La sangre corría por las calles de Buenos Aires. Miles de muertos y heridos se acumulaban en la Plaza del Parque (actual Lavalle) y la Plaza Libertad. La revolución de 1890 había sido vencida en el campo de batalla, pero el régimen del Dr. Juárez Celman estaba herido de muerte.
La represión había sido feroz. El general Levalle -a la sazón Ministro de Guerra, que en la urgencia se había olvidado de ponerse los pantalones- disparaba contra sus propios soldados, renuentes a entrar en combate contra sus compatriotas. Del otro lado de las barricadas estaban sus hermanos, sus primos, sus amigos.
Los cañones Krup disparaban desde la esquina de la plaza Libertad. Una bala le arrancó la cabeza al coronel Campos, hermano del general revolucionario, Luis María Campos. Entre el horror de los agonizantes, los gritos de auxilio y desconsuelo, se destacaba la imagen de una joven mujer de ojos claros, vestida como médico, asistiendo a los caídos. ¿Quién era ella? ¿Cómo podía ser? ¿Una mujer ejerciendo el duro oficio de cirujano?
Hombres recios que en otras circunstancias no hubiesen permitido que una mujer siquiera se les acercase, ahora dejaban hacer a esta dama. Era un ángel curador que atendía sus dolencias, era Cecilia Grierson, la primera mujer en recibirse de médica en el país.
Hija de un escocés afincado en Entre Ríos, había nacido el 22 de noviembre de 1859 en aquella provincia. Su infancia y adolescencia transcurrió en tierras de la familia. Entonces la paz de esas cuchillas fue quebrada por el grito de “¡Muera Urquiza!”, y al Tata Justo lo acribilló una partida que vengó de esta forma cruel las tranzas del “Jefe traidor”. Las hordas gauchas de Ricardo López Jordán se enfrentaron a los Remingtons y las ametralladoras del ejército de línea. El valor temerario de los paisanos, instigados por las arengas que un tal José Hernández que le escribía los discursos a López Jordán, intentaba equiparar esta guerra dispareja. No hubo suerte. Hernández huyó a Montevideo y López Jordán fue capturado pero escapó de la prisión vestido con ropa de su mujer…
Entre Ríos no era el lugar para educar a una señorita, y Cecilia Grierson marchó a Buenos Aires para completar su educación en el único oficio que le estaba permitido a una joven de su condición: el magisterio.
Antes de cumplir los 15 años asistía a su madre como docente en una escuelita rural, y de esta forma colaboraba con la manutención de su familia que sufría estrecheces económicas después de la precoz muerte de su padre. Cecilia volvió a Buenos Aires para completar su formación docente en el Normal I, fundado por Emma Nicolay de Caprile, entusiasta educadora que dejó una profunda impresión en la futura médica. Emma murió en el año 1874 rodeada por el afecto de sus coetáneas. Sus exequias fueron un acontecimiento nacional, y pronto su tumba en la Recoleta recibió el homenaje de miles de alumnos, y el reconocimiento póstumo con una hermosa escultura, obra de Lucio Correa Morales.
Sin embargo, el oficio de docente no era suficiente para satisfacer la vocación de servicio de Cecilia, más cuando le tocó vivir la enfermedad y fallecimiento de su amiga Amelia Koenig. Entonces Cecilia tomó una decisión trascendente: sería médica, peleando contra los atavismos machistas de una sociedad. En esta lucha había otras abanderadas, como Harriet Hunt, la primera médica en ejercer la profesión en los Estados Unidos -aunque no había cursado una carrera universitaria (en 1853 le fue concedido un título honorario por el Colegio Medico de Pennsylvania)-. Le cupo a Elizabeth Blackwell (1821-1910) ser la primera estudiante de medicina en los Estados Unidos que llegó a recibirse en 1849 (había perdido un ojo por una infección hospitalaria, por eso no se dedicó a la cirugía). Como era inglesa de nacimiento, volvió a Gran Bretaña, donde conoció a Florence Nightingale antes de que ella se enrolara en su aventura durante la guerra de Crimea, y pasarse el resto de su existencia postrada en una cama.
En Sudamérica las cosas iban más lentas y las primeras mujeres en graduarse como médica fue María Augusta Generosa Estrela, en Brasil, en el año 1882, y Eloisa Díaz Inzunsa en Chile en 1886.
Cecilia Grierson fue ayudante de patología durante su carrera y aún antes de graduarse participó como asistente durante la epidemia de cólera. Se recibió el 2 de julio de 1889 y su tesis de graduación fue sobre las cirugías de útero y ovario.
Desde entonces dedicó su vida al asistencialismo, especialmente de los más desprotegidos -los niños, los ciegos, los sordomudos, y los atrasados mentales. No le fue fácil vencer el ámbito cerrado de la facultad, donde las bromas pesadas de sus compañeros de estudios eran la norma. Pero ella y Elvira Rawson de Dellepiane (la segunda mujer en recibirse de médica) soportaron con altura las chanzas de los colegas.
En 1894 se inscribió en el concurso como profesora sustituta de la Cátedra de Obstetricia, pero el concurso fue declarado desierto. Debieron pasar tres décadas antes que una mujer, María Teresa Ferrari de Gaudino, accediese a ese puesto. Este episodio, que demostraba a las claras el espíritu discriminatorio de la época, le dejó una amarga impresión a la que dedicó unas sentidas palabras en su autobiografía.
Además de fundar la escuela de enfermería -que hoy lleva su nombre- y fomentar la puericultura y obstetricia (la mayor parte de las nuevas profesionales se inclinaron por esta especialidad, ya que todas estaban impresionadas por la poca “delicadeza” de sus colegas varones en el examen ginecológico), Cecilia Grierson abrazó la causa feminista, y junto a Alicia Moreau de Justo, Elvira Rawson y la Dra. Julieta Lanteri (la primer mujer en votar en la Argentina), integró un grupo de mujeres socialistas, dispuestas a luchar contra la discriminación. Entre otras cosas propusieron una serie de modificaciones del Código Civil para resolver estas diferencias. Cecilia no pudo ver concretadas muchas de sus aspiraciones.
En 1900 propuso la fundación del Consejo Nacional de Mujeres, luego de haber participado en el Congreso Internacional de Mujeres, que se realizó en Londres (ciudad elegida porque allí vivió Mary Wollstonecraft, la primera feminista) además de ser la madre de Mary Shelley, la creadora de Frankenstein), en el año 1899, y de la que ella fue nombrada vicepresidente.
En 1903 incorporó el estudio de kinesiología en la Facultad de Medicina.
En mayo de 1910 se realizó el primer Congreso Femenino Internacional que le tocó presidir a nuestra doctora. Sin embargo, a causa de esta presidencia, fue expulsada del Consejo Nacional de la Mujer, ya que esta institución había organizado el Primer Congreso Patriótico de Mujeres, con auspicio oficial. Evidentemente ya existían entonces una serie de divergencias en la incipiente política de la época.
Ese mismo año asistió a la conferencia del profesor Altamira quien expuso los riesgos del trabajo abusivo. En la oportunidad el emérito declaró “Es una inmoralidad trabajar en exceso”, a lo que la doctora Grierson, entre irónica y melancólica, acotó “Confieso que desde ese punto de vista, he sido altamente inmoral”. Sus deberes la entretuvieron lo suficiente para alejarla del matrimonio.
Tanto en Inglaterra como en Francia, Cecilia Grierson profundizó sus estudios sobre los temas que le apasionaban. A su vuelta, estableció el primer Instituto para Ciegos, al igual que escribió un libro sobre el tema (La educación del ciego).
En el Club del Progreso recuerdan que a pesar de sus múltiples tareas, a la doctora Cecilia le resultaba imposible pagar la cuota de la Institución. La comisión directiva la nombró miembro honoraria y la exceptuó de realizar esa erogación.
En 1916 se despidió de su actividad con un gran homenaje organizado por amigos y colegas. En esa oportunidad confesó su gran decepción por no haber integrado el cuerpo docente de la Facultad de Medicina, función en la que hubiese aunado sus intereses. Los prejuicios de los tiempos le impidieron cumplir su aspiración.
Jubilada, se retiró a la localidad de Los Cocos, donde fundó una escuela y una casa de descanso para docentes y artistas. En esta casa atesoró su amada biblioteca. El exlibris que consignaba la propiedad de todos esos volúmenes rezaba “Res, non verba” (“Hechos, no palabras”). La consigna de toda su vida.
La Dra. Cecilia Grierson murió en Buenos Aires el 10 de abril de 1934. La causa de su muerte, un cáncer de útero, era paradójicamente, la enfermedad que mejor conocía.
“Cuando vienes al mundo, llorás”, dijo la Dr. Grierson, “cuando mueres, el mundo calla”. La vida de Cecilia Grierson no merece el silencio, sino el canto de las loas.