Hasta ese momento, el almuerzo transcurría tranquilo. El teniente Ignacio Carrera Pinto, a cargo del destacamento chileno en el poblado de Concepción, compartía una charla con algunos extranjeros residentes, pero la tensión se podía sentir. El oficial apenas probó la comida. Masticaba la inquietud.
De pronto escuchó un estruendo. Un alarido gutural, seco, fiero que salía de una multitud. Los presentes se miraron, silentes. En sus rostros, una mueca de terror. Carrera Pinto se levantó y salió a paso acelerado del lugar. Comprendió de inmediato lo que sucedía: un ejército iba a atacar a su guarnición.
Mientras caminaba rumbo al cuartel (la casa parroquial ubicada a un costado de la Iglesia en la Plaza de Armas del pueblo), Carrera Pinto recordó las palabras de un francés que iba en viaje hacia Lima, y había pasado en la mañana por el lugar. “Trabajaba en el interior y comunicó a Carrera que probablemente sería atacado en la tarde de ese día”, detalla Gonzalo Bulnes en su clásico libro Guerra del Pacífico.
En rigor, no era la primera advertencia. En un telegrama que le hicieron llegar un día antes, al jefe chileno le ordenaron prepararse frente a una posible arremetida de las fuerzas peruanas. El dato del francés lo confirmó. Por ello el oficial mantenía a la tropa acuartelada con vigilancia permanente hacia las escarpadas montañas de la sierra. La tensión se sentía en el aire.
Ahora estaba claro. Desde los cerros bajaban alrededor de 300 enardecidos soldados, y 1.500 campesinos e indígenas que portaban hondas y lanzas, según consta en el parte oficial posterior del coronel Estanislao del Canto. A ellos se enfrentaría Carrera solo con los 77 hombres que disponía. Se aventuraba un combate desigual. Y feroz.
Apurado, Carrera distribuyó a su tropa, la 4ta compañía del Regimiento “Chacabuco”, en los cuatro costados de la plaza. No tenía más opción. Debía mantener su puesto. Mientras, un grupo de enemigos corría por los callejones directo hacia ellos. Eran las 14.30 del domingo 9 de julio de 1882. Esa mañana en el pueblo se había celebrado una procesión. Fue la última que vieron los soldados chilenos.
De la sierra a Lima
A mediados de 1882, el ejército chileno se hallaba desplegado en las montañas de los Andes, en el Perú profundo. Era la última etapa dentro de la Guerra del Pacífico, llamada Campaña de la Sierra en Chile, o de la Breña en el país vecino. Básicamente, desde la ocupación chilena de Lima, en enero de 1881, las fuerzas peruanas que se resistían a aceptar el fin de la guerra y la cesión de Tarapacá organizaron una resistencia con soldados y guerrilleros indígenas en la zona cordillerana.
Quien lideraba dicha fuerza era un líder que dejaría huella en el Perú. El general Andrés Avelino Cáceres.
“Ante un enemigo superior, Cáceres no va a batirse en un combate abierto, como se lo reclama parte de la historiografía chilena, porque será vencido fácilmente -explica a Culto el historiador peruano Daniel Parodi, docente en la Universidad de Lima y la PUCP-. Desde esa premisa diseña su estrategia de atraer al invasor a los Andes centrales, terreno escabroso, lleno de quebradas, precipicios, a más de 3 o 4 mil metros sobre el nivel del mar”.
Para combatirlo, en abril de 1881 se envió una fuerza a cargo del teniente coronel Ambrosio Letelier, cuya misión cometió una serie de atropellos y abusos contra la población local. “Se extralimitó en demasía con los habitantes de esa zona exigiendo cupos de guerra más allá de los límites que la prudencia aconsejaba, y sometió a los serranos a vejámenes y malos tratos”, explica el historiador chileno Rafael Mellafe. Ante esta noticia, el jefe de la fuerza chilena de ocupación, el contraalmirante Patricio Lynch, ordenó el regreso de Letelier a Lima.
Luego, en enero de 1882 mandó un segundo contingente a la sierra central peruana a cargo del mencionado coronel Del Canto. “Específicamente al valle del río Mantaro, para desocuparla de las montoneras de Cáceres y mantener el bloqueo en esa zona”, agrega Mellafe.
En este valle se encuentra el poblado de Concepción (es en Chile donde se le menciona como La Concepción, pero el nombre del pueblo es sin “La”). Allí, al igual que en todas las ciudades de la zona del río Mantaro (Jauja, Tarma, Huancayo, entre otras) se instalaron pequeñas guarniciones de soldados que sostenían la ocupación del valle. Desde las alturas de los Andes, Cáceres notó que el ejército chileno se había dividido para cubrir la zona: era el momento que esperaba.
Por ello, el líder peruano ordenó ataques a las guarniciones chilenas de Pucará y Marcavalle. Un tercer grupo, a cargo del coronel Juan Gastó fue enviado hacia los desfiladeros de Apata, en plena sierra, pero al pasar por un poblado para descansar, los habitantes le informaron que en el pueblo de Concepción había un destacamento chileno de solo 77 soldados, aislado, sin artillería, ni caballería.
Gastó comprendió que con sus tropas, más los guerrilleros indígenas capitaneados por Ambrosio Salazar, podían vencerlos fácilmente. De inmediato marcharon hacia el pueblo y apenas lo tuvieron a la vista, comenzaron a bajar a toda carrera desde las montañas.
Como una ironía cruel del destino, el día en que se inició el combate, la 4ta compañía del Regimiento “Chacabuco” iba a comenzar su retiro autorizado de la zona con el fin de volver a Lima, tras permanecer cuatro días en el pueblo. Carrera Pinto y sus hombres habían llegado “para relevar en el mando a la compañía del capitán Pedro Latapiat que se dirigió a Jauja”, cuenta Mellafe.
En esa jornada esperaban el arribo del coronel Del Canto para marchar junto al resto de la división. Pero el ataque de Cáceres en Marcavalle y Pucará, le obligó a retrasarse y por ello, éste no apareció por Concepción según lo planeado. Intrigado, Carrera Pinto sospechó que algo le había ocurrido.
¿Por qué se iban a retirar de la zona? Básicamente, debido a las malas condiciones en que se encontraba la fuerza expedicionaria chilena. Rafael Mellafe explica que habían problemas de abastecimiento, pues, increíblemente, en las alturas de la sierra, la tropa estaba aislada y no contaba con lo mínimo: ropa, botas, municiones, medicinas, entre otros elementos.
“El calzado y el uniforme estaban en pésimas condiciones -relata el subteniente Arturo Benavides Santos en sus memorias Seis años de vacaciones (Legatum editores, 2014)-. Se dijo que habían mandado botas desde Lima y como no llegaban se había corrido el rumor, no sé con qué fundamento, de que el enemigo las había tomado”.
Además del malestar producido por la altura (el “soroche”, o “puna”), el difícil desplazamiento entre angostos desfiladeros y el frío inclemente en la noche, otro rival silencioso perseguía a las tropas chilenas: las enfermedades. Esto debido a las condiciones del clima con que se encontraron. “El soldado chileno venía del centro sur del país, donde las condiciones medio ambientales son muy distintas a las de la sierra peruana”, explica Mellafe.
Las enfermedades que estaban haciendo estragos en la expedición comandada por Del Canto eran el tifus -de hecho en Concepción había soldados contagiados-, la terciana (o malaria), “y en menor medida la ‘verruga’ –indica Mellafe–, que es un bicho que se introduce debajo de la piel y pone sus huevos. El problema es que cuando maduran salen rompiendo la piel y carne”.
La carta que no existió
Con sus soldados distribuidos, Carrera Pinto ordenó cerrar los cuatro accesos de la Plaza de Armas de Concepción y hacer desde ahí la resistencia. Cada uno tenía solo 100 balas, por lo que debían cuidar con celo la eficacia de los tiros.
En rigor, el lugar era una explanada, lo cual desmiente algunas versiones sobre el hecho. “Algunos novelistas han insistido en que los cuerpos de los soldados chilenos colgaban de los árboles después del combate en esa localidad”, señala Rafael Mellafe. Ahí se ubicaban también la mencionada iglesia y el edificio que ocupaban como cuartel general.
Según la versión más conocida popularmente del combate, y que se basa en lo afirmado por el historiador chileno Francisco Machuca, (en su libro Las cuatro campañas de la guerra del Pacífico, vol. 4), antes de que se iniciarse el fuego, el coronel Juan Gastó le habría hecho llegar una carta a Ignacio Carrera Pinto intimándole rendición.
Carrera Pinto, habría respondido negándose. “En la capital de Chile y en uno de sus principales paseos públicos existe inmortalizada en bronce la estatua del prócer de nuestra independencia, el general José Miguel Carrera, cuya misma sangre corre por mis venas, por cuya razón comprenderá usted que ni como chileno ni como descendiente de aquél deben intimidarme ni el número de sus tropas ni las amenazas de rigor. Dios guarde a usted”.
Sin embargo, para Rafael Mellafe, esta supuesta carta no existió jamás. “La verdad es que a mí me suena más a mito que otra cosa. Si fuese cierta, ¿por qué ningún peruano la cita?. Ni Cáceres ni Salazar”.
Este último nombre, el del comandante peruano Ambrosio Salazar, es relevante, pues se encontraba presente en el combate. Tampoco citan la carta de Gastó -y la respuesta de Carrera- los partes oficiales chilenos, del comandante Marcial Pinto Agüero y del coronel Del Canto.
El nieto de un prócer
La anécdota la relata el historiador Nicanor Molinare en su libro La batalla de La Concepción. Supuestamente, antes de la guerra, Ignacio José Carrera Pinto estaba paseando por la Alameda junto a un amigo, Arturo Salcedo. Mientras conversaban sobre los avatares de la vida y lo que le ocurría a cada uno, de repente, pasaron frente a la estatua de José Miguel Carrera.
Ahí, Carrera Pinto se detuvo. Su acompañante hizo lo mismo. Mientras ambos miraban el bronce que inmortalizó al héroe de la independencia de Chile, Ignacio le habría dicho a su amigo: “Mira Arturo, te juro que antes de mucho, en poco tiempo más habré muerto y el mármol eternizará mi nombre, ¡porque habré muerto por Chile!”.
Ignacio Carrera Pinto era hijo de José Miguel Carrera Fontecilla y Emilia Pinto Benavente, por lo que era nieto directo del prócer de la independencia, José Miguel Carrera Verdugo. Además, por parte de su madre era sobrino del Presidente Aníbal Pinto Garmendia, aunque en rigor, Pinto ya había dejado el poder en 1881, y en plena guerra se celebraron elecciones, las cuales dieron por ganador a Domingo Santa María.
Como se puede observar, Carrera Pinto pertenecía a la alta aristocracia chilena, con vínculos directos con el poder. Perfectamente pudo haberse quedado en Chile, aprovechando su acomodada situación. Pero las cosas se dieron de otro modo.
“Quedó huérfano a temprana edad y debió batírselas solo -cuenta Rafael Mellafe-. Tuvo varios empleos y emprendimientos, uno de los más desconocidos fue trasladar ganado desde Mendoza a Chile. También fue empleado público, pero aparentemente no tuvo buenos logros”.
Cuando se inició la guerra del Pacífico, tras la toma de Antofagasta en febrero de 1879, acaso tirado por la sangre heroica que corría por sus venas, Carrera Pinto decidió enrolarse en el ejército para pelear en el conflicto contra Perú y Bolivia.
Primero estuvo en el regimiento “Esmeralda”, “pero al ser este el batallón de los pijes, no lo hacían entrar mucho en combate, salvo en las batallas de Tacna y Chorrillos”, cuenta Mellafe.
Frustrado por querer más participación en las acciones bélicas, Carrera Pinto pidió su traslado. Se le concedió, y fue a parar al 6° regimiento de Línea, “Chacabuco”. Así, al mando de una de sus compañías es que llegó a la sierra peruana.
Al momento de la batalla en Concepción, el teniente Ignacio Carrera Pinto tenía 34 años. Recién había sido ascendido a capitán, pero nunca se enteró. Los documentos con su nombramiento no llegaron.
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Los 77 soldados de la 4º compañía del “Chacabuco” comenzaron a resistir el ataque atrincherados en la plaza. Con lo que pudieron: maderos, fierros, escombros, piedras, armaron unas improvisadas barricadas, pero pronto se hizo evidente que su situación sería insostenible ante la abrumadora superioridad numérica del rival. Las bajas chilenas ya eran numerosas, así que cerca de las 18 horas, Carrera Pinto ordenó el repliegue hacia el cuartel, el mencionado edificio parroquial.
Desde el interior de la construcción, los chilenos siguieron defendiéndose como pudieron, utilizando sus fusiles y bayonetas. Sin embargo, no se imaginaban que lo peor estaba por venir.
El comandante peruano Ambrosio Salazar, a cargo de las monteras indígenas, ordenó incendiar con kerosene el techo de la casa que hacía de base para los chilenos.
“Opté por esta medida para obligarlos a rendirse o salir de allí para batirse a cuerpo libre; no conseguí mi objeto: los enemigos no cesaron de dirigirnos sus proyectiles por las numerosas ventanas del edificio”, cuenta el mismo Salazar en su parte oficial de batalla.
El combate siguió desarrollándose toda la noche. Y ocurrió otro hecho increíble. Junto con los soldados, se encontraban dos mujeres chilenas, que acompañaban a la tropa. Una de ellas embarazada, según constata Gonzalo Bulnes, y dio a luz una criatura en medio de la masacre y la oscuridad profunda de la sierra peruana.
El brujo de Los Andes
Una partida de soldados chilenos llega a un caserío perdido en las serranías andinas. Piden a los pobladores algunos alimentos y refrescos para reponer fuerzas antes de seguir su camino. Una campesina les ofrece algo de beber. Para disipar la desconfianza de las tropas, la mujer toma la iniciativa. “Bebió primero el refresco envenenado que luego le sirvió a un grupo de soldados, muriendo todos a los pocos minutos”, detalla Daniel Parodi.
Episodios como este detallan la resistencia fiera a la ocupación chilena de los pobladores de la sierra, en gran parte indígenas. Simplemente estaban hartos de los “cupos” o contribuciones forzosas de alimentos y especies impuestas por las tropas, y peor aún, los saqueos y fusilamientos a los guerrilleros -y a civiles- sorprendidos en acciones de sabotaje.
Ya se dijo que al encontrarse lejos de Lima, las tropas chilenas no contaban con abastecimiento suficiente en ropa y alimentos. Ello los obligó a buscar provisiones en los pequeños pueblos situados entre los recovecos de valles y montañas andinas.
“La tropa enviada a la sierra tenía que sostenerse sobre el terreno, es decir, la mantención de la misma se hacía cobrando cupos para alimentación -explica Rafael Mellafe-. Si alguien no entregaba lo requerido se procedía a arrebatárselo. En algunos casos, sobre todo en la expedición de Ambrosio Letelier se cometieron abusos en ese aspecto. Pero en general los habitantes de la sierra debían mantener a las fuerzas chilenas”.
Por ello, los campesinos se organizaron en partidas lideradas por capataces de haciendas, caudillos locales, e incluso sacerdotes, a fin de resistir. La guerra, que hasta 1882 se peleó en el sur del país o en Lima, había llegado hasta las alturas de los Andes. “Se dedicaron al sabotaje y hostigamiento constante de las expediciones de Letelier y Del Canto -explica Daniel Parodi-. Ya sea a través de las célebres galgas, que eran enormes piedras lanzadas desde lo alto de las quebradas, a atacar por sorpresa las avanzadillas o a los soldados rezagados, obstaculizar su camino volando algún puente”.
“La resistencia en la sierra peruana fue feroz. La guerra tocó las puertas de los habitantes de esa zona y se defendieron como lo hacían sus ancestros incas -explica Rafael Mellafe-. Por esa razón vemos tantos relatos de decapitación a soldados chilenos y empalamiento de las cabezas como también descuartizamientos de los cuerpos luego de los combates”.
Pero en el siglo XIX la guerra era un asunto de caballeros. Los guerrilleros, al no ser tropas regulares, no entraban en las leyes internacionales sobre beligerancia. Por ello, apenas capturados, eran fusilados sin miramientos por parte del ejército. Y así pasaron por el paredón, hombres, mujeres y hasta sacerdotes, como ocurrió en el poblado de Huaripampa en que el cura local, Buenaventura Mendoza, organizó la resistencia.
“Los integrantes de las montoneras eran considerados apátridas, es decir no luchaban bajo una bandera sino que para ellos mismo o siguiendo a un caudillo, por tanto las leyes de la guerra de la época no penaban el acto de fusilar a aquellos -explica Mellafe-. Sin embargo, esta práctica no fue habitual, solo se utilizó en algunos casos durante la expedición Del Canto en la sierra, pero si fue masivo luego de la batalla de Huamachuco (10 de julio de 1883) donde la orden entregada por Lynch a Gorostiaga era ‘no tomar prisioneros’”.
El ambiente caldeado en la sierra fue aprovechado por el general Andrés Avelino Cáceres. Oculto entre las montañas, organizó un ejército con los restos de las tropas que habían defendido Lima y los reclutas que rápidamente engrosaron sus filas, especialmente tras sufrir los abusos cometidos por la soldadesca chilena.
Cáceres -según la descripción del historiador Jorge Basadre- era un hombre alto, carismático y con una cicatriz en el párpado derecho. Había participado en la victoria peruana en Tarapacá, en la derrota de Tacna y en la defensa de Lima -donde sugirió atacar a la desbandada y ebria tropa chilena tras la batalla de Chorrillos, pero el dictador Nicolás de Piérola no le hizo caso-. Era astuto y rápido para entender lo que sucedía en el campo de batalla.
Por su dominio del territorio y lo sorpresivo de los ataques de las montoneras, las tropas chilenas le apodaron de una forma particular: el “brujo de Los Andes”.
“Con el correr del tiempo y después de la guerra se va creando esta ‘aura’ de que Cáceres podía estar en dos sitios al mismo tiempo, que escuchaba los planes chilenos escondido debajo de la mesa donde comían los altos oficiales o usaba chalecos antibalas y por eso no le hacían daño los proyectiles chilenos”, comenta Rafael Mellafe.
Por su lado, Parodi explica el apodo con una historia breve. “Dos regimientos lo perseguían en la cordillera, uno por el norte y el otro por el sur. Se encontraron los regimientos pero Cáceres había desaparecido ¿qué pasó? Hizo lo imposible, atravesó la cordillera blanca -cumbres nevadas- para evitar ser atrapado y descendió por la vertiente oriental de la cordillera perdiendo muchos de sus hombres en esa maniobra evasiva. Así era Cáceres.”.
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Hablándoles en su lengua, el quechua, Cáceres rápidamente ganó el favor de los indígenas y los involucró en su plan de resistencia. “Él es mestizo, ayacuchano, hijo de hacendados, se crió entre peones y campesinos que hablaban el quechua -explica Daniel Parodi-. Él mismo lo hablaba, de allí el apelativo cariñoso ‘el taita Cáceres’”.
Los aborígenes no eran cualquier aliado. En la zona del valle del Mantaro, las comunidades gozaban de cierta semiautonomía, a diferencia de otras zonas del Perú. “Eran poderosas en esa región pues le disputaban palmo a palmo el poder a las haciendas”, explica Daniel Parodi. Los estudios de Nelson Manrique detallan que estas tenían “un estatuto de privilegio por su apoyo a los españoles en la derrota de los Incas en tiempos de la conquista, por eso se mantuvieron semi independientes en tiempos coloniales y republicanos. Imagínate hasta donde llegamos”, resume Parodi.
Es decir, en Concepción y en otros lugares de la sierra, los chilenos se vieron acosados por guerrillas de sujetos con siglos de experiencia de autogobierno, enrabiados por los abusos y las requisas de alimentos. Y además liderados por un experimentado jefe militar.
Hasta entonces, los indígenas del Perú habían participado en la guerra como reclutas forzados acompañando a sus patrones o como sirvientes y camilleros -obligados- en el ejército chileno. “En la defensa de Lima, los hacendados de las plantaciones cercanas llegaron a la capital trayendo a ‘sus indígenas’ para sumarlos a la defensa de la capital, toda vez que el ejército regular había sido destrozado en Tacna el 26 de mayo de 1880”, cuenta Parodi.
Con su rol en la resistencia, de alguna forma Cáceres llevó a los indígenas a una figuración que no habían conseguido. “La imagen es el reflejo de una sociedad que, cincuenta años después de la independencia no había dejado de ser colonial -explica Parodi-. Paradójicamente, con Cáceres y la resistencia indígena del centro, la peruanidad se traslada y brota del sector que había sido excluido de la misma por el proyecto nacional oficial”.
“Cáceres es en el plano militar, lo que José María Arguedas en el literario -remata Parodi-. Un hombre de los dos Perú: el criollo y el andino”.
Juventud, divino tesoro
Hacia la madrugada, el fragor del combate en Concepción seguía sin bajar, pero cada vez aumentaban los caídos en las maltrechas filas chilenas. Como aún había resistencia, hacia las 7 de la mañana del 10 de julio, los jefes peruanos optaron por una idea para definir la lucha cuanto antes: hacer forados en las paredes del “cuartel” chileno con el fin de entrar en gran número y aniquilar ahí a los invasores.
Una vez logrado, sencillamente se produjo una masacre. “Se dice que cuando el enemigo entró al cuartel, la porfía y encarnizamiento de la defensa fue horrible; dando por resultado la muerte de toda la guarnición, sin que quisiesen [sic] rendirse por nada, a pesar de que se les gritaba que lo hicieran y que nada se les haría”, indica en su parte oficial el comandante Pinto Agüero.
En el parte de Ambrosio Salazar, el líder de los guerrilleros, el final es el mismo, pero con una salvedad. “El capitán Carrera Pinto, subteniente Cruz y 9 soldados sacados de trinchera, fueron fusilados en la plaza; los subtenientes Pérez Canto y Montt sucumbieron en el fragor de la lucha dentro de aquella”.
Simplemente, no quedó ningún chileno vivo, incluso las dos mujeres -y el bebé recién nacido- también perecieron. Por eso no hubo testigos nacionales de la batalla y las relaciones posteriores se construyeron a través de testimonios recogidos en el lugar.
La zaña de los vencedores, sobre todo los sufridos indígenas, fue expresada de manera feroz con la mutilación de los cuerpos. De alguna forma, se tomaban revancha por los abusos que habían tenido que pasar.
“Los cadáveres de todos los chilenos fueron despojados de sus ropas y mutilados por los indios, dejados botados sin orejas”, cuenta Gonzalo Bulnes. Además, los aborígenes les dejaron el pecho abierto a los muertos. Como si fueran animales expuestos en el mercado.
Carrera Pinto falleció junto a sus tres oficiales, todos subtenientes jóvenes. “Julio Montt Salamanca tenía 20 años; Arturo Pérez Canto, 17 años, y Luis Cruz Martínez, 17”, señala Rafael Mellafe. Ninguno era mayor de edad legalmente, pues la Constitución de 1833 establecía que eso se alcanzaba a los 21 años (para hombres casados; 25 en el caso de los solteros).
“En términos físicos eran adolescentes o bien saliendo de esa etapa, en términos de madurez creo que eran muchísimo más maduros que hoy día a la misma edad”, señala Mellafe.
Pese a la llamativa juventud de los oficiales, el enrolamiento de muchachos, y a veces niños, en el ejército no era una cosa tan inhabitual. “Hay que tener en cuenta que para la época la esperanza de vida de los nacidos vivos era de 25 años para los hombres y 27 para las mujeres (censo de 1885) -explica Rafael Mellafe-, por tanto a los 18 ya eras considerado un hombre”.
Además, en muchos casos los jóvenes no solo eran útiles para tomar un fusil, sino que para ser formados para el mando porque cumplían con un requisito esencial. “Solo el 22% de la población sabía leer y escribir y para ser oficial necesitabas obligatoriamente saber hacerlo. Por eso es que cuando se enrolaban los alumnos de los últimos años de colegios eran rápidamente incorporados como suboficiales, para ascender a oficiales en el corto plazo”, agrega Mellafe.
Así, los casos de Montt, Pérez Canto y Cruz Martínez no fueron los únicos que saltaron directo desde las salas de clases a los campos de batalla. Rafael Mellafe agrega el ejemplo de Arturo Benavides Santos, quien ingresó como cabo al regimiento Lautaro con 15 años.
Otros casos fueron los del trompeta de la “Esmeralda”, Gaspar Cabrales, quien participó del combate naval de Iquique con 15 años, o el grumete Juan Bravo, a bordo de la “Covadonga”, con 14 años al momento del combate de Punta Gruesa.
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Hacia las 11 de la mañana del 10 de julio, como parte de la avanzada de la tropa del coronel Del Canto, que se aproximaba al pueblo de Concepción, el subteniente Arturo Benavides Santos esperaba que saliera alguien de la 4º compañía del “Chacabuco” a recibirlo. Sin embargo, se extrañó de que nadie llegara.
Al aproximarse al terreno de la plaza, contempló el espectáculo horrible que ahí había sucedido. Un montón de cadáveres mutilados y desnudos, además de los escombros aún humeantes del cuartel debido al incendio. Benavides decidió no hacer nada y esperar al resto del contingente, con el coronel Del Canto incluido.
La batalla prácticamente concluyó cerca de las 9 de la mañana del lunes 10 de julio. Es decir, solo dos horas antes de la llegada de la división completa del coronel Del Canto, camino a retirarse hacia Lima. Con un día de retraso, debido al mencionado ataque de Cáceres en Marcavalle y Pucará.
Del Canto quedó impactado cuando vio lo que había acontecido, aunque algo llamó su atención: vio flamear la bandera chilena del cuartel que ocupaba la compañía del “Chacabuco”.
“Se comprende la precipitación con que el enemigo debe haber emprendido la fuga, que no tuvo tiempo para apoderarse de la bandera que flameaba aún en la puerta del cuartel, y que viéndola yo desde la casa en que desmonté ordené a mis ayudantes Bisinvinger y Larenas que me la fueran a traer”, relata el mismo Del Canto en una relación posterior.
Con los cuerpos aún tibios de los fallecidos, el comandante Pinto Agüero ordenó a los cirujanos del ejército extraer los corazones de los cuatro oficiales: Carrera Pinto, Montt, Pérez Canto y Cruz Martínez, y guardarlos en un frasco con alcohol, con el fin de conservarlos y tener un recuerdo de ellos. Prestos, los galenos cumplieron rápidamente con el encargo.
Luego, Del Canto ordenó que trasladaran los cadáveres de sus compañeros a la Iglesia contigua al cuartel. Cumplida esa tarea, mandó prenderle fuego, para que las llamas de alguna forma les dieran el descanso a los restos mortales de los efectivos chilenos.
Mientras observaba cómo las roñosas estructuras de la antiquísima iglesia iban quemándose de manera lenta e irreversible, el coronel chileno, aún sorprendido y enrabiado por el resultado de la matanza que había presenciado, decidió que no iba a dejar que las cosas quedaran simplemente así. A modo de castigo, ordenó que sus hombres incendiaran completamente el poblado.
Posteriormente, el pueblo volvió lentamente a reconstruirse, incluida la iglesia, aunque con modificaciones. “La iglesia original tenía solo una torre de campanario, pero en muchos cuadros posteriores la pintan con dos. Esto se debe a que la iglesia actual, que fue construida sobre la antigua, tiene dos torres”, cuenta Mellafe.
Actualmente, el pueblo de Concepción es la capital del departamento del mismo nombre, en el distrito de Junín. Posee una canción propia, una especie de Marsellesa andina (“Himno de Concepción”) y hasta una bandera, de color celeste. El combate de 1882, aún se recuerda con un monumento. Se trata de una fecha que, junto a los triunfos en Pucará y Marcavalle, es conocida a nivel popular en el país vecino. “Junto a la batalla de Tarapacá, son las únicas victorias obtenidas por el Perú en la Guerra del Pacífico, más allá de otras menores que pudiesen haber librado guerrillas o montoneras de resistencia”, explica Parodi.
En Santiago, una escultura ubicada en el bandejón central de la Alameda, recuerda a los caídos. Se trata de una obra fundida en bronce por Rebeca Matte, la primera escultora nacional, la que representa a figuras con una expresión dramática, dolorosa, como solía imprimir la artista. Se inauguró en 1922. De alguna forma, se había cumplido el anhelo de Carrera Pinto de ser recordado en la carne metálica de un monumento.
Tras la guerra, Cáceres ganó la presidencia del Perú en dos oportunidades. En el poder, tuvo que ocuparse de someter a las guerrillas indígenas que él mismo había estimulado. “Se convirtieron en un movimiento social en contra de los hacendados de la zona central y Cáceres debió reestablecer el orden”, explica Daniel Parodi. “Debe considerarse que él era un caudillo militar y después Presidente, y no un dirigente de los campesinos. Su apelación a las comunidades durante la guerra fue en el marco de la resistencia a Chile”.
Sobre el combate, y en particular sobre cómo la Guerra del Pacífico afectó la vida de miles de personas, Daniel Parodi se permite una reflexión. “Peruanos y chilenos debemos honrar a nuestros héroes como primer paso para el acercamiento, siempre he señalado que si nos ponemos a discutir las causas de la guerra no nos vamos a poner de acuerdo. Aquellos hombres de la Concepción estuvieron allí, tan lejos de casa, de la familia, del hogar, porque acudieron al llamado de la patria”.
“La guerra para Chile, es la guerra de los hijos que se van a pelear muy lejos, es la guerra de la angustia de la madre que no sabe si su hijo volverá algún día -agrega Parodi-. Y nadie llegó, ni murió más lejos, ni en la mayor soledad, ni en mayor inferioridad de condiciones que los 77 chilenos de la Concepción por eso quiero sumarme al recuerdo de su memoria, respetuosamente, en este día”.