Resulta curioso que a lo largo de las guerras que azotaron a la humanidad, lo último que se tenía en cuenta era al personal encargado de atender a los caídos en combate.
En la antigüedad, después de las batallas, almas caritativas de los pueblos vecinos daban asistencia a los caídos, moribundos, doloridos y sedientos. Poco podían hacer más que darles agua y consolar a las víctimas.
El primer médico que organizó la atención de los heridos en acción fue el cirujano Dominique-Jean Larrey durante las guerras napoleónicas. Gracias a los campos móviles o ambulancias, se podía trasladar a los soldados lesionados a la retaguardia para su tratamiento, que muchas veces era peor que la enfermedad, ya que las amputaciones eran seguidas de infecciones o de tétanos que terminaba miserablemente con la vida del combatiente.
En los ejércitos patrios hubo nobles cirujanos como Argerich, Paroissien y Muñiz, quienes aliviaban con su ciencia y escasos medios a los soldados de la patria. Estos médicos ponían en riesgo su vida porque no se los respetaba como tales sino como enemigos.
Recién en 1864, con la Convención de Ginebra, se declaró delito disparar a un médico vistiendo su insignia como tal.
El “Día D” fue la operación anfibia más grande de la historia. Ese día 150.000 soldados saltaron de sus barcas bajo las balas enemigas, dispuestos a establecer una cabeza de playa, un primer paso para recuperar Europa de las garras del nazismo.
Al mismo tiempo, 13000 paracaidistas eran arrojados sobre tierra francesa para facilitar la salida de las playas de Normandía.
La atención de los paracaidistas heridos cayó en las manos de los paramédicos de la infantería y los cuerpos aerotransportados al mando de los cirujanos coronel Charles Brenn y Paul Hayes, quienes organizaron los puestos de atención después de haber caído con su paracaídas. El desorden fue generalizado porque casi nada salió como lo que habían planeado, pero aun así montaron un hospital de campaña tras las líneas enemigas.
El general Paul R. Hawley (1891-1965) fue el jefe médico de las tropas del desembarco.
Por más que calculaban que mucho equipamiento médico se habría de perder entre las olas o la caída de los aviones y planeadores, nunca pensaron que las pérdidas serían tantas y los heridos en una proporción que, en cierto momento, superó todas las expectativas.
El general Omar Bradley, uno de los generales más queridos y respetados del ejército norteamericano, sostuvo que los hombres que desembarcaron en Omaha Beach, escenario de los enfrentamientos más encarnizados del Día D, “todos fueron héroes”. Sin embargo, esos héroes señalaron, a su vez, que los más valientes habían sido los médicos y paramédicos que, en condiciones adversas, cumplieron con su deben.
El trabajo de esta gente implicaba un rápido tratamiento en el lugar, evacuaciones desde la playa y transporte a Inglaterra en barcos acondicionados como hospitales. Pero, como ya dijimos, nada salió como lo planeado y entonces hubo que improvisar, casi sin tiempo para pensar.
En las primeras horas del Día D, en el punto de desembarco llamado Omaha Beach hubo tantos heridos que, en palabras del sargento Eigenberg, “Nadie sabía por dónde empezar. Había que distinguir entre leves y graves (que dicho así suena fácil, pero que bajo las balas no siempre es tan evidente). Y entre los graves, había que diferenciar quién tenía más oportunidades de sobrevivir, que siempre es la decisión más difícil de tomar”.
De los 12 equipos de médicos destinados a Omaha Beach, solo 8 pudieron establecerse en la playa. La situación era tan desesperante que, según el historiador Stephen Ambrose, “debían sacar a los heridos de la orilla y llevarlos hacia las líneas enemigas para poder tratarlos en un terreno seco, pero más expuestos a las balas enemigas”.
El esquema de acción era darles morfina, tratar de cerrar la herida, vendarlos, pasar plasma y evacuarlos, pero, una vez más, es fácil decirlo sin que las balas pasen zumbado sobre su cabeza.
El Dr. Hawley había estudiado la nueva “droga maravillosa”, la penicilina, pero también introdujo el uso de pentotal como anestésico, sustancia que permitió tratar heridas graves en situaciones adversas.
Ese día en Omaha Beach se trataron 2550 pacientes bajo fuego enemigo. La gran mayoría pudo volver a Inglaterra, donde alabaron el coraje de los médicos y enfermeros que expusieron su vida a lo largo de ese día que resultó el más largo del siglo.
Pero antes de concluir estas palabras, quiero señalar un fenómeno que se repite a lo largo de la historia. Todos conocen a Eisenhower, Patton, Montgomery y Rommel, generales que actuaron durante la Segunda Guerra, pero ¿cuántos habían escuchado hablar del general Paul R. Hawley? Este médico había servido como cirujano del ejército norteamericano desde 1916, cuando sirvió en Francia durante la Primera Guerra. Su capacidad para organizar hospitales de campaña salvó miles de vidas.
Hawley fue una víctima de la gripe española, enfermedad que lo obligó a un reposo prolongado. Para cuando se recuperó ya reinaba la paz. Después de la guerra, sirvió en distintas unidades dentro y fuera de los Estados Unidos. En 1931, estaba en Nicaragua cuando un terremoto azotó esa zona y personalmente debió realizar más de 20 operaciones en 48 horas en las que apenas pudo dormir. Por su acción humanitaria le fue concedida la medalla presidencial de Nicaragua.
Cuando se inició la Segunda Guerra, fue nombrado cirujano general del ejército norteamericano y, como ya dijimos, le tocó organizar este vasto operativo sanitario que, a pesar de las dificultades, permitió salvar muchas vidas. Sin embargo, pocos lo recuerdan o le han tributado el debido homenaje a este médico al que casi nadie recuerda, aún aquellos a los que salvó la vida.
Muchos médicos que participaron heroicamente de esta y otras contiendas sufrieron el olvido cruel, ese que describió Sir Walter Scott: “Unwept, unhonored, and unsung” (Sin ser llorado, sin ser honrado y sin quien cante sus proezas).
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Esta nota fue publicada en La Prensa