providencia le ha vuelto a la vida para que tenga la satisfacción de castigarlos como merecen.”
Quiroga guarda silencio, pero Ibarra le contesta:
“Me alegro mucho de que estés ya mejorado para servir a tus amos los porteños; pero respecto al castigo con que nos amenazas, lo veremos.”
Después de enviar esta respuesta, Ibarra levanta su campo, Quiroga hace lo propio y ambos regresan a sus respectivas provincias.
Continúa la guerra
La rivalidad entre “el muerto” que desafía a Facundo después de haber sido derrotado en “El Tala” sólo pueden explicarse en cuanto se tenga en cuenta el carácter social que adquiere esta guerra.
¿Y en qué consiste esta guerra social? ¿Por qué se produce? ¿Qué factores y circunstancias la generan y la alimentan? ¿Cuál es la causa de que un provinciano como Lamadrid defienda a los unitarios, y de que otro provinciano como Facundo, o como Ibarra, los ataque?
Ocurre que, tanto como los intereses regionales, se enfrentan aquí dos conceptos de la vida, dos tipos de costumbres, dos grados de civilización: el que pertenece a las multitudes pastoriles que encabezan los caudillos, y el que corresponde a las clases cultivadas, que se identifican con la conducción unitaria.
Esta guerra es interminable por el carácter y el sentido social que tiene, pues aquí no se trata, como en los conflictos bélicos internacionales, de que la suerte de todo se resuelva en una gran batalla, al término de la cual el vencedor impone condiciones al vencido y todo vuelve a quedaren paz, sin que ninguno de los contendientes desaparezca. La que se desarrolla entre unitarios y federales, o entre provincianos y porteños, es una guerra total, a muerte, que no puede resolverse sino mediante el triunfo absoluto de una de las tendencias, y la derrota, también absoluta, de la otra.
Esta guerra es tan total, tan absoluta, que ni siquiera admite la existencia de neutrales. Se está con los unitarios o con los federales; con el interior o con Buenos Aires; con los caudillos o con Rivadavia. La consigna es la misma para los integrantes de los dos bandos: ” Quien no está a mi favor, está en mi contra”.
Lo que aflora es un factor ideológico; mas no es solamente él quien genera y alimenta el conflicto en sus más profundas raíces, porque existe también un problema social, e inclusive un problema económico, que nadie conoce, que nadie estudia, que nadie trata de resolver razonablemente, pues todos están dados ya a la empresa de querer resolverlo por medio de las armas. Se encaran los problemas como si fueran personales y aun superficiales: Facundo contra Lamadrid; el coraje de éste procurando prevalecer sobre el coraje de aquél. Pero los problemas, en lugar de personales, son colectivos, y en lugar de superficiales, son profundos.
Texto publicado originalmente en http://www.lagazeta.com.ar/el_tala.htm