Recorrió el mundo sin salir de su casa, navegó los siete mares con su imaginación, combatió piratas malayos, recorrió desiertos como un árabe, anduvo por selvas impenetrables con intrépidos white hunters y caminó con exploradores por el hielo ártico sin alejarse de su escritorio en Génova y en Turín. Y cuando la vida le mostró su perfil más cruel, un 25 de abril de 1911, prefirió suicidarse como un japonés, abriéndose el vientre con un cuchillo, no sin antes dejarle una carta a sus editores:
«A vosotros, que os habéis enriquecido con mi piel […], sólo os pido que en compensación de las ganancias que os he proporcionado os ocupéis de los gastos de mis funerales. Os saludo rompiendo la pluma».
Nos dejaba no menos de 80 novelas. más de 200 cuentos y relatos, que a veces escribía en colaboración con su hijo Omar, en una cruel carrera de subsistencia para llevar el pan a la mesa.
“Escribir es viajar sin la molestia del equipaje”, decía cuando niños, adolescentes y personas mayores esperaban ansiosamente sus textos para recorrer mundos que Salgari desconocía pero describía con entusiasmo, llegando a los extremos más inhóspitos y peligrosos del planeta, donde sus héroes conjuraban los mayores desafíos con impoluta solvencia. Porque Emilio Carlo Giuseppe Maria Salgarin (Verona, 1862 – Turín, 1911), hijo de humildes tenderos, aspiraba a convertirse en navegante, pero no consta que haya salido del Mediterráneo aunque él insistía en sus referencias autobiográficas que había llegado a esos exóticos rincones del mundo y frecuentado a personajes a los que se refiere en sus novelas.
La vida del escritor no estuvo signada por el peligro de feroces piratas ni indómitos bandidos (aunque si su pundoroso sentido del honor lo llevó a batirse a duelo y terminar en la prisión por herir al contrincante), sino por la lucha para mantener dignamente a su amada esposa y los cuatro hijos del matrimonio.
Su carrera literaria se inició en 1883 escribiendo para el periódico veronés “La Nuova Arena”. Ese mismo año inicia la serie de su héroe más famosos, el pirata Sandokán, figura inspirada en personajes como el aventurero español Carlos Cuarteroni (1816-1880), quien por décadas recorrió el mar de China, se hizo inmensamente rico al descubrir un tesoro perdido y compartió sus luchas como abolicionista con su amigo James Brooke (1803-1868), conocido por ser el primer rajá blanco de Sarawak, título concedido por el sultán de Brunei que le otorgaba potestad sobre un extenso territorio en Borneo.
Enamorado de los ladrones del mar, Salgari encuentra en el Caribe el lugar propicio para que Emilio di Roccanegra, signore di Ventimiglia e di Valpenta, desarrolle su carrera de corsario para vengar la muerte de su hermano.
Del Caribe, Salgari vuela a las Bermudas, viaja al Far West, recorre el Medio Oriente, vuelve a Filipinas, se aventura en el continente negro y hasta escribe las aventuras de dos marineros paraguayos durante la Guerra de la Triple Alianza, que deben esconder el tesoro del presidente (así se llama la novela) en coincidencia con la versión que sostiene que Madame Lynch, la amante de Solano López, enterró un tesoro que aún hoy algunos siguen buscando.
Un hombre con esta imaginación y capacidad de trabajo hoy sería codiciado por la industria cinematográfica porque las novelas de Salgari tienen el ritmo de un film de aventuras en lugares exóticos que sólo pudo conocer por textos que devoraba en bibliotecas públicas para documentarse, aunque le resultase imposible caer en errores y exageraciones, algunas propias del estilo literario y otras fruto de su frondosa imaginación.
Contratos desafortunados lo obligaron a una frenética carrera literaria para sostener un ritmo de vida apenas por encima de un modesto decoro burgués. A esto se sumaron los problemas de salud de su amada esposa, los gastos médicos que implicaba su internación en un psiquiátrico y el suicidio de su padre.
La desesperanza se ensañó con los Salgari. Emilio se quitó la vida como un samurái, con ese halo de resentimiento en la nota final, que no terminó con su propio sacrificio sino con el de sus hijos, Romero en 1931 y Omar en 1963 quienes también eligieron poner fin a sus días por mano propia.
Sus relatos y novelas con extensos ciclos narrativos, despertaron la curiosidad de millones de lectores que devoraban los libros de aventuras exóticas y ciencia ficción donde pronostica “Las maravillas del 2000″ (algunas se dieron y otras no fueron tan maravillosas).
Poco a poco las letras fueron remplazadas por imágenes, no hacía falta fantasear –trabajo costoso al final– sino verla en las pantallas. Sus piratas se convirtieron en figuras estereotipadas al límite del ridículo, su héroe de carne y hueso adquirió poderes que los hacían inexpugnables y las geografías extrañas fueron imágenes elaboradas en computadoras… el mundo de Salgari se fue apagando y sus libros duermen arrinconados en un estante de nuestras bibliotecas donde aún guardamos resabios de nuestra juventud que difícilmente volvamos a leer, aunque deshacernos de ellos es como extraviar para siempre ese fulgor perdido de la curiosidad e inocencia que despertaban sus relatos.
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