Juana de Ibarbourou y Eduardo De Robertis: La poetisa y el científico

La obra poética de Juana de Ibarbourou es una permanente referencia al amor fresco y sensual. Esa era la opinión de Miguel de Unamuno después de haber leído Las lenguas del diamante, su primer libro de poemas, enviado por una joven uruguaya que lo invitaba a comentar su obra.

Unamuno, por entonces rector de la Universidad de Salamanca y una de las figuras más notable de la literatura española, accedió al pedido con cierto desgano que se transformó en una grata sorpresa a medida que degustaba sus estrofas.

Al terminar de leerlas Unamuno le contestó:
“Una mujer no escribiría versos como los suyos aunque se les vinieran a la mente, y si  los escribiera, no los publicaría , menos aún después de haberse casado con el que los inspiró… Por eso me ha sorprendido gratísimamente la castilla desnudez espiritual de la poesía de usted, tan fresca y ardorosa a la vez”.
La carta estaba dirigida a Juana Fernández Morales, hija de un trabajador oriundo de Galicia que había elegido afincarse en Melo, allí donde el límite entre Uruguay y Brasil se  esfuma en tierra de  gauchos y ganados.

En esa tierra fecunda creció Juana y es donde aún se encuentra su casa natal, convertida  en museo.

Ese pueblo de largas siestas pronto le quedó chico a la joven, que buscó en Montevideo un lugar para desarrollar sus ambiciones literarias. En poco tiempo, su nombre trascendió las fronteras hasta consagrarla, en 1929, como “Juana de América”, en un acto en el Palacio Legislativo dirigido por el poeta Juan Zorrilla de San Martín.


Entonces, un continente se puso a los pies de esta mujer que parecía tenerlo todo: talento, belleza, fortuna y el reconocimiento de una sociedad que no solo devoraba sus libros, sino la consagraba como docente, académica y Premio Nacional de Literatura .
Por su casa pasaron figuras de la literatura americana. Allí estuvo Gabriela Mistral, la poetisa chilena que veía en Juana “la lucha con la magnífica riqueza de las palabras”, y Alfonsina Storni, la escritora argentina, sola y atormentada, que envidiaba la vida burguesa de Juana. Sin embargo, esa vida la fatigaba hasta el hastío.

Las tres mujeres, autoras de versos apasionados se unieron en un memorable verano de 1938 para compartir sus experiencias sobre el trance inspirador de esos poemas que le otorgaron un lugar privilegiado en la historia de las letras castellanas.

En esa oportunidad, Juana afirmó: “Nuestra propia sangre corre en estos versos, fulgura nuestra alma y resplandece con  ese esplendor sellado que otorga la luz misteriosa de la vida”.
Pero no todo fue luz en la vida de Juana. El amor deslumbrante que sintió por el capitán Ibarbourou se fue tiñendo de sombras y vacío, que la maternidad no pudo llenar. Juana se deslizó lentamente en las penumbras de la morfina y en una vida enclaustrada que solo le permitirá ver al universo a través de las  ventanas de su hogar.
A pesar de las invitaciones a dar conferencia por el mundo que quería conocerla,  Juana no se alejaba de su casa, ni del esposo y del  hijo que lastimaron su alma sensible, hecha para honrar “la función salvadora del canto y de las letras”. Sin embargo, ni este canto ni esas  letras fueron suficientes para rescatarla del desencanto y las adicciones.
Ese glorioso año 1938, poco antes que el mundo se hiciera trizas en guerras y lamentos, Juana había declarado: “Los escritores servirán a la humanidad, en tiempos de ideologías contrapuestas … si se convierten en falanges pacíficas de mediadores y en calmadores que no temerán saltar ni mezclarse con la tempestad”. Esas palabras no han perdido vigencia, más en estos tiempos que evocan los sordos gritos del combate.
En 1942 murió su marido, y siete años más tarde, su madre.
La vida parecía que poco tenía para ofrecerle a Juana cuando conoció al doctor Eduardo de Robertis, un joven científico argentino exilado en Montevideo por cuestiones políticas. Fue él quien despertó en Juana las pasiones que supo cantar en su juventud y revivió los ardores que creía perdido.

De Robertis (1913-1988) se había graduado con medalla de oro en la Universidad de Buenos Aires y, a pesar de haber ganado una beca para estudiar en Lyon, no pudo viajar por el estallido de la Segunda Guerra. Entonces se dirigió a EE.UU., donde se perfeccionó en Chicago y el John Hopkins de Baltimore, gracias a la beca otorgada por la Fundación Rockefeller.

Vuelto a Buenos Aires y a la docencia, se especializó en el estudio de las células (citología), tema sobre el que escribió un libro que fue texto para varias generaciones de médicos. Traducido a varios idiomas, se continúa reeditando gracias a las actualizaciones que realiza su hijo y un equipo de colaboradores.

De Robertis fue un entusiasta de la microscopía, tanto óptica como la electrónica, que había conocido en Massachusetts y que finalmente logró que fuese  instalada en Montevideo, donde se había exiliado .

Fue aquí donde conoció a Juana, por entonces una celebridad, pero sumida en las penumbras de la morfina.

Fue el escritor Diego Fischer quien nos cuenta que  el Dr. De Robertis rescató de la adicción a Juana y que él inspiró los poemas de “Jazmín de medianoche y mediodía”.
Sin embargo, la relación no prosperó. Había casi 20 años de diferencia entre ellos.

Solo se supo de esta relación por cartas que el tiempo desempolvó. Algo más los unió, pues ambos compartieron una gloria inconclusa: los dos fueron nominados al Premio Nobel .

El Dr. De Robertis siguió su carrera en Argentina con el brillo de una generación de profesionales hechos en la escuela del profesor Bernardo Houssay. De Robertis fue miembro del directorio de Conicet y fundador del Consejo Cultural Mundial.

La poetisa y el científico no se volvieron a ver. Y si hubo cartas, no quedaron vestigios de esa relación epistolar.

Prisionera de su casa y, una vez más, de la morfina, Juana escribió: “A pesar del continuo ofrecimiento de alas para levantar vuelo, inútilmente… mi destino será el mundo a través de los vidrios de mi ventana”.

Juana falleció de un paro cardíaco a los 84 años en Montevideo y, a pesar del silencio de sus últimos tiempos, fue velada en el mismo Palacio Legislativo donde le habían consagrado “Juana de América”.
Cuando en 1892 el general Aparicio Saravia ofició de padrino de la hija de Fernández, leal amigo y seguidor, nunca podría haberse imaginado que esa niña nacida un 8 de marzo (fecha hoy consagrada como el Día de la Mujer), sería la poetisa de su patria.

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