Elsa: la incómoda esposa de Borges

La historia literaria argentina siempre tuvo buena mano para la jardinería: poda lo que sobra, riega lo que conviene y arranca de raíz lo que molesta. Y así quedó Elsa Astete Millán (9 de Julio, 1910 – Buenos Aires, 2001): archivada como “primera esposa de Borges”. Tres palabras que suenan a manual de instrucciones del patriarcado: definir a una mujer por el hombre que jamás supo qué hacer con ella. Pero ni siquiera la nota al pie de la mitología borgiana es inocente: allí operan las tijeras del canon, las risitas de sobremesa de Bioy y compañía, y la maquinaria bien aceitadita de la invisibilización literaria.

Acto I: melodrama en tacita de té

La Plata, 1931. Borges, un libro publicado y la bendición de Victoria Ocampo (patente de corso para circular por la élite). Ella, veinte años, con vida por delante. Se conocen en una conferencia, se dicen cosas dulces en el Jockey Club. Duró lo que una tetera caliente: Elsa se casa con un militar, Borges queda mascullando un “ah, caramba” que pasará a la historia como su primera performance de torpeza amorosa. Spoiler: no sería la última.

Acto II: vodevil geriátrico

Treinta y seis años más tarde, en 1967, Borges decide repetir el chiste. Casi ciego, se casa con Elsa, ahora viuda y madre. Ceremonia civil, misa en Nuestra Señora de las Victorias y primera noche de casados con un gag de sainete: él se queda a dormir con mamá, ella se va sola al “hogar conyugal”. La luna de miel más breve de la literatura argentina.

Elsa, práctica, toma las riendas: maneja contratos, agenda, dinero. Borges odia la plata (y más aún hablar de ella), así que delega. Él se victimiza como genio incomprendido; ella lo baja de un hondazo: “Aprovechá tu cuarto de hora, dentro de dos o tres años nadie se va a acordar de vos”. Elsa, la única que le dijo la verdad a la cara. Imperdonable.

En 1970 Borges perfecciona su truco de escapista: un día sale de la casa y nunca vuelve. Desaparición estilo Houdini pero sin glamour, más bien fuga de novela rosa mal escrita.

Acto III: operación caricatura

La crítica masculina hace su trabajo: Di Giovanni la ridiculiza con anécdotas crueles, Bioy la despacha como “vieja de piel grisácea”. Traducido: la mujer que no aplaudió al genio merece convertirse en caricatura. El dispositivo patriarcal fabrica su monstruo doméstico: celosa, vulgar, torpe. Y el público aplaude.

Mientras tanto, en entrevistas tardías, Elsa ofrece otra versión: la de la esposa que ponía despertador, servía la cena, distinguía entre Georgie y Borges. Pero claro, eso es demasiado terrenal para el santuario literario.

Epílogo: la gran borradura

Florida, meses después de la separación. Elsa lo saluda. Borges pregunta: “¿Quién es?”. Y el sobrino responde: “Es Elsa, tío”. Un momento perfecto: la borradura hecha carne. No recordarla, no nombrarla, no reconocerla. Ese es el triunfo del mito: dejar a las mujeres en el limbo de lo innombrable.

Conclusión: la esposa como insulto

Repetir “Elsa Astete Millán fue la primera esposa de Borges” es seguir obedeciendo al manual del machismo literario. Recuperarla no es un acto de justicia poética, sino de higiene histórica: airear lo que la mitología escondió. Elsa fue mujer, esposa, viuda, madre, administradora, desmitificadora y, sobre todo, incómoda. Y en la Argentina literaria, ser incómoda cuesta más caro que ser mediocre.

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