Repasando muy resumidamente, todo comenzó en el sur Francia a fines del siglo XII, con las persecuciones a los cátaros. El papa Lucio III, tras reunirse en concilio con otros tantos líderes religiosos, emitió una norma en 1184 llamada “Ad abolendam” contra los cátaros y contra todos los que creyeran o enseñaran algo no aceptado por la Iglesia católica.
Esos fueron los cimientos de la futura Inquisición: se establecía que las autoridades eclesiásticas tenían la potestad de perseguir a los enemigos de la Iglesia y “devolverlos al camino correcto”. Los obispos estaban al mando de una horda de inspectores que debían lograr que los habitantes señalasen bajo juramento a los herejes. Los condes, barones, rectores, consejos de las ciudades, etc, debían hacer el juramento de ayudar a la Iglesia en esta obra de represión bajo amenaza de perder sus cargos, de ser excomulgados o de perder sus tierras; tal era el poder de la Iglesia por entonces.
En 1231, el papa Gregorio IX dictó la norma “Excommunicamus”, que delineaba el procedimiento concreto que se aplicaría contra los infieles y las penas a aplicar si eran encontrados culpables. Al mismo tiempo, Annibaldo, un senador de Roma, publicó un estatuto contra los heréticos en el cual se empleó por primera vez la palabra “inquisidor”. Así nació la Inquisición pontificia (“inquisición” quiere decir “averiguación, investigación”), institución nefasta de la Edad Media, que tenía la potestad de arrebatar sus bienes a aquellos que fueran considerados herejes e, incluso, desterrar a sus familiares.
En 1249 ya había comenzado la Inquisición en el Reino de Aragón, y en 1478, al unirse con el Reino de Castilla, se inicia la Inquisición española, de la mano de los reyes católicos (Fernando de Aragón e Isabel de Castilla), con la autorización del papa Sixto IV. La Inquisición portuguesa comenzaría en 1536 y la Inquisición romana en 1542.
Nadie estaba a salvo de la Inquisición ya que, para la Iglesia, “herejes” eran todos: judíos, conversos (llamados marranos), homosexuales, masones, brujas, blasfemos, desviados de la religión oficial, ladrones, asesinos, apóstatas y cualquier sospechoso de cualquiera de esos cargos.
En un principio, las formas de muerte más comunes dentro del ámbito de la Inquisición fueron la horca o la hoguera, pero al papa Inocencio IV le parecieron demasiado piadosas y poco efectivas, ya que los condenados morían muy rápido. Así que en 1252 estableció oficialmente el uso de la tortura, para lograr que “aquellos desviados de la religión oficial confiesen sus pecados”. Así decía el comunicado del papa: “todo párroco debe obtener de todos los herejes que capture una confesión mediante la tortura, sin dañar su cuerpo o causar peligro de muerte, pues son ladrones y asesinos de almas y apóstatas de los sacramentos de Dios y de la fe. Deben confesar sus errores y acusar a otros herejes, así como a sus cómplices, encubridores, correligionarios y defensores”.
La Inquisición, que vivió su esplendor y su mayor barbarie durante la Edad Media (aunque se prolongó hasta bastante después de terminada esa época), es recordada en la actualidad no sólo por la cantidad de asesinatos que produjo sino por el uso de múltiples instrumentos de tortura. Lo que se buscaba mediante la tortura era que los herejes admitieran aquello por lo que eran acusados y entonces castigarlos por ello, y que delataran a otros supuestos herejes. En el caso de que lograran resistir el proceso sin confesar, se suponía que los acusados eran inocentes y debían ser liberados. Pero la verdad es que en la mayoría de los casos los prisioneros terminaban diciendo cualquier cosa a cambio de que dejaran de torturarlos.
Inicialmente, además, la consigna era que la tortura no dejara marcas en el cuerpo: se trataba de evitar hemorragias, cortes, golpes, cualquier lesión visible. Con el tiempo ese precepto cedió paso al salvajismo más completo y bestial; se cuidaron menos las formas, digamos, y ya no les importaba cuidar ninguna apariencia, con lo cual la variedad y sadismo de las torturas empleadas en la Inquisición (“Santa” Inquisición, recordemos) era realmente siniestra y horrorosa.
Aquí, el repaso de las más conocidas y espeluznantes…
La flagelación: consistía en azotar a latigazos o con varas rígidas el torso desnudo del acusado, produciendo sangrados y desmayos por el intenso dolor.
Los carbones: se aplicaban carbones al rojo vivo sobre las zonas más sensibles de la piel del acusado, produciendo quemaduras espantosas.
El potro: tortura sencilla y fácil de construir, era posiblemente la más popular. Se acostaba al prisionero sobre una mesa (“la mesa de tortura”) con cuerdas atadas a sus muñecas y a sus tobillos. Esas cuerdas se enrollaban en una rueda giratoria (había potros en los que las muñecas estaban fijas y las ruedas giratorias eran las de las cuerdas de las piernas, y otros en los que los cuatro miembros estaban unidos a ruedas giratorias), y si las preguntas del inquisidor no eran respondidas, el verdugo hacía girar la rueda y así los miembros se estiraban cada vez más. Si aún así no había confesión, el potro seguía funcionando hasta dislocar por completo las extremidades. Una especie de “descuartizamiento interno”, digamos. El acusado podía ser dejado en el potro por días enteros, y podían agregarse otros castigos como aplicar fuego (“el fuego purifiicador”) en los costados del cuerpo.
La garrucha: esta tortura, usada inicialmente más en Italia y luego trasladada a España, era otra tortura simple que no requería gran equipamiento. Se ataban las manos del preso por detrás de su espalda y se lo alzaba a varios metros del suelo, tirando de sus muñecas mediante un sistema de poleas. Una vez arriba, se lo dejaba caer; la longitud de la cuerda estaba medida para que la caída se detuviera antes de llegar al suelo, de manera tal que la violenta sacudida dejara al acusado descoyuntado, ya que el brusco descenso hacía que todo el peso del cuerpo de la víctima se sujetara en los brazos en el aire y atados atrás. El dolor era pavoroso, la clavícula se dislocaba y el húmero se desgarraba de su entorno. Si aún así no se obtenía la confesión, volvían a elevarlo y se le ataban a los pies unos bloques de hierro de unos 40 kg y ahí sí lo dejaban caer para que los bloques fracturasen sus piernas. Si la víctima, aún así, aguantaba, los torturadores la llevaban a una plataforma donde o lo estrangulaban o le quebraban los brazos y las piernas hasta que moría.
El aplasta-pulgares: esta era una tortura inventada en Venezia que consistía en un instrumento metálico en el que se introducían los dedos de las manos y los pies. A continuación se giraba un tornillo que iba cerrando el instrumento sobre los dedos (como una morsa, digamos) hasta que los dedos quedaran destrozados, tanto por el progresivo aplastamiento como por el mismo tornillo. Ese aparatito, tan sencillo como doloroso, se utilizaba dedo por dedo, en manos y pies.
La tortura del agua, el ahogado: había varias versiones de esta tortura. La más simple consistía en acostar al acusado sobre una mesa, atarle manos y pies, taparle las fosas nasales, ponerle una pieza de metal en la boca para impedir que la cerrara rápidamente e introducirle por una especie de embudo litros de agua por la garganta. La sensación de ahogo era el prólogo de la muerte; a veces, el prisionero perdía el conocimiento y poco después moría por la brusca distensión del estómago, que podía llegar hasta la ruptura del mismo. Con el tiempo, y como si hiciera falta, esta tortura se fue “perfeccionando”: le ponían a la víctima un trapo metido hasta la garganta y le echaban agua gota a gota; esa lenta inundación ahogaba a la víctima. Otra variante era poner al preso boca abajo. Este tormento no dejaba rastros visibles evidentes, y quizá por esa razón en la actualidad algunas agencias de inteligencia lo siguen utilizando.
La pera: era un instrumento de tortura en forma de pera (estrecho en un extremo, ancho en el otro) que se introducía en la boca, la vagina o el ano de la víctima. La pera se introducía en la boca en los casos de “predicadores heréticos”, en la vagina a las mujeres culpables de relaciones impropias “con Satanás o con alguno de sus familiares” (a las brujas, bah) y en el ano a los homosexuales pasivos. Una vez introducido el adminículo en la cavidad elegida comenzaba el suplicio, ya que el mismo se iba abriendo lentamente (expandiendo así su superficie) haciendo girar un tornillo, generando un dolor insoportable. La cavidad en cuestión se desgarraba progresivamente y, además del dolor que causaba cuando se abría, en sus paredes exteriores algunas peras contaban con pinches o púas que desgarraban y provocaban hemorragias en el interior de la boca, la vagina o el ano.
La cabra: consistía en bañar los pies atados del reo en agua salada. Tras esto, una cabra lamía con su áspera lengua esta parte del cuerpo desollando su piel, provocando heridas que en muchas ocasiones se infectaban y provocaban mucho dolor y a veces hasta un lento camino hacia la muerte.
La tortura de la rata: se colocaba al acusado sobre la mesa de torturas o una superficie plana. Se le colocaba encima una jaula o caja, con una abertura en la parte inferior, con ratas en su interior. A esta caja se le aplicaba una fuente de calor que comenzaba a quemar a las ratas. Las ratas empezaban a desesperarse y para escapar tenían que morder y comer la carne del prisionero.
La cuna de Judas: era un artilugio formado por un sistema de poleas que alzaba a la víctima en el aire y una pequeña pirámide de madera con la punta muy afilada. La tortura consistía en elevar a la víctima en el aire y dejarla caer repetidamente y con fuerza sobre la pirámide para que su ano, su vagina o su escroto fueran desgarrados por la filosa punta. El verdugo, además, podía controlar el dolor que sufría el afectado controlando la altura a la que ubicaba al prisionero; otra variante consistía en atar al prisionero y apoyarlo suspendido sobre la pirámide con varios pesos atados a los pies.
La doncella de hierro: se introducía al preso en una especie de sarcófago con forma humana, que tenía afiladas agujas y púas metálicas en sus paredes interiores. Cuando esa especie de ataúd se cerraba, los pinches se clavaban muy profundo en la carne de la víctima. Esto provocaba un dolor extremo y la víctima se iba desangrando lentamente. En este caso era “todo o nada”, es decir, no había forma de ir aumentando progresivamente el dolor o la agresión, por eso la agonía era corta. Quizá por esta razón no fue uno de los tormentos más utilizados.
La sierra: era usado en mujeres acusadas de brujería, sobre todo si estaban embarazadas, ya que consideraban que estaban “preñadas por Satán”). Para acabar con el supuesto niño-demonio, colgaban a la mujer boca abajo con las piernas abiertas y la iban cortando con una sierra, empezando en la entrepierna, entre las nalgas, con el ano abierto, hasta que llegaban al vientre. Debido a la posición invertida en que se colgaba a la víctima, el cerebro prmanecía bien oxigenado y se impedía la pérdida masiva de sangre. Si la víctima seguía conciente, seguían cortando hasta llegar al pecho. Esta no era una tortura que buscara una confesión, era directamente una pena de muerte para la mujer y para su feto endemoniado.
Toda esta locura asesina de la Inquisición, que duró siglos y fue impulsada por una institución religiosa universal (la Iglesia católica) en la figura de sus jefes (los papas y obispos) no es posible comprenderla sino desde la locura, la maldad y la estupidez (tres cosas que están habitualmente bastante emparentadas). Que hayan hecho todo eso “en nombre de Dios” es una ironía macabra y abyecta que no tiene comparación. O sí, porque en el tiempo presente ya no extraña ver mutilaciones, decapitaciones, suicidios y asesinatos múltiples por motivos religiosos. La miseria y la abyección no han terminado. Y no terminarán, seguramente.
Ah! Napoleón Bonaparte abolió la Inquisición en 1808.
Bien ahí, Napo.