Ortega y Gasset, los argentinos y las cosas

Pocas frases impactaron tanto a los argentinos como la expresión del filósofo español, que muchos conocen solo por su encabezado. Pero vale la pena conocerla en su totalidad. En 1939, durante su exilio en nuestro país –que ya conocía desde hacía 20 años–, José Ortega y Gasset pronunció una conferencia en La Plata titulada Meditación del pueblo joven.

Allí dijo: “Argentinos, a las cosas.

“Déjense de cuestiones previas personales, de suspicacias, de narcisismos. No presumen ustedes el brinco magnífico que dará este país el día que sus hombres se resuelvan de una vez, bravamente, a abrirse el pecho a las cosas, a ocuparse y preocuparse de ellas directamente y sin más, en vez de vivir a la defensiva, de tener trabadas y paralizadas sus potencias espirituales –que son egregias–, su curiosidad, su perspicacia, su claridad mental, secuestradas por los complejos de lo personal”.

Curiosamente, esta expresión no despertó polémica como lo habían hecho, diez años antes, sus artículos La pampa… promesas y El hombre a la defensiva, donde comenzaba a esbozar esa misma descripción que culminaría con la célebre frase “Argentinos, a las cosas”, publicada recién en 1958. Hasta entonces, solo quienes habían asistido aquel día a la conferencia en La Plata recordaban la expresión.

Vale destacar que Ortega y Gasset, nacido el 9 de mayo de 1883, había abandonado España después de haber servido como diputado durante la Segunda República. En dicho cargo, criticó duramente la nueva Constitución y reprobó el rumbo que había tomado la democracia española. Su célebre discurso de 1931, Rectificación de la República, pasó a la historia por su firme denuncia al sectarismo de las Cortes Constituyentes, a la que acusaba de facilitar el avance de los radicales socialistas.

Este desencanto político respondía a una convicción filosófica más profunda: Ortega creía que cada individuo debía manifestar su propia autenticidad, independientemente de las presiones del entorno. Esa imprescindible autenticidad estaba magistralmente sintetizada en su apotegma: “Yo soy yo y mis circunstancias”. Una frase repetida muchísimas veces, aunque rara vez se la reproduce en su totalidad: “Si no la salvo a ella –la circunstancia–, no me salvo yo”.

Formado en Alemania, Ortega había adherido inicialmente a la fenomenología, un amplio movimiento filosófico que proponía alcanzar el conocimiento a través de la experiencia directa, sin modelos conceptuales previos. Pero, ni bien volvió a España, abandonó ese objetivismo por un perspectivismo: la doctrina del punto de vista.

Sin caer en el subjetivismo, sostenía que “el hombre no tiene naturaleza, sino que tiene historia”. Para Ortega, las personas no nacen hechas, sino que construyen su existencia a través de lo que hacen con sus circunstancias.

Cuando se vio obligado a emigrar, fue justamente por esas “circunstancias” que atravesaba España al inicio de una guerra que prometía no dar cuartel.

Su vivencia más traumática ocurrió en julio del 1936, al inicio de las hostilidades. En ese contexto, un grupo de escritores antifascistas se presentó en su casa con un manifiesto que condenaba fervientemente el golpe de Estado y respaldaba al gobierno republicano.

Ortega estaba enfermo y no pudo recibir a la comitiva; fue su hija quien debió negociar con los escritores en un diálogo que, por momentos, se puso muy tenso.

Aunque rechazaba la rebelión, el filósofo tampoco estaba de acuerdo con el giro extremista que había adoptado la República. Por eso pidió atenuar el tono de la proclama, que finalmente fue modificada y firmada por Ortega.

Este episodio le hizo comprender que se venían tiempos de radicalismo violento de los que debía tomar distancia. Arregló sus asuntos y viajó primero a Francia, para luego establecerse en Buenos Aires, donde habitó un departamento en Quintana 520, cerca del Cementerio de la Recoleta.

Para entonces, ya había escrito su magistral La rebelión de las masas (1930), donde advertía sobre la aparición de ese particular personaje que definía como “aquel que no debe ni puede dirigir su propia existencia y menos aún regentear la sociedad”. Es el hombre sin nobleza, que solo cree “que tiene derechos y no cree tener obligaciones”. El hombre-masa vive sin “encontrar limitaciones”.

En esos años, Ortega desarrollaba su filosofía del “raciovitalismo”, donde “la cultura es lo que el hombre añade a su natura”.

Es bajo estos tres conceptos orteguianos –las circunstancias, la historia y la formación de la cultura– que debemos analizar este “Argentinos a las cosas” como una advertencia contra la diletancia, la suspicacia, la discusión radicalizada que tantos males le habían ocasionado a España y temía se repitiesen en nuestro país. Fue un consejo generoso a sus huéspedes, en un país que por entonces vivía un momento de prosperidad que no supo capitalizar.

El consejo pasó inadvertido, pero terminó convirtiéndose en una espina clavada en el narcisismo nacional, en un país que creía en un Dios vistiendo la celeste, en una nación predestinada a la grandeza.

Sin embargo, la expresión “Yo, argentino” era sinónimo de una neutralidad inoperante y convertía al país en un remiendo de alambres que evolucionaba obstinadamente hacia su declinación, a pesar de su generosa naturaleza y las oportunidades que desaprovechaba, incluida esta advertencia de uno de los pensadores más distinguidos del siglo XX.

Lo que comenzó siendo un consejo, terminó convertido en una premonición.

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Esta nota fue publicada en PERFIL

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