Dietrich Bonhoeffer: un teólogo en tiempos de oscuridad

Nació el 4 de febrero de 1906 en Breslau (entonces parte del Imperio Alemán, hoy Wrocław, Polonia), en el seno de una familia prusiana de la alta burguesía intelectual. Su padre, Karl Bonhoeffer, fue un renombrado psiquiatra y neurólogo, mientras que su madre, Paula von Hase, pianista formada en la tradición romántica, descendía de una línea de teólogos y músicos que incluía al predicador de la corte imperial Karl von Hase y a Klara von Hase, discípula de Clara Schumann y Franz Liszt. En ese ambiente, el pensamiento riguroso y la sensibilidad artística convivían naturalmente.

Cursó su educación secundaria en el Gymnasium de Grunewald junto a su hermano Klaus y Hans von Dohnanyi (hijo del compositor Ernő Dohnányi, quien luego se casaría con su hermana Christine y serían progenitores de Klaus von Dohnányi, futuro alcalde de Hamburgo, y del director de orquesta Christoph von Dohnányi). A los 17 años, Dietrich inició sus estudios de teología en la Universidad de Tubinga y, más tarde, los continuó en la Universidad de Berlín. A los 21, obtuvo su doctorado con honores summa cum laude, gracias a su tesis Sanctorum Communio, que el influyente teólogo Karl Barth consideró “un milagro teológico”.

En los años siguientes, Bonhoeffer ocupó un vicariato en la Iglesia Luterana de Barcelona y, de regreso en Alemania, presentó su tesis de habilitación (Akt und Sein) en 1930. Aún sin la edad suficiente para ser ordenado, viajó a Nueva York para estudiar en el Union Theological Seminary, donde entró en contacto con formas más prácticas y comprometidas de fe cristiana, en particular a través de la experiencia de la comunidad afroamericana de Harlem. El 11 de noviembre de 1931, con 25 años, fue ordenado pastor luterano.

Cuando Hitler accedió al poder en 1933, Bonhoeffer fue una de las primeras voces en oponerse públicamente al nazismo. Desde los púlpitos y la radio, advirtió sobre los peligros de un Estado que pretendía subordinar la Iglesia y despojarla de su capacidad profética. Fue una figura clave de la Iglesia Confesante, un movimiento evangélico que se resistió a la cooptación del cristianismo por parte del régimen. “La Iglesia está llamada a gritar por las víctimas”, afirmó, “incluso si eso pone en peligro su propia existencia”.

Con el tiempo, su compromiso lo llevó a colaborar con sectores de la resistencia dentro de la Abwehr, el servicio de inteligencia militar, que operaba como cobertura para actividades conspirativas. Participó en misiones secretas para ayudar a judíos perseguidos y estuvo vinculado indirectamente al atentado fallido contra Hitler del 20 de julio de 1944, lo que condujo a su arresto y posterior ejecución.

Durante su prisión, Dietrich, escribió algunas de sus reflexiones más agudas, entre ellas su “Teoría de la estupidez”. Allí planteó que la estupidez no era simplemente una carencia de inteligencia, sino una falla moral y política: una forma de enajenación del juicio crítico, peligrosa precisamente porque podía ser manipulada con facilidad por el poder. “Ni las protestas ni la fuerza consiguen nada; las razones caen en saco roto… En esos momentos, la persona estúpida incluso se vuelve crítica, y cuando los hechos son irrefutables, los descarta como irrelevantes”, escribió en una de sus cartas.

El 9 de abril de 1945, a solo semanas del final de la guerra, fue ahorcado en el campo de concentración de Flossenbürg. Tenía 39 años. Sus últimas palabras, recogidas por un testigo, fueron: “Este es el fin; para mí, el comienzo de la vida”.

Aunque no tiene tumba, su nombre permanece vivo en memoriales, libros y en la conciencia ética de quienes reflexionan sobre el lugar del cristianismo en la historia. Su obra —entre ellas El precio de la gracia”, “Resistencia y sumisión” y sus “Cartas desde la prisión”revela a un pensador que no temió preguntarse qué significa realmente creer cuando todo alrededor clama por el silencio o la complicidad. Una de sus intuiciones más radicales fue la de un “cristianismo sin religión”: no una negación de lo sagrado, sino una crítica a los rituales vacíos y una apuesta por una fe vivida desde la autenticidad, sin máscaras ni privilegios.

En pleno siglo XXI, la figura de Bonhoeffer continúa desafiando. Fue citado por teólogos progresistas como J.A.T. Robinson, pero también por el papa Francisco en Amoris Laetitia. Para algunos, es un mártir cristiano; para otros, un filósofo moral en tiempos de barbarie. Su legado incomoda, ilumina, interpela.

En un mundo que a menudo premia la obediencia acrítica y castiga la disidencia ética, Bonhoeffer nos recuerda que pensar es un acto de resistencia, y actuar con coherencia, un acto de fe. Su vida no pertenece únicamente al pasado: sigue formulando una pregunta que no deja de ser urgente —y profundamente personal—:
¿Qué haríamos nosotros, si estuviéramos en su lugar?

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