¿Cómo se sentiría si un día el gobierno dispone que no puede tomar vino con el asado, cerveza con la picada ni brindar con champagne? Lo más probable es que salga a la calle con carteles como los que en su momento reclamaron pidiendo cerveza (¡We want beer!). Obviamente, la abstención se observa en países musulmanes por cuestiones religiosas pero existió la prohibición de ingesta de alcohol en Rusia (1914-1925), Islandia (1915-1922), Finlandia (1919-1932) y en Estados Unidos.
En EE.UU. fue dispuesta el 16 de enero de 1920, cuando se votó la Ley Volstead propuesta por el senador que le dio forma a la propuesta de Wayne Wheeler, el organizador de la liga anti-alcohol. Este estaba convencido que así “desaparecería la pobreza, las cárceles quedarían vacías y se cerrarían las puertas del infierno”. Pronto se percataron que sus expectativas eran exageradas e inconducentes, como cada vez que el estado avanza sobre la libertad individual.
Desde 1850, el “movimiento por la Templanza” quería prohibir el consumo etílico, considerado el origen de todos los males sociales. Recién lo lograron con la imposición de la décimo octava enmienda, conocida como “la Ley Seca”.
Como había fortunas en juego, proliferaron los bares clandestinos (llamados Speakeasy) y la corrupción. El contrabando de bebidas se multiplicó a manos de organizaciones delictivas encabezadas por personajes como Johnny Torrio, quien, después de un atentado, se retiró a Italia a disfrutar de su fortuna y le dejó el negocio a un joven llamado Al Capone.
Este no dudó en defender su fuente de ingresos a punta de pistola, mientras las fuerzas del orden recibían sobornos por hacerse los distraídos. Solo en Nueva York se estimaba que los agentes federales recibían 150 millones de dólares al año (unos 1.500 millones actuales).
Obviamente, este generoso ingreso merecía ser celebrado y no era raro ver botellas de whisky aún en las oficinas del FBI. Hecha la ley, hasta las autoridades crean la trampa.
También hubo desapariciones de mercaderías confiscadas; nadie explica cómo se esfumaron 670.000 botellas de bourbon que se hallaban en dependencias de la policía de Chicago.
El área sembrada de vides, en lugar de disminuir, subió de 50.000 hectáreas a 350.000 en un lustro. Los productores de uva las vendían en cajas con una advertencia: “Cuidado, este contenido puede fermentar y convertirse en vino”.
También los médicos se beneficiaron doblemente porque, por unos dólares, podían recetar “whisky medicinal” que el mismo gobierno destilaba con “fines terapéuticos”, mientras la incidencia de cirrosis, neuropatías y trastornos psiquiátricos ligados al alcohol llegaron a niveles récord.
Ante este fracaso, el presidente Roosevelt puso fin a la Ley Seca, utilizando la floreciente industria del alcohol para recuperar la alicaída económica americana con el New Deal. Sin embargo, el daño estaba hecho porque la disrupción sofisticada del crimen organizado modificó la escena política y cultural de los Estados Unidos con mafias que se valieron de otras sustancias adictivas para sostener sus imperios.
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Nota publicada en Clarín