Pedro Goyena es conocido, sobre todo en Buenos Aires, por una avenida polifacética que combina edificaciones antiguas (sobre todo de estilo inglés), con la gastronomía y departamentos modernos. Pero es menester que se conozca con más profundidad sobre la labor de este personaje, que si bien vivió apenas 48 años, dejó una huella importante en la segunda mitad del siglo XIX.
Bautizado como Pedro Francisco Goyena, nació en Buenos Aires el 24 de julio de 1843. Era miembro de una familia acomodada y el mayor de once hermanos, entre los que posteriormente se destacó uno de ellos, Miguel. El personaje de este artículo estudió en el por entonces llamado Colegio Eclesiástico, nombre que había impuesto el primer gobernador constitucional de la provincia durante la secesión porteña, Pastor Obligado. Para 1863, ya con la presidencia de Mitre, se convirtió en el Colegio Nacional Central, que no es otro que el actual Colegio Nacional Buenos Aires.
Se inscribió en la Facultad de Derecho de la UBA, recibiéndose de doctor en jurisprudencia en 1869, y posteriormente, de abogado en 1872. Mientras tanto, por su destacable actuación como estudiante, pudo dar clases de filosofía en el Colegio Nacional, y posteriormente, en la universidad. Para 1865, con tan solo 21 años, fue diputado provincial, su primer cargo político, que ostentó hasta 1867.
Entre la política, la docencia y la escritura
En 1870, Goyena volvió a ser diputado provincial hasta 1872, pero adquirió un mayor esplendor en su corta acción política hasta ese momento, cuando fue miembro de la Convención Constituyente que reformó la carta magna provincial en 1873, luego de tres años de debate. Defendió la postura de que el Estado costeara la religión católica, y se pronunció a favor de la federalización de Buenos Aires, pero en esta última premisa no logró su cometido (hubo que esperar hasta 1880, con enfrentamientos políticos y militares entre medio). Luego tuvo un breve paso por el Congreso, siendo diputado nacional entre 1873 y 1874.
En 1874, reemplazó a Vicente Fidel López como profesor de Derecho Romano en la UBA, lugar que nunca más abandonaría. Para 1877, volvió a la política, esta vez como senador provincial por el naciente y efímero Partido Republicano, que tenía a figuras como Leandro N. Alem y Roque Sáenz Peña, entre otros. Al año siguiente, renunció a su banca por desacuerdos con el propio partido. Sin embargo, para 1880, volvió con todo: fue elegido diputado nacional hasta 1884.
En el título de esta nota nombramos también que pasó por la prensa. En su época de estudiante, hizo sus primeras armas en la redacción de La espada de Lavalle, para luego colaborar con el periódico La Nación Argentina, fundado por José María Gutiérrez, un hombre ligado al entonces presidente Mitre; y que fue el precursor del todavía vigente diario La Nación, cuya primera edición salió a la luz el 4 de enero de 1870. También dirigió la Revista Argentina, alternadamente con su amigo José Manuel Estrada. Ambos defendían la educación religiosa de tipo católica y cuestionaban a las ideas de muchos hombres de la famosa Generación del 80.
Además, Pedro Goyena escribió en “El Nacional”, aquel periódico que había fundado Dalmacio Vélez Sarsfield en 1852, pero que estuvo mucho tiempo bajo la tutela de Sarmiento, y en La Prensa, el diario que fundó José Camilo Paz en octubre de 1869, y que perdura hasta nuestros días. Ya en la década del ’80, y tal como detalla Omar López Mato en una nota publicada justamente en La Prensa, que data de mayo del 2019, Goyena fundó y redactó en el diario La Unión, de clara orientación católica, entre 1882 y 1888. No estaba solo: acompañaron ese proyecto personalidades como el ya mencionado Estrada, Tristán Achával Rodríguez y Emilio Lamarca.
Por su parte, se dedicó a recopilar los poemas del jurisconsulto y político Juan María Gutiérrez, y publicó el primer tomo de las Obras Completas de Esteban Echeverría que redactara el mismo Gutiérrez (ambos miembros de la famosa Generación del 37). En sus ensayos más destacados podemos citar Imprescriptibilidad de la Tierra Pública, La Cuestión Electoral, en la que planteó el voto secreto a fines de la década de 1870 (cabe recordar que la famosa Ley Sáenz Peña se sancionó recién en 1912); Enseñanza Secundaria y Federalismo de Buenos Aires.
El ya mencionado Miguel Goyena fue ministro de Justicia e Instrucción Pública, e interventor federal de Corrientes durante la presidencia de Nicolás Avellaneda, quien fue suegro de Luis, el menor de los hermanos Goyena. Este último se casó con Carmen, una de las hijas de Avellaneda.
Además del lazo familiar que los unía, Pedro Goyena compartía la misma idea con Avellaneda, acerca de lo necesario que era mantener la educación pública religiosa en el país. En 1883, año clave en los debates por la ley que se terminó sancionado después, y conocida como de enseñanza primaria gratuita, laica y obligatoria, el ya expresidente publicó un notable ensayo titulado Escuela sin religión, en el que criticaba las ideas preponderantes al respecto, y auguraba un futuro negativo.
El gran orador: Goyena contra las llamadas leyes laicas
En 1882, durante el Congreso Pedagógico, el personaje en cuestión tuvo un altercado con Leandro N. Alem, quien sostenía que la educación pública debía ser laica. Por momentos la postura de Goyena rozaba lo ultramontana, al igual que José Manuel Estrada. Pero, más allá de esa intransigencia a pesar del cambio social que se estaba produciendo (y que se profundizaría luego) con la llegada de las corrientes inmigratorias al país, Goyena se destacó en los discursos de junio de 1883, cuando se debatía la famosa Ley 1420.
Si bien se terminó sancionando al año siguiente, su actuación opuesta en el parlamento merece ser recordada, no solo por los católicos, sino también por su apelación a la moral y a la magnífica lectura sobre la Constitución con respecto a ese tema. “La Constitución Argentina (…) no concibe un Estado que al legislar sobre la educación que ha de modelar intelectual y moralmente a los futuros ciudadanos, a los que han de prolongar la patria en el porvenir, pueda desprenderse de las nociones religiosas, pueda prescindir de la religión”.
Continuó sobre el concepto de Estado. “¿Qué es el Estado? Dos acepciones principales se da a esta palabra: o se toma simplemente el Estado como el conjunto de los poderes públicos, o se le considera como una sociedad reunida bajo unas mismas leyes, bajo unas mismas autoridades. En ninguno de estos dos conceptos puede decirse que el Estado deba ser neutro, deba ser prescindente en cuanto a la religión; y esta palabra neutro, esta palabra prescindente es un eufemismo, para evitar la palabra directa, genuina, la palabra precisa y terrible: ¡ateo! El Estado no puede racionalmente ser ateo”.
En otro fragmento de su discurso, Goyena aclaró: “No ha condenado, pues, la Iglesia una doctrina aceptable, sino que ha dicho bien cuando ha dicho: hay otras autoridades que deben intervenir en la educación de la juventud; y esas autoridades son la autoridad de la Iglesia, señor presidente, con la cual no puede negarse que tienen relaciones oficiales los poderes públicos argentinos (…)
“El liberalismo que se condena es lo que en nuestros días se entiende por tal, habiéndose tomado como etiqueta una palabra engañosa por su analogía con la libertad, y que encubre precisamente lo contrario de ella; el liberalismo que se condena es la idolatría del Estado. El liberalismo envuelve un concepto del Estado, según el cual puede éste legislar con entera prescindencia de la idea de Dios y de toda noción religiosa”.
Para Goyena, “cuando el Estado es concebido como una entidad superior a los derechos individuales, que no respeta el deber y la facultad del padre de familia como educador de sus hijos –que no respeta a la Iglesia en su misión docente, que no respeta el principio religioso–, ¿qué es lo que sucede? El Estado lo llena todo; mata toda iniciativa; y orgulloso de su predominio con el deseo de conservarlo legisla de esta manera”.
Además, argumentó en contra de quienes apoyaban el proyecto de ley. “El proyecto de los señores diputados a quienes me refiero es inaceptable (…) El hecho de excluir la religión del número de materias cuyo estudio se exige como obligatorio, permitiendo sólo su enseñanza, fuera de las horas oficiales de clase, importa considerar la religión como algo fútil, como algo innecesario, y desligar de ella la escuela pública, por una disposición legal”.
Es inaceptable igualmente el proyecto- opinaba Goyena-, porque el hecho de nivelar en un permiso común la enseñanza de las diversas religiones, sólo se explica por el concepto de que para el Estado todas ellas son iguales; y como es absurdo que todas sean verdaderas, importa colocar en la misma categoría de las falsas religiones, aquélla que los poderes públicos deben sostener de acuerdo con lo establecido en la Constitución Nacional.
Los últimos párrafos de su discurso contrario a la ley 1420 no tiene desperdicio: “El proyecto de los señores diputados peca, pues, por inconstitucional, envuelve una injuria gravísima contra la religión católica y es el primer paso para implantar una legislación irreligiosa, en las variadas relaciones de la vida civil”.
No se equivocó, porque Goyena cerró su punto de vista, adelantándose a lo que se discutió (y aprobó) años más tarde: la Ley de matrimonio civil. “Se empieza por esta desvinculación de la escuela, respecto del principio religioso; se declara en la ley que al Estado le basta que el niño, el futuro ciudadano, sepa leer y escribir, gramática, historia y geografía, aunque ignore sus deberes para con Dios”.
Lógicamente, se llegará mañana, como lo observaba hace algunos momentos, a decir: “para el Estado la base de la familia es un simple contrato, celebrado ante el funcionario civil; si se quiere añadir una ceremonia religiosa, si se quiere añadir el sacramento del matrimonio –sea–, a mí nada me importa; la fuente de los derechos y las obligaciones es únicamente el contrato”. Al margen de una filosofía religiosa, auguraba también la pérdida de la importancia que tenía el derecho canónico, y en cierta medida, el derecho natural.
La sanción de esa ley no aplacó los ánimos de los católicos y en 1885, crearon la Unión Católica, una fuerza opositora que presidió Estrada y en la que Goyena fue su vice. Así, volvió a ocupar una banca como diputado nacional entre 1886 y 1890. A pesar de haber sido derrotados, Goyena volvió a manifestarse en defensa de los intereses de la iglesia contra el matrimonio civil, que en 1888 se convirtió en ley. Sumado a la Ley de Registro Civil (1884), tanto los nacimientos y defunciones, como los enlaces conyugales, pasaron a la esfera del Estado en detrimento de la iglesia católica.
Últimos años y homenajes
En 1890, Pedro Goyena y su hermano Miguel se unieron al grupo heterogéneo que estaba en contra de la política llevada adelante por el presidente Miguel Juárez Celman y el Partido Autonomista Nacional (PAN). Pedro se unió al flamante partido Unión Cívica, aunque a diferencia de su hermano Miguel, no apoyó el movimiento cívico-militar conocido como Revolución del Parque, ocurrida el 26 de julio de ese año. El personaje en cuestión plasmó su oposición al “régimen” desde su pluma audaz.
A pesar de su corta edad, Pedro Goyena estaba enfermo y terminó falleciendo el 17 de mayo de 1892, víctima de una neumonía. Tenía 48 años y dejó viuda a Eduarda Gari, con quien había tenido once hijos. Por su parte, en su Significación histórica de Pedro Goyena, escrita a fines de 1947 por el historiador Carlos María Gelly y Obes, bisnieto de quien fuera ministro de Guerra y Marina de Mitre, parafraseó sobre él: “En el parlamento no es un diputado más. En el periodismo, no moja su pluma, sino para servir la causa de la Verdad, dicha y repetida contra todos”.
Cerca del epílogo de su artículo, sostuvo que el varias veces derrotado “había triunfado en la gran batalla de la virtud”. Y como una suerte de resumen de su espíritu, escribió: “Situemos por encima del magnífico ejemplo moral que ofrece su inteligencia al servicio de sus virtudes, el valor superior de su amor a Dios y culto a la moral que ese prohombre quiso difundir”. Por su parte, el entonces presidente Carlos Pellegrini, quien no compartía las ideas católicas de Goyena, lo elogió durante su sepelio: “una de las más brillantes y altas manifestaciones de la intelectualidad argentina, uno de los caracteres más sanos y más nobles, una de las vidas más honestas y más puras”, afirmó.
Además de la famosa y ya nombrada avenida en la capital nacional, Pedro Goyena tiene una calle en Olivos, otra en Muñiz, y un pasaje en Mar del Plata, todos en la provincia de Buenos Aires. En Córdoba capital, ciudad con mucha tradición católica, Pedro Goyena también tiene una calle que lo homenajea. A lo largo del país lo recuerdan muchos establecimientos educativos, tanto primarios, como secundarios y hasta terciarios; mientras que existen bibliotecas populares con su nombre, como una en Quilmes, zona sur del Gran Buenos Aires (ver foto abajo).