Andrew Jackson: el presidente genocida y populista cuyas políticas exterminaron a miles de indios

El hombre que odiaba a los indios

Desde que viniera al mundo en 1767, Andrew Jackson (hijo de inmigrantes irlandeses) destacó por su altanería. Así lo demostró allá por la década de los ochenta cuando -con 13 años y tras unirse a la milicia que combatía contra Gran Bretaña-, fue capturado por los ingleses.

Según se cuenta, un oficial británico se le acercó y le ordenó que le limpiara los zapatos, a lo que el futuro presidentes respondió de la siguiente forma: «Señor, soy un prisionero de guerra y exijo ser tratado como tal». Sus palabras le valieron unas cuantas cicatrices, pero también demostraron que -como Trump– este joven tenía ya un alto concepto de sí mismo.

Durante toda su juventud se destacó como una persona con un terrible temperamento y que siempre andaba buscando pelea. Con todo, el paso de los años le hizo sentar la cabeza y licenciarse en leyes. No se le deberían dar mal, pues en 1796 participó en la redacción de la Constitución de Tennessee, fue nombrado congresista y, apenas dos años después, inició una carrera fulgurante como juez del Tribunal Supremo de Carolina del Sur. Sin embargo, Jackson no es recordado a día de hoy por sus andanzas con la toga, sino por su faceta militar, la cual empezó a cultivar en 1802 cuando empezó su nueva labor como capitán general de las milicias de Tennessee.

Su vida transcurrió relativamente tranquila hasta el año 1812, cuando -tras reunir un ejército de 50.000 hombres- recibió el encargo de combatir a la tribu de los indios creeks, los cuales se habían aliado con los ingleses con el objetivo de expulsar a los estadounidenses de sus tierras.

Fue en esos años cuando nuestro Andrew cultivó a fuego lento su racismo y su odio hacia los nativos, a los que «cazaba» con sus soldados independientemente de que fueran hombres, mujeres o niños. Para él no eran personas, sino «perros salvajes», como solía afirmar. De hecho, durante su vida alardeó de haber «conservado siempre el cuchillo de escalpar a aquellos [indios] a los que había matado».

Durante el transcurso de aquella campaña, Jackson supervisó como general el asesinato (o más bien la masacre) de más de 800 indios creeks de todas las edades y ambos sexos. Cuerpos que luego fueron mutilados y a los que se les cortó la nariz con el objetivo de tener una prueba de su fallecimiento.

Todo ello, por cierto, acompañado de su desollamiento. Y es que, Jackson era partidario también de cortar largas tiras de piel de los nativos con el objetivo de fabricar macabras bridas para los caballos. Así se fraguó su aversión a los indios. Un carácter que, posteriormente, le haría decir cosas como que «toda la Nación Cherokee debería ser exterminada» y afirmar que lo mejor era acabar con las mujeres indias para que no se reprodujeran.

Campaña populista

Con los años, su racismo fue creciendo a la par que su fortuna y su reputación militar (no en vano logró grandes victorias para el ejército americano como la de Horseshoe Bend). También ganó cierta popularidad combatiendo contra los españoles (el otro pueblo al que más odiaba después de los indios) y, posteriormente, contra los indios seminolas en La Florida.

Aquellas contiendas le hicieron ser considerado un héroe militar para el pueblo norteamericano, algo que aprovechó para presentarse a las elecciones en 1824. No le fue mal, pero la igualdad de los resultados y el que sus dos enemigos políticos se asociaran contra él, le hicieron perder el puesto.

Cuatro años después, Jackson volvió a la carga. Esta vez, en las elecciones de 1828. Aquel año, los Estados Unidos vivieron una de las campañas electores más sucias y barriobajeras de la historia de la democracia. Y es que, tanto nuestro protagonista como su contrincante (John Quincy Adams) utilizaron todo tipo de ataques contra su contrario para tratar de descalificarle. El militar y jerifalte dijo de su contrincante que era un «violador del día del reposo» por viajar en domingo, que era un alcohólico y que usaba fondos públicos para comprar «muebles de juego» para su propia casa. Todo mentira.

Por su parte, Quincy tampoco se mordió la lengua y dijo de Jackson que era un «hombre crudo e ignorante»; llamó a su mujer bígama afirmando que había contraído matrimonio con él sin haberse divorciado (algo que era mentira); y acusó a su madre de conducta inmoral. Dicen que el militar, frio como un témpano de hielo habitualmente, no pudo evitar romper a llorar cuando leyó la cantidad de calumnias que se estaban vertiendo sobre él.

Fuera como fuese, finalmente las elecciones se las llevó de calle nuestro protagonista, quien logró hacerse con el voto -curiosamente- del pueblo llano. De hecho, muchos le acusaron de populista.

Jackson tomó oficialmente el poder en 1829, y el recibimiento que le dio la población no pudo ser mejor. De hecho, el senador Daniel Webster (presente en el acto) vio como «el presidente del pueblo» -como le llamó- fue apretado y aplastado por sus eufóricos seguidores. «Nunca antes me ha tocado ver por aquí tanta multitud. Hay personas que han viajado 500 millas para ver al general Jackson y en verdad parecen convencidas de que el país ha sido rescatado de algún desastre», señalaba.

Con todo, el político también dejó constancia de que no sabía si Jackson iba a llevar a cabo las políticas racistas que había vociferado durante toda la campaña, o si por el contrario iba a dejarse asesorar por los más próximos a los nativos americanos. «Nadie sabe lo que va a hacer. Mi temor gana a mis esperanzas», determinó. Estaba en lo cierto, pues con el nuevo líder llegarían las deportaciones masivas y, en último término, las masacres de nativos americanos.

La situación con los indios

Cuando Jackson ascendió al poder la situación con los indios americanos era sumamente tensa. Apenas unos años antes, en 1815, el país comenzó a expandise hacia el oeste y se topó de bruces con las tribus de indios norteamericanos que habitaban el país desde hacía siglos. Aquellas tierras ocupadas despertaron los deseos de las colonias, las cuales iniciaron una serie de campañas para lograr que los emplumados viajasen más al oeste a cambio de todo de regalías económicas.

De hecho, ya durante el mandato de Jefferson (en el cargo entre 1801 y 1809) se había establecido que los únicos nativos que podrían quedarse al este del Mississippi serían aquellas que se «civilizaran» y pudieran convivir con el «hombre blanco». En base a ello, las que se habían mantenido en la región eran las tribus chicksaw, choctaw, creek, seminola y cheroqui. Estas, a cambio de mantener sus territorios, habían fijados sus asentamientos, labraban la tierra, dividían sus terrenos en propiedades privadas y habían adoptado la democracia. Algunas llegaron a hacerse cristianas (al menos en apariencia) para no ser expulsadas de la zona.

Deportaciones en masa

Poco duraron las dudas sobre las políticas que iba a esgrimir Jackson. En 1830, apenas un año después de tomar el poder, decidió solucionar el problema indio por las bravas. Esto es, creando una ley para deportarlos todavía más al oeste. «Ese año se aprobó la Ley del Traslado Forzoso de 1830, que obligaba a los indios a trasladarse a tierras al oeste del Mississippi y facultaba al presidente de los Estados Unidos a actuar contra todos los que se encontraran al este de dicho río», explica el divulgador histórico Gregorio Doval en su obra « Breve historia de los indios norteamericanos».

Oficialmente, el político tomó esta decisión por la necesidad de tierras en las que producir algodón y por «seguridad nacional» (evitar conflictos entre indios y estadounidenses). Sin embargo, expertos como Doval son partidarios de que, además de estas dos causas y de su propio racismo, Jackson también buscaba crear una barrera humana entre los Estados Unidos y las regiones bajo dominio de otras potencias trasatlánticas. «Con ellos, Jackson no solo perseguía vaciar de conflictos indios los territorios colonizados al oeste del Mississippi, sino también crear un cinturón de seguridad ante la amenaza ritánica y española que seguía instalada en amplios territorios estadounidenses».

Independientemente de la causa, en la práctica se instó a decenas de miles de indios a abandonar las casas en las que vivían (sus tierras desde hacía siglos) para partir hacia territorios «reservados» (o «reservas»).

«Se estima que, como resultado de esta política, unos 100.000 indios fueron trasladados al Oeste, la mayoría de ellos durante la década de 1830. Fue entonces cuando se empezó a hablar del “Territorio Indio”, un hipotético enclave a determinar donde los pueblos indios tendrían un hábitat asegurado “para siempre”», explica Doval. Esa era, al menos, la teoría. En la práctica, por el contrario, serían expulsados también de aquellas zonas con el paso de los años.

A nivel oficial, Jackson afirmaba que los nativos tenían la posibilidad de negarse a este «realojamiento» (una palabra, por cierto, usada posteriormente por los nazis con un sentido similar -el de campos de concentración-) y mantener su vivienda en territorio estadounidense. Sin embargo, la realidad fue que el gobierno (a la cabeza del cual se encontraba el presidente) ejerció una presión brutal sobre los jefes tribales para que se marcharan. Además, dejaban claro que, ante la negativa, usarían la fuerza. Así es como se hizo válido el lema que muchos atribuyen al político (aunque se procedencia es discutida): «El mejor indio es el indio muerto».

Nuevas elecciones y nuevas guerras

Con el paso de los años fueron muchas las tribus que esperaron a que las elecciones de 1832 trajeran nuevos vientos políticos. Al fin y al cabo… ¿Eran los hombres blancos tan racistas como para reelegir a Jackson? Parecía imposible. Sin embargo, así fue. A partir de ese momento multitud de jefes se armaron para defender sus territorios y aquellos que ya se habían declarado en guerra contra los Estados Unidos recrudecieron sus campañas para lograr mantener las tierras que, por tradición, les pertenecían.

Una de las contiendas más crudas de esta época fue la que enfrentó al gobierno de los Estados Unidos contra el jefe «Halcón negro». El líder de las tribus sauk y fox. Este, tras emigrar hacia el oeste del Mississippi, decidió volver a la región que le había visto nacer debido a que en la nueva zona que le habían asignado su pueblo se moría de hambre. Algo, por descontado, que no estaban dispuestos a permitir los norteamericanos.

Sonaron tambores de guerra, y en principio no les fue mal a los hombres de «Halcón negro», quienes lograron acabar con varios destacamentos de soldados. Sin embargo, su suerte se terminó acabando. «Cuando por fin una fuerza de mil trescientos soldados logró vencer a la pequeña tropa de “Halcón negro” en el mes de agosto, los indios trataron de rendirse. No se le dio descanso a las tribus, y los milicianos procedieron a masacrar a hombres mujeres y niños», explica William J. Bennett en su obra «América, la última esperanza».

El líder nativo fue capturado, y posteriormente Jackson se reunió con él. «Se ha comportado usted muy mal al levantar los tomahawk contra los blancos, y al matar hombres, mujeres y niños en la frontera», le dijo. Para desgracia de «Halcón negro», su castigo no se quedó en esa reprimenda, sino que el presidente ordenó que se le llevase por medio continente como un trofeo de guerra para demostrar que nadie se podía resistir al poder del ejército de los Estados Unidos. El nativo falleció en 1838, poco después de que comenzara aquel circo.

El sendero de los 4.000 muertos

Además de las guerras y las matanzas, si por algo será recordado Jackson es porque sus políticas provocaron la muerte de más de 4.000 indios cherokees en el denominado «Sendero de lágrimas». Para hallar el origen de este suceso es necesario remontarse hasta el año 1830 y al momento en el que se aprobó la ley de deportación fomentada por el presidente. Para entonces, la tribu cherokee no vivía sus mejores momentos. Y es que, después de que se encontrara oro en sus territorios, miles de hombres blancos invadieron sus territorios deseosos de hacerse ricos.

A pesar de ello, la tribu se negó a marcharse (al menos parte de ella). Y de nada sirvieron las maniobras políticas motivadas por Jackson, quien trató (y de hecho consiguió) dividir a sus líderes en un intento de que abandonasen la región y se dirigiesen a las reservas ubicadas al oeste del Mississippi. Con todo, el presidente tenía de su lado el tiempo. Así pues, cuando en 1838 se terminó el plazo de espera que se había establecido para que los cherokees abandonaran aquellas tierras, se llamó al ejército para que expulsara a los pieles rojas de sus viviendas.

Oficialmente lo hizo el siguiente presidente de los Estados Unidos (pues Jackson no se encontraba en el poder), pero lo llevó a cabo basándose en la ley y los pilares puestos por su antecesor.

«A medida que la fecha tope para el traslado voluntario del 23 de mayo de 1838 se aproximaba, el nuevo presidente Van Buren encargó al general Winfield Scott (1786-1866) que preparara la operación de traslado a la fuerza. Scott llegó a New Echota el 17 de mayo al Tennessee, Carolina del Norte y Alabama. Durante tres semanas, unos 17.000 cheroquis, además de aproximadamente unos 2.000 esclavos propiedad de los más ricos, fueron sacados a punta de pistola de sus casas y agrupados en campos, a menudo con lo puesto. Los soldados asaltaban las granjas y, a punta de bayoneta, conducían a las familias a las reservas», completa Doval.

Durante aquella marcha, los nativos recorrieron más de 1.300 kilómetros a pie hasta la reserva que se les había asignado. Un camino que, por las malas condiciones que se tuvieron que soportar, fue conocido como «Sendero de lágrimas». Hambre, frío, enfermedades… El ejército no tuvo piedad y a los militares solo les importó cumplir su misión.

«El número de personas fallecidas ha sido objeto de diferentes estimaciones. El gobierno federal hizo un recuento en su momento de 424 muertes; un doctor estadounidense que viajó con una partida calculó unos 2.000 fallecimientos en los campos y otros 2.000 en el tren; su total de 4.000 muertes permanece como la cifra más aceptada. Los cheroquis no dejaron de cantar “Amazing Grace” (“Gracia Increíble”) para levantar la moral. Se escribieron las letras en el idioma cheroqui y la canción se convirtió en una especie de himno nacional para el pueblo cheroqui», finaliza el experto.

Andrew Jackson

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