Ernest Medina, el capitán de la Compañía C, había dado la orden de matar a los miembros del Vietcong y aquellos que resultaran sospechosos: “Todo aquel que huye de nosotros, o que se esconda de nosotros, puede ser nuestro enemigo. Si un hombre corre, le disparan, aun una mujer con un rifle que huya, también hay que dispararle”. Según el testimonio de Calley, Medina, su oficial superior, fue menos preciso: “Destruye todo lo que camine, repita o emita sonidos guturales”. Una orden tan vaga e inexacta desencadenó el desastre.
Uno de los soldados de la Compañía C declaró que la orden trasmitida por Calley fue más contundente: “Nos ordenaron que nada quede en pie… Hicimos lo que nos ordenaron sin tomar en cuenta si eran o no civiles”.
La masacre comenzó sin orden previa y, a poco de entrar al pueblo, los soldados americanos estaban asesinando a toda persona que se interpusiera en su camino, mientras prendían fuego a las chozas de la aldea. Las puertas del infierno se habían abierto en My Lai.
En medio del desastre, el piloto de los helicópteros Air Scouts del 123° batallón de aviación, Hugh Thompson Jr., al ver las agresiones a mujeres y niños, aterrizó y le preguntó a Calley qué estaba pasando. “Solo obedeciendo órdenes”, fue la respuesta. Entre Thompson y Calley se estableció un tenso diálogo que concluyó cuando Hugh Thompson Jr. volvió al helicóptero con la intención de detener la matanza.
A los pocos minutos, vio cómo otro grupo disparaba a civiles, por lo que decidió interponerse y disparar a los soldados norteamericanos para que desistieran su actitud. Después, cargó a un grupo de civiles en su helicóptero para sacarlos de ese infierno. Con la ayuda de sus asistentes, Glenn Andreotta pudo rescatar a una niña de 4 años que yacía junto a su madre muerta.
Vuelto a la base LZ Dottie, Thompson reportó lo que había visto al capitán Barry C. Lloyd. “No somos diferentes a los nazis si matamos civiles inocentes”, dijo. También reportó al mayor Frederic Watke refiriéndose a los “asesinatos” que había presenciado.
La noticia de la masacre tardó más de un año en trascender a los medios.
A pesar del concluyente testimonio de Thompson, el coronel Oran Henderson escribió una carta de recomendación para el capitán Medina y el general Samuel W. Koster envió una nota de felicitaciones a la Compañía C. Los reportes oficiales del ejército hablaban de 128 vietcongs muertos en My Lai. El general en jefe William Westmoreland mandó otra congratulación a la Compañía C, aunque después cambió su declaración y en sus memorias habló de una execrable matanza convertida en una “diabólica pesadilla”.
Sin embargo, al leer detalladamente los reportes, especialmente el de Thompson, el coronel Henderson ordenó una investigación y las confesiones de soldados que presenciaron la masacre comenzaron a fluir. El encargado de juntar los datos fue, nada más y nada menos, que Colin Powell –futuro secretario de Estado– quien entonces era un mayor de 31 años. Sus conclusiones fueron parciales y limitadas.
Lentamente, otros pilotos como Ronald Rindenhour y soldados como Tom Glen se sumaron al relato de Thompson y fueron llegando a oídos de los congresistas.
El ejército comenzó un juicio contra el teniente Calley por “asesinato premeditado”, pero no hizo pública la corte marcial. Calley fue el único juzgado, a pesar de que, por lo menos, hubieron otros 26 implicados, además del capitán Medina, que dio órdenes imprecisas y jamás detuvo la masacre hasta recibir órdenes superiores.
Calley era un oficial mediocre, poco preparado y, según sus subordinados, no tenía “sentido común y no sabía leer un mapa”. Su juicio y, por lo tanto la matanza, se hizo pública casi 2 años después a través de la investigación del periodista Seymour Hersh (quien recibió un premio Pulitzer por esta investigación).
La opinión pública, que ya veía la sangría de Vietnam como una guerra inútil, se exasperó ante estos excesos. Otro analista, Jonathan Schell, reportó que en la provincia de Qung Ngãi, a la que pertenecía My Lai, el 70% de los pueblos habían sido destruidos por ataques aéreos o por la artillería; que el 40% de la población eran refugiados; y que ese año habían muerto 50.000 civiles (a todo lo largo de la guerra fallecieron unos 60.000 norteamericanos).
Una investigación ordenada por Westmoreland, comparaba la destrucción de esas zonas rurales, con el desastre de Verdún durante la Primera Guerra Mundial (la batalla más sangrienta de la historia).
Calley fue sentenciado a cadena perpetua en marzo de 1968. Fue el único condenado por la masacre.
Un año más tarde, el presidente Nixon ordenó que continuara su arresto en prisión domiciliaria y, en agosto de 1971, su pena fue reducida a 20 años. En 1974 fue liberado, se casó, tuvo un hijo y trabajó en la joyería de su suegro. Se divorció en el 2005. Cuatro años más tarde, declaró: “No hay día que no sienta remordimiento por lo que hice ese día en My Lai… Lo siento mucho”. Actualmente, vive en Gainesville, Florida.
En cambio, a Hugh Thompson Jr. le fue ofrecida una condecoración después de la masacre, como para comprar su silencio, cosa que rechazó. Continuó sirviendo como piloto en Vietnam (cuatro veces fue derribado), hasta que, por lesiones en la columna, concluyó su actividad en combate, aunque continuó en el ejército como instructor de vuelo. Fue llamado a declarar en el Congreso, donde el diputado Lucius Mendel Rivers dijo que él debería ser el único castigado por disparar contra las tropas americanas.
Su vida se convirtió en un infierno, recibió amenazas telefónicas y hasta le pusieron animales muertos o mutilados en la puerta de su casa. Pero, de a poco, su posición se fue esclareciendo y los distintos reportajes exaltaron su accionar de ese día.
En 1992, publicó el libro Cuatro horas en My Lai. Se inició una campaña para exaltar su heroísmo apoyada por el presidente Bush. Thompson dictó una serie de conferencias a lo largo del país y el mundo.
En 1998 volvió a My Lai donde se reencontró con dos mujeres que él mismo había salvado. Una de ellas le preguntó: “¿Por qué no vinieron las personas que cometieron estos actos”. Thompson balbuceó, pero ella continuó: “Así podríamos perdonarlos”. No supo qué decir…
Thompson murió en el año 2006.
Hay momentos de la historia cuando los hombres creen que Dios no está mirando.
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Esta nota también fue publicada en C5N