La obra de Arthur Machen puede leerse como una respuesta oblicua ante el avance de la racionalidad positivista de fin del siglo XIX. Hijo de un clérigo anglicano, desde niño pobló su imaginación de seres inexistentes, la misma que, alimentada más tarde por la frecuentación de las herencias céltica y romana medievales de su tierra natal, además de por una honda devoción ocultista, daría lugar a una obra que hace de la postulación de un mundo arcaico agazapado detrás de un velo su centro irradiador. Insigne precursor del relato de terror moderno, Machen depuró el género de la parafernalia gótica; en lugar del consabido castillo y el contraste de iluminaciones, cultivó seres atávicos en los parajes agrestes de su infancia y fraguó la atmósfera para la progresiva develación de la duplicidad del mundo.
Aunque no es la más representativa de su obra, El terror, publicada en 1917, destaca por su aproximación gradual y las variantes de focalización; y sobre todo, por el relato indirecto de los efectos ominosos. ¿El argumento? Durante la Primera Guerra Mundial, la apacible vida de un pueblo galés se ve trastocada por una serie de eventos inexplicables: desapariciones y muertes sin motivación ni conexión aparente. Debido al conflicto bélico, la censura impuesta a la prensa oculta estos sucesos; pero si el silencio logra evitar una escalada de pánico generalizado por la posible invasión del enemigo, lo hace a costa de agitar temores, suspicacias de salón y fantasmas en forma de hipótesis, entre las cuales destaca la de los alemanes al acecho como presencias furtivas. El clima se enrarece paulatinamente por cuanto no sólo se trata de posibles crímenes, sino de algo más inasible: árboles que de pronto están donde no deberían y que se encienden con luz propia, aullidos que desgarran la tranquilidad nocturna y el insólito comportamiento de insectos y animales. De todo ello tenemos apenas versiones y rumores, en ningún caso se nos ofrece un testimonio directo, lo que no resta un ápice de la creciente expectación. Será el narrador quien procure unificar los retazos de la historia y dar una explicación que no deja de resultar poco convincente, en tanto ensaya una nueva conjetura.
Como en otras obras de Machen, el resquebrajamiento de lo real se produce por la resurrección de un saber acallado bajo los cimientos de la civilización, un saber inmanente que denuncia la realidad como mera chapuza de los sentidos. La degradación que acarrea el progreso civilizatorio, la claudicación que encarna la guerra, representan el olvido de una parte constituyente de la existencia. Precisamente en la puja entre la estela de un pasado glorioso y las ruinas de un presente decadente se asientan tanto la ficción como la vida de Machen. Para decirlo con una fórmula: el elemento fantástico se imbrica en el componente moral. Y no deja de resultar sintomático que el temor en el relato sea producido, no por la aparición de un fantasma, sino por la abertura del tejido de lo real.
Borges dijo de Machen que “[c]asi nunca escribió para el asombro ajeno; lo hizo porque se sabía habitante de un mundo extraño”. En efecto, no sólo ejercitó la imaginación razonada; forjó también palmarias intuiciones en torno a su credo, la búsqueda del éxtasis. En otras palabras, creía en lo que hacía. No por nada perteneció a una sociedad ocultista ilustre en su tiempo. Hacia el final de su vida obtuvo el reconocimiento de la crítica, lo que le permitió paliar su difícil situación económica y librarse así de vivir en un asilo. Terminó sus últimos años en una casita de Buckinghamshire; murió en 1947, a los ochenta años.
Arthur Machen, El terror, traducción de Pablo Bagnato.
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