“El gran escritor, sabe transmitir sus emociones con palabras”.
Me ocuparé del escritor más leído del planeta en el siglo XIX. Y no olvidemos que en esa época vivían en su país, Inglaterra, escritores de la talla de Oscar Wilde, el autor de “El Retrato de Dorian Grey”, del talento de Chesterton y del ingenio de Bernard Shaw. También brillaban, Víctor Hugo en Francia, Dostoievski en Rusia, y Espronceda en España. Y en nuestro continente, Edgard Allan Poe en EE.UU. y Alberdi, Sarmiento con “Facundo”, y Hernández con su “Martín Fierro” que eran leídos ávidamente en nuestro país. Pero inequívocamente un escritor, aún no mencionado, el inglés Charles Dickens, era el más difundido de todos ellos después de su compatriota Shakespeare. Incluso actualmente su fama no ha decrecido.
Nació en el seno de una familia muy humilde, en diciembre de 1812, un par de años después de nuestra Revolución de Mayo. Supo desde pequeño, el amargo sabor de las privaciones, a tal extremo, que, siendo un jovencito de quince años, su padre fue encarcelado por deudas. Por lo tanto, tuvo que aportar tempranamente al sustento de su hogar. Entonces ingresó en un periódico de Londres y lo contrataron -dada su buena redacción- como cronista parlamentario.
Creó un año después, una pequeña columna en un periódico, espacio que él denominó “Esbozos”, donde reflejaba con humor y realismo, amén de cierta ironía, la conducta de los ingleses, especialmente de las clases altas.
Tenía su sección una gran repercusión y se animó -contaba con sólo 25 años- a recopilar sus notas en un libro que tituló “Las Aventuras de Pickwick”.
Rápidamente le llegó la fama, que se acompañó en su caso, con una importante evolución económica. Se casó entonces, con la hija de un renombrado crítico literario.
Había cruzado una frontera espiritual, pues logró -hecho nada fácil en la Inglaterra del siglo XIX- mudar de clase social, pasar a otra de más recursos: la burguesía. Pero lo que no se modificó, fue su dosis de observación, su autenticidad y obviamente, su talento.
Y Dickens no pudo cambiar, porque creo -y esta es una opinión personal- que “ningún hombre cambia. Lo que sucede es que muchos, se quitan la máscara…”.
Claro. Porque usaban máscara.
Y en una especie de club privado, al que Dickens ya tenía acceso, un Duque lo ofendió con hiriente ironía: -“Tengo entendido Sr. Dickens, que su padre estuvo varios años en la cárcel”. – “Es cierto”, le respondió. Mi padre, fue encarcelado por deudas”. Y agregó: “Sé que en cambio el suyo, Sr. Duque, no estuvo en prisión, porque con lo que robó en su tarea de ministro, tuvo el dinero suficiente para sobornar a los jueces”.
Esta simple anécdota nos permite delinear la personalidad de Charles Dickens, autor de libros tan famosos como “David Cooperfield”, “Oliverio Twist” y tantos otros.
Fue como hombre, moderado y prudente. Y también lo fue como escritor. Todos sus libros tienen un fondo moral, una enseñanza. En ellos, siempre triunfa la virtud, la nobleza, pero recalcando también las carencias de esos personajes, a los que no describe perfectos.
El prefería un hombre valioso con defectos, antes que un mediocre con algunas virtudes. Y siempre predominó en su literatura el humor, pero un humor limpio, sano. Realizó giras por Italia, Francia, EE.UU., con un éxito total. Criticó siempre la hipocresía, la soberbia, la vanidad, se tratara de funcionarios, de abogados o de miembros de la Corte.
Un 9 de junio de 1870, un ataque al corazón le produjo una parálisis total que, en horas, le causará la muerte. Fue, en definitiva, uno de esos maestros que enseñaron sin tomar examen.
Y un aforismo final para este aristócrata de las letras y de la vida que fue Charles Dickens: “Cada fracaso enseña al hombre algo que necesitaba aprender”.