El 12 de marzo de 1902 nacía un mito, uno que nunca antes se había dado en la historia del mundo, y especialmente de la música: Enrico Caruso grababa su primer disco. Ese día, en la Gramophone and Typewriter Company de Nueva York, dejó su voz eternizada y fue el inicio de una carrera que llegó a la apoteosis cuando su versión de “Vesti la giubba” de la ópera Pagliacci de Ruggero Leoncavallo, grabada en el mismo estudio cinco años más tarde. Esta grabación llegó a vender un millón de copias por primera vez en la industria discográfica.
Caruso tenía entonces 35 años y la fama y la fortuna le sonreían. Atrás quedaba una infancia miserable en las calles de Nápoles (fue uno de los siete hijos supérstite de un matrimonio que llegó a tener 21 vástagos), su trabajo adolescente como mecánico y cantante callejero que deleitaba con su voz a los transeúntes y comensales por unas monedas. Recién a los 18 años pudo comprar su primer par de zapatos. Entonces, nadie sospechaba que ese joven que por entonces despuntaba el vicio del tabaco (que años más tarde lo llevaría a la tumba ya que fumaba dos atados por día), sería el tenor más recordado de la historia, paradigma del bel canto.
Sin embargo, sus comienzos no fueron fáciles y no faltó quien le recomendara buscar otro oficio porque “cantar no es lo suyo”. Y digo que Caruso fue el más recordado de los tenores y no necesariamente el mejor porque hay preferencias y gustos que cambian con los años, además los primitivos métodos de grabación no permiten discernir los pequeños grandes detalles que hacen la
delicia de los melómanos. Gracias a su talento se presentó en los Estados Unidos, donde no solo demostró su habilidad canora sino su capacidad como hombre de negocios que le permitió amasar una fortuna. Para 1918 pagaba impuestos al fisco americano por 155.000 dólares anuales (para tener una idea, habría que multiplicarlo por ochenta).
Para el comienzo de la guerra ya era el tenor indiscutido del momento y llegó a realizar 863 actuaciones en el Metropolitan de Nueva York. Durante los años de la Primera Guerra Mundial llevó adelante una vasta tarea caritativa recolectando dinero para las víctimas de la contienda y dando conciertos a fin de recaudar fondos para la emisión de los Liberty bonds que sostenían el esfuerzo bélico de los Estados Unidos. Su vida sentimental no careció de altibajos. Su primera relación amorosa conocida fue con una soprano, Ada Botti Giachetti, mujer casada, aunque dicho matrimonio no fue obstáculo para darle 4 hijos al tenor (solo 2 sobrevivieron a la infancia).
Después de once años de convivencia se separaron y Caruso comenzó a frecuentar a una joven de la alta sociedad neoyorquina llamada Dorothy Park Benjamin, con quien se casó a pesar de la oposición del padre de la jovencita. El matrimonio tuvo una hija, Gloria quien apenas llegó a conocer a su padre. Dorothy volvió a casarse, se divorció y escribió dos biografías sobre Caruso.
También el tenor tuvo algunos romances pasajeros y hasta una acusación de acoso que terminó en los tribunales de Newton York. Solo le cobraron 10 dólares de multa por ofender a una señorita, pero lo más curioso del caso fue que en la presentación del Met, después del sonado escándalo, Enrico fue ovacionado de pie por el público presente o tempora, o mores.
Miles de anécdotas jalonaron su vida. En Méjico, una multitud extasiada lo escuchó bajo la lluvia mientras Caruso cantaba bajo un paraguas. En Nueva York, cada Navidad, hacía de Santa Claus y entregaba regalos entre los hijos de los empleados del Met. Estrenó “La Bohème” con Giacomo Puccini entre los espectadores, dirigido por Arturo Toscanini quien lo eligió para que cantara el cuarteto de Rigoletto durante las exequias de Giuseppe Verdi. El zar Nicolas, después de escucharlo en San Petersburgo, le regaló varios lingotes de oro, metal precioso que el tenor atesoraba con ahínco.
En Buenos Aires, donde realizó más de 130 funciones, la orquesta del Teatro Colón debió interrumpir brevemente su actuación en “Carmen” de Bizet porque después de escuchar el “Aria de la Flor” los músicos se emocionaron hasta las lágrimas, situación que los obligó a un breve paréntesis. Los magnates del caucho en Manaos construyeron un teatro lírico y lo invitaron a Caruso para estrenar la nueva ópera donde las pocas familias pudientes se reunieron para escucharlo vestidos de gala a pesar del agobiante calor ecuatorial.
Caruso llegó a filmar 2 películas, pero en la época del cine mudo era natural que no tuviese el éxito que su connacional Rodolfo Valentino cosechaba entre las jóvenes. Muerto el tenor se filmó “El gran Caruso”, personificado este por Mario Lanza. Tampoco fue muy exitosa la presentación en su Nápoles natal, esa ciudad a la que había entregado sus primeros cantos. Volvió cuando era una figura reconocida mundialmente, retornó como el hijo pródigo que vuelve al hogar de sus padres pero fue acogido con una frialdad casi hostil, siguiendo la consigna bíblica del profeta en su tierra. Juró nunca volver a Nápoles, aunque no pudo sustraerse del amor a su tierra en los últimos momentos de su vida.
A fines de 1920 lo internaron en Nueva York y debió soportar 5 operaciones. El cigarrillo le estaba pasando su cuenta… Entonces decidió embarcarse hacia Nápoles donde llegó con su último aliento. Murió en el “Vesuvio Hotel” el 3 de agosto de 1921. Sin embargo, con su muerte no concluía su historia como había cantado tantas veces en el trágico final de “Pagliacci”. Habría un capítulo póstumo … Su cuerpo fue embalsamado y expuesto en un féretro de cristal en el cementerio Del Pianto en Nápoles, para que un público doliente lo pudiese contemplar en su último tránsito.
Así estuvo hasta que en 1929, cuando su esposa consintió el traslado a su sepulcro definitivo, donde miles de personas rinden homenaje a este maestro de la ópera, esa puesta en escena donde cada drama es falso, la comedia una melódica ironía y la vida un área que necesita del aplauso del público aunque esté no sea lo suficientemente generoso para concederlo.
+
Esta nota también fue publicada en mdzol.com