2 de mayo de 1808: Arde Madrid

Los últimos días de abril de 1808, el general Joaquín Murat, jefe del ejército francés de ocupación de España, ordenó el traslado del infante Francisco de Paula fuera de Madrid. Era el último miembro de la familia real que quedaba en dicha ciudad. Cuando los madrileños presenciaron la retirada del niño del Palacio Real, el pueblo intentó impedir su alejamiento al grito de “¡Que no lo lleven!”. Las cosas se precipitaron y en pocas horas se había desatado una violeta reacción popular que requirió la presencia de 30.000 soldados del ejercito napoleónico para reprimirla. Entre las tropas imperiales se destacaban los temibles mamelucos, soldados de origen egipcio vestidos a la usanza oriental. A pesar de la intensa represión, el pueblo munido de palos, navajas y algún fusil opuso una feroz resistencia que quedó inmortalizada en cuadros de Francisco de Goya, donde retrata los despiadados combates en las calles de Madrid y los fusilamientos sumarios en la montaña del Príncipe Pío que tuvieron lugar el día siguiente.

El 3 de mayo en Madrid (1814). Los fusilamientos en la montaña del Príncipe Pío, de Goya. Museo del Prado.

Seis años más tarde, restituidos los Borbones en el trono de España, Goya expresó a la corona sus ardientes deseos de perpetuar la gloriosa insurrección “contra el tirano de Europa” … Lo que no aclaró Goya fue que, hasta la huida de los Bonaparte, él se había desempeñado como pintor de la corte de José I, retratando al hermano de Napoleón en más de una oportunidad (convenientemente algunas de las pinturas de esa época se esfumaron…). Es decir que Goya no había presenciado estas “heroicas escenas” y si lo hizo, fue a una prudente distancia y muy probablemente en el momento haya criticado esta exaltación popular que rechazaba la “acción civilizadora” de los franceses. La sugerencia de que Goya haya participado de la rebelión recién fue publicada 40 años después de su muerte.

Las obras no fueron del gusto de Fernando VII, quien durante esos días en los que el pueblo español salió a defender la corona, «el Deseado» (como lo llamaban entonces) vivía un dorado cautiverio y trataba por todos los medios de complacer a Bonaparte y hasta se habló de un conveniente matrimonio con una de las hermanas del Corso.

Este episodio está relacionado con el lejano virreinato del Río de la Plata, porque mientras Goya pintaba estas obras, tres delegados del Directorio, Manuel Belgrano, Bernardino Rivadavia y Manuel de Sarratea, mantenían conversaciones con Carlos IV, en Roma, a fin de coronar a su hijo Francisco de Paula (el mismo que desató la furia de los madrileños) como monarca de la excolonia que aún ocultaba se rebeldía tras la máscara de Fernando VII. Este último, caracterizado por una cortedad de miras que bordeaba la estulticia, rechazó esta propuesta porque mermaba su poder omnímodo. De esta forma desató una sangrienta guerra contra sus excolonias que condujeron a la desaparición de sus posesiones españolas en Sudamérica.

Varias lecciones se desprenden de este episodio. En primer lugar, la devoción popular llega a jugarse la vida por líderes populares, que son idealizados por el pueblo, pero cuya devoción no siempre es correspondida. Tampoco el pueblo suele elegir al conductor más adecuado y así como ascienden, se desploman: Fernando VII, de ser el «el Deseado», pasó a ser «el Pelón».  

Estos “conductores iluminados” con tal de conservar su poder absolutista conducen al país a un deterioro mayúsculo. La España después de Fernando VII fue absolutamente desastrosa.

Y por último, siempre habrá conversos para acomodarse a las nuevas circunstancias, aunque para mostrar su endeble lealtad deban hacer obras maestras como esta, a fin de evocar una revolución de la que no participó y que, probablemente, en su fuero más íntimo, desaprobó.

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