Nacida Rose-Alphonsine Plessis el 15 de enero de 1824 en algún rincón deshidratado de Normandía, entre barro espeso y escasez de metáforas felices, fue hija de un alcohólico sin timing y de una madre que se evaporó sin nota de despedida. Aprendió temprano que el cuerpo femenino era un capital circulante: que la mirada puede venderse, el silencio cotiza y la belleza, bien empaquetada, se convierte en pasaporte (y en pasarela).
En la Francia posnapoleónica, donde el hambre era una indecencia que se disimulaba con encajes y el raquitismo una estética de élite, Marie comprendió que su delgadez no era enfermedad sino estilización. A los doce ya era visible -léase: disponible-; a los quince, trasplantada a París, mutó en orquídea del demi-monde: ni esposa, ni virgen, ni institutriz, sino algo nuevo y temido: una cortesana ilustrada con diccionario de sinónimos y debilidad por la dramaturgia clásica. Leía a Voltaire en bata y sabía distinguir un burdeos legítimo de una metáfora mal servida.

Ella sola -sin preceptora ni esposo- se dio el lujo de convertirse en arquitecta de su propio mito. Su departamento: showroom emocional y gabinete de relaciones exteriores. Camelias blancas para visitas eventuales; rojas, para los accionistas afectivos. La agenda de Marie era un tratado geopolítico con lencería. No solo abría las piernas, abría universos. Produjo subjetividades, escribió afectos en piel ajena y fundó una economía sentimental de altísimo impacto bursátil. Poetas, banqueros, diplomáticos: todos salían de su lecho un poco más cotizables.
Dumas hijo la convirtió en parábola con La Dame aux Camélias, domesticando su historia en papel reciclado de moral romántica. Verdi, menos pudoroso, en La Traviata, le puso partitura y la mató en Do mayor: Violetta, la puta que redime al hombre y al público. Siempre bella, siempre enferma, siempre útil. Marie murió como manda el canon: flaca, joven y productiva hasta el último aliento. Tuberculosis, por supuesto —la enfermedad-filtro que convertía a las mujeres en daguerrotipos deseables-.
Tras su muerte, el 3 de febrero de 1847, con tan solo 23 años, su ajuar fue subastado como catálogo de estilo; su memoria, reciclada como monumento involuntario a la precariedad performativa. No escribió tratados ni compuso nocturnos, pero entendió que en un mundo que negaba el genio a las mujeres, el cuerpo puede ser discurso, gesto y archivo. Fue mártir laica, santa cortesana y gerente de sí misma.
Marie Duplessis sigue ahí, incómodamente vigente, como espejo empañado de todos los cánones: deseable, sacrificable y, con algo de suerte, canónica.
