El prologado ocaso del Rey Sol

Luis XIV había hecho construir Versalles para mantener a la corte bajo su estrecho control. Sin embargo, cuando buscaba algo de paz con sus amigos más íntimos se refugiaba en el palacio de Marly, al que llamaba “el santuario de los santos” (actualmente nada queda de él).

Estando allí, el 10 de agosto de 1715, el rey consultó al Dr. Guy-Crescent Fagon por un dolor que había aparecido súbitamente en su pie derecho. En realidad, el médico era más conocido como botánico que como galeno, autor del Hortus Regius, catálogo en el que describía no menos de 400 especies de plantas. Fue justamente él quien puso en duda los supuestos beneficios del tabaco, que otros colegas promovían como panacea.

Fagon no le dio importancia al dolor y le administró a Luis una generosa dosis de opio. Sin embargo, el cirujano George Mareschal –entonces los galenos se dividían entre médicos, que tenían una formación en las artes de curar clásicas, y cirujanos, que se limitaban al estudio de los huesos y superficie muscular y, generalmente, desconocían las lenguas muertas– se mostró preocupado. Mareschal aconsejó prestar atención al problema, ya que había sido testigo de la muerte de Jean-Baptiste Lully, músico de la corte, fallecido a causa de una gangrena provocada por un golpe en un dedo del pie con su propio bastón de baile al marcar el ritmo de un ballet.

Mareschal demostró tener razón: pocos días más tarde encontró una mancha negra en el pie del monarca, para fastidio de Fagon y del propio Luis XIV, que veía acercarse el fin de un reinado iniciado 72 años antes.

La agonía duró 23 días. Acostumbrado a ser el centro de Francia, la nación se detuvo a ver el último espectáculo del Rey Sol, quien se mostró a la altura de las circunstancias, afrontando con gran coraje este  prolongado desenlace.

 El rey había vivido en público: todos sus actos eran presenciados por la corte, desde su despertar hasta la hora de acostarse, pasando por todas (o casi todas) sus actividades fisiológicas.

Ahora, literalmente, se pudría en público. Toda la corte percibía el hedor de su miembro gangrenado, a pesar de los litros de perfume que usaban para tapar los olores de los aristócratas poco afectos al baño.

Digno hasta el final y consciente de su misión, estaba dispuesto a agonizar en público. Entonces declaró: “Yo me marcho, pero el Estado vivirá siempre”. Había vivido entre los miembros de su corte y deseaba morir ante ellos: “Es justo que me vean acabar”, dijo.

El rey estaba acostumbrado a sobrellevar las enfermedades con dignidad: padeció viruela cuando niño, blenorragia en su juventud por sus excesos amatorios, gota en la edad adulta, paludismo en los últimos años y fiebre tifoidea que le hizo perder sus cabellos y lo obligó a usar una peluca que lució hasta sus últimos momentos.

Luis no tenía ninguno de sus dientes, a todos los había perdido. Es más durante extracción de una muela (práctica que se hacía sin anestesia), el cirujano había perforado al real  paladar, de modo que al beber, a veces el líquido le salía por la nariz. Y aun así, seguía siendo el Rey Sol.

Como sucede cada vez que agoniza un personaje célebre, apareció un charlatán que prometió curas milagrosas. Un tal  Brun, oriundo de Marsella, propuso un elixir a base de vino de Alicante. Luis, sin nada que perder, bebió el elixir. El efecto placebo obró su magia: el Rey Sol recobró algo de su antiguo brillo y hasta alentó esperanzas de una recuperación… que duraron apenas unos días.

Consciente de la cercanía del final, comenzaron los adioses. A su biznieto, destinado a convertirse en Luis XV, le dijo: “He amado demasiado la guerra; no me imites en eso, ni en los grandes gastos que he hecho”.

El pueblo francés sintió un alivio con la muerte del Rey Sol, pensando que cesaría la presión impositiva para financiar campañas militares. Pero el despilfarro continuó …

 Luis XIV exhaló su último aliento el 1 de septiembre de 1715, a as 8:23 de la mañana. En ese momento, el duque de Bouillon exclamó ante la multitud agolpada frente a Versalles: “El rey ha muerto, ¡viva el rey!”

Su cadáver fue embalsamado; cada parte tenía su destino en París: las entrañas, a Notre Dame; el corazón, a la iglesia jesuita de Saint-Antoine; el cuerpo, a Saint-Denis, acompañado por un cortejo de 2.500 personas y 800 caballos iluminados por velas.

Sin embargo, la muerte no suele ser el final sino el comienzo de otra historia: la de la profanación.

Las guerras y el despilfarro de los recursos continuaron, el pueblo se alzó contra la monarquía y se ensañó con quien había sido el monarca más poderoso de Francia. Su tumba se profanó. Allí los sans-cullote encontraron un cuerpo negro como la tinta. Sus huesos fueron a parar a una fosa común, donde se reencontró con todos sus ancestros Borbones. El cobre del ataúd terminó convertido en caldero.

Su corazón, triturado, se transformó en pigmento para convertirse en el bermellón de un cuadro de Martin Drolling, expuesto en Versalles al cumplirse tres siglos de la muerte de este monarca.

“Podemos hacer todo lo que queramos mientras vivamos; después seremos menos que los más humildes”, había dicho Luis en vida, como adivinando la suerte tenebrosa de su cadáver profanado por sus súbditos.

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