Belgrano: El prócer enfermo

Desde su retrato pintado por Francois-Casimir Carbonnier, probablemente en Londres mientras cumplía tareas diplomáticas, nos mira condescendiente, orgulloso pero sin soberbia. Sus ojos celestes parecen transmitir cierta paz interior, un estar más allá de los problemas cotidianos. Nos cuesta creer que este caballero de aspecto delicado y vestimenta elegante haya sido el aguerrido general de Tacuarí, Salta y Tucumán o el hombre que pudo superar los desastres de Vilcapugio y Ayohuma. A este abogado y economista devenido en improvisado militar, le debemos la fortuna de los primeros gobiernos patrios y la defensa de nuestros balbuceantes pasos en el camino de la libertad.

Podría haberse quedado en su cómodo escritorio de Buenos Aires, atendiendo sus intereses, o cumpliendo alguna función pública, administrativa o diplomática. Para eso tenía sobradas luces, como había demostrado durante su permanencia en la Universidad de Salamanca, donde integró el cuadro de honor entre los estudiantes destacados. Todo el mundo sabe bien que dicha casa de estudios no presta nada que no sea intrínseco a la naturaleza de cada individuo. Justamente en Salamanca comenzaron los desvelos del joven Belgrano, pues volvió de España en, 1794, francamente desmejorado. El jovencito elegante hijo de una familia adinerada (su padre tuvo problemas con la justicia, acusado de contrabando)  que se fue a los 16 años a estudiar al Viejo Mundo, retornó convertido en un hombre enfermo, a punto tal de excusarse frecuentemente de su trabajo. Durante los años 1794-1796, 1798-1800, 1803-1804, 1807 y 1809 debió pedir licencia de sus funciones en el Real Consulado. ¿Cuál era la causa de estas ausencias? Tres profesionales lo aclararon sin eufemismos “un vicio sifilítico con complicaciones originadas del influjo del país” (lo del “influjo del país” se refiere a la persistente humedad porteña, tan poco compasiva con aquellos que padecen males en sus articulaciones, como en el caso de Belgrano).

Dado “su deplorable estado” solicitó ser reemplazado por la única persona que creía capacitada para cumplir sus funciones, don Juan José Castelli, primo de nuestro prócer.

Al parecer, el joven indiano no pudo sustraerse de los placeres de Venus, un pecado casi inevitables a la temprana edad en que debió viajar a España. No debemos olvidar que esos eran los tiempos de Goya, de toros y majas desnudas y vueltas a vestir tras una noche de excesos amatorios.

Entonces, uno de cada cuatro varones padecía esta u otras enfermedades venéreas. No eran los tiempos del látex y la profilaxis aconsejada estaba hecha a base de tripas de carnero. Así lo informa James Boswell, el biógrafo del Dr. Samuel Johnson, en sus célebres memorias convertidas en un fresco de su tiempo, donde cuenta  haber sufrido diecinueve infecciones de gonorrea a pesar de usar estos preservativos animales que contaban con la discutible ventaja de ser reutilizables después de una lavadita. Sinceramente desconozco si nuestros próceres recurrían a este adminículo de fácil obtención en nuestras pampas.

En búsqueda de esa salud pérdida, el joven funcionario se dirigió, primero a Montevideo, después a Colonia y finalmente a las costas de San Isidro, donde su hermana Juana poseía una hermosa quinta. Aprovechó ese tiempo para redactar las Memorias del Consulado que abundan en consejos económicos para hacer prósperas estas lejanas colonias (incluida la siembra del cáñamo).

Sin embargo ni “ese vicio sifilítico” ni esos “influjos del país” le impidieron participar como sargento mayor del regimiento de Patricios durante las segundas invasiones inglesas (en las primeras estaba fuera de Buenos Aires).

Por esos años, una desgracia menor se sumó a las ya existentes, al parecer una obstrucción de las vías lagrimales (lo que llamamos una dacriocistitis crónica) terminó fistulizandose, y las lágrimas de Belgrano corrieron por sus mejillas sin necesidad de emocionarse. El orificio era muy pequeño, casi imperceptible y cosméticamente aceptable como se puede ver en el retrato de Carbonnier

A pesar de su endeble salud, el abogado se convirtió en guerrero, el espíritu revolucionario obró milagros terapéuticos en el débil leguleyo. Quizás también pesaba en su ánimo el enrarecimiento del ambiente político que condujo a Mariano Moreno hacía su sepulcro oceánico y a Saavedra a desaparecer abruptamente de los libros de historia, exiliado en la lejana San Juan, perseguido por la acusación de contrabandista (que era casi un oficio digno en la ciudad porteña) y por su vinculación con el supuesto asesinato de Moreno, el belicoso secretario de la Junta.

Los sinsabores de la campaña del Paraguay, más el clima hostil del verano tropical, unido a las persecuciones políticas de las que fue objeto por no poder derrotar con seiscientos hombres a los seis mil realistas paraguayos, pesó sobre su espíritu y su cuerpo. Tendido sobre un carruaje, viajó hasta Tucumán para hacerse cargo del alicaído Ejercito del Norte. Después de alguna mejoría, el peso de las tareas nuevamente minó su salud. El 20 de febrero de 1813, antes de la batalla de Tucumán, el general quedó postrado por vómitos de sangre incoercibles, a punto tal que –según Mitre–, se hizo preparar una carretilla para poder movilizarse de un lado al otro del frente. Gracias a una feliz recuperación y a su espíritu a prueba de las mayores adversidades, el general pudo montar a caballo y así conducir sus tropas a la victoria, que no fue fácil por las frecuentes desinteligencias entre sus oficiales, muchos de ellos con personalidades conflictivas, como Dorrego, Moldes y Lamadrid. El Ejército del Norte estaba terriblemente politizado, cosa que dificultaba su manejo.

Poco después, en una nota dirigida al gobierno, hace mención de “terribles fiebres que se declararon en tercianas”, lo que hoy llamamos paludismo, flagelo que diezmaba a las tropas patrias.

Alejandro Magno murió de paludismo y el gran Aníbal también lo padeció cuando pretendió acercarse a Roma –ciudad rodeada de pantanos–. Justamente los italianos le dieron el nombre de malaria, por los aires pestilentes que rodeaban la capital del Imperio por tierras anegadizas.

En el caso de nuestro héroe, no podemos decir que haya sido la mayor de sus desgracias. Al contrario, aquí puede aplicarse aquello de que “no hay mal que por bien no venga”. Muy probablemente las altas temperaturas inducidas por el parásito, impidieron la reproducción de la treponema palidum, la causa de su “vicio sifilítico” y de esta forma pudo evitar que la enfermedad avanzase hasta su estado cuaternario o neurosífilis, con irremediables secuelas psiquiátricas llamadas Parálisis General Progresiva. De no ser así, nuestro Belgrano se hubiese convertido en Napoleón, no el emperador francés sino uno de esos locos que se paseaban por los manicomios con una mano apretando el abdomen, como lo hacía el gran Corso. Resulta ser que el prototipo del neurosifilítico padece un cuadro psiquiátrico llamado megalomanía, es decir, se cree un ser superior, y entonces ¿quién era más grande que Napoleón?

Por suerte no fue así, y Belgrano conservó su lucidez y facultades mentales hasta el fin de sus días, gracias a las fiebres palúdicas que exterminaron al treponema sin necesidad de la penicilina. Un siglo más tarde el Dr. Julius Wagner von Jauregg, un psiquiatra vienes contemporáneo de Freud, recibía el premio Nobel de Medicina por la malarioterapia o piretoterapis usada para frenar la evolución de está Parálisis General Progresiva que hacía estragos en la sociedad.

Lamentablemente von Jauregg, a pesar de estar casado con un mujer de origen judío, adhirió a los prejuicios raciales del nazismo y promovió la eugenesia. Murió en 1940 antes de ver la nefasta culminación del nacionalsocialismo

La autopsia

Muerto Belgrano en 1820, el Dr. Sullivan, uno de los dos médicos ingleses que lo asistieron en sus últimas horas (el otro fue Redhead, a quien le pagó sus honorarios con su reloj) realizaron la autopsia al cadáver del general. Allí se vio que existía gran cantidad de líquido en el abdomen (ascitis), que el hígado se presentaba duro y aumentado de volumen, al igual que el bazo. Los pulmones estaban colapsados y el corazón era de un volumen “pocas veces visto”.

El diagnóstico de cirrosis se impuso aunque se sospechó la presencia de un carcinoma hepático que suele presentarse en hígados cirróticos.

La cirrosis reconoce muchas causas y entre ellas está el paludismo. El hábito de aquellos  afectados por insuficiencia hepática suele ser característico: no tienen vello ni en el tronco, ni en las axilas, mientras que el bigote, la barba o el cuero cabelludo pueden ser normales o poco poblados debido al trastorno en el metabolismo de las hormonas sexuales. Generalmente tienen el abdomen distendido y suelen padecer vómitos de sangre por várices esofágicas. También se sospecha que Belgrano padecía una valvulopatía aortica de tipo reumática que condice con la descripción de Sullivan sobre el gran corazón del prócer.

 Nada dice Sullivan de lesiones sifilíticas (bien conocidas para la época) por lo que sospechamos que la malaria impidió el progreso de la lues.

A todas las dificultades políticas y militares que Belgrano debió sortear en vida, debemos agregar sus problemas de salud, que el general supo afrontar con el mismo coraje e hidalguía con el que enfrentó al enemigo en el campo de batalla.

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