¿Muerte o asesinato? Las últimas horas de Stalin

“La violencia es el único medio de lucha.

La sangre, el carburante de la historia.”

Stalin

El primero de marzo de 1953 a las 06.30 de la mañana Iósif Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido como Stalin, el hombre de hierro, cayó fulminado por una hemorragia cerebral masiva. Sin embargo, este accidente vascular no lo mató inmediatamente, el hombre de hierro pasó varias horas consciente, solo, sin articular palabra, tirado en el piso del dormitorio de su dacha Blizhniaia en Kúntsevo, cerca de Moscú.

Podríamos decir que él fue el artificie de su muerte. ¿Acaso fue envenenado con Warfarina (un anticoagulante) por un séquito temeroso de sus cambios de humor? El terror que inspiraba impidió que el servicio que lo atendía se atreviese a despertarlo después de una noche regada de vodka junto a sus ministros Gueorgui Malenkov, el temido Lavrenti Beria –director de la KGB–, Nikita Jrushchov –quien sería su sucesor– y Nikolái Bulganin.

La última noche de Stalin

Stalin los había invitado a ver una película y cenar. La versión oficial es que los comensales platicaron amablemente. Otras versiones indican que se trenzaron en una discusión por el llamado “complot de los médicos”. Pocos días antes la doctora Lidiya Timashuk había enviado una nota a Stalin donde acusaba a Vinográdov, el médico personal del jerarca, y a otros ocho profesionales de origen judío de estar recetando tratamientos inadecuados a altos mandos del Partido y el ejército.

El monumento descubierto en Volgogrado en conmemoración del aniversario de la Segunda Guerra Mundial

Stalin, con la determinación con la que sacrificó millones de vidas durante la guerra y con la que pobló los temibles gulags de supuestos enemigos políticos ocasionando la muerte de diez millones de coterráneos, hizo detener a los profesionales y ordenó que fuesen torturados hasta que confesaran sus “verdaderas” intenciones.

Dos de ellos murieron durante el interrogatorio, mientras que los 7 restantes firmaron el texto que sus torturadores pusieron sobre la mesa con tal de terminar con los tormentos.

Por esta razón fue que, después de descubrir el cuerpo de Stalin, cuando finalmente se atrevieron a entrar a sus aposentos (habían pasado más de doce horas tirado sobre el piso), no se llamó a ningún médico sino que se convocó a los miembros del politburó, muchos de los cuales habían pasado esa última noche con el hombre de hierro, devenido en un muñeco de trapo…

El médico convocado por Beria resultó ser el mismo Vinográdov, que fue liberado de la cárcel para atender a su paciente que lo había enviado a prisión. Este le había advertido a Stalin sobre las peligrosas complicaciones de la hipertensión que sufría y le había propuesto un tratamiento que el líder soviético se resistió a seguir. La sospecha paranoica de que Vinodrádov quería asesinarlo terminó con el médico en prisión y Stalin con un accidente vascular que le costó la vida por falta de atención asistencial.

Ante el desesperante estado del jerarca, los miembros del politburó decidieron guardar silencio, no difundir su estado de salud esperando el desenlace y permitir que su hija Svetlana Alilúyeva estuviese presente en las horas finales. Cada tanto, Stalin volvía en sí y entonces Beria le sostenía la mano rogando una pronta recuperación. Cuando caía inconsciente, algunas versiones sostienen que Beria le susurraba al oído atroces maldiciones

El cuatro de marzo, el enfermo tuvo una súbita mejoría, recuperó la conciencia y hasta intentó incorporarse. En un momento, levantó su brazo y echo una mirada furibunda a los presentes. Según Svetlana fue “un gesto horroroso que aún hoy no se puede comprender ni olvidar… como si amenazara a todos… no se sabía a quién ni a qué se refería”.

La muerte de Stalin

Después sufrió un nuevo ataque del que no recuperó la conciencia hasta las 22.10 del cinco de marzo de 1953 en que Stalin pasó a la inmortalidad… porque el hombre de hierro se convirtió en un icono de terror que creía necesario para gobernar con guante de acero (“no puedes hacer una revolución con guante de seda”, había dicho) ese conjunto inmenso de estados llamado la Unión Soviética y también el aglutinador que dirigió la desesperada defensa del país ante la invasión nazi que lo llevó a aliarse con sus antípodas políticas. Fue un político definitivo, un intelectual y un asesino.

Mientras una parte del pueblo despedía acongojado a su líder, otra parte se regocijaba por la desaparición del hombre que se había adueñado de la vida y la muerte de sus coterráneos. “La muerte de un hombre es una tragedia, la de millones, una estadística”, solía repetir. Nos guste o no, fue una de las personas que más influyó al mundo en el siglo XX.

Los rumores sobre una conspiración asesina se multiplicaron, más cuando el mismo Jrushchov, tres años más tarde, acusó a Stalin de haber ultimado a los mejores camaradas del ejército y el Partido (incluido su enemigo Lev Davídovich Bronstein, más conocido como León Trotski) y falsificado la historia del Partido para adueñarse de sus logros.

Fue en 2003 cuando historiadores rusos y estadounidenses (Vladímir Naúmov y Jonathan Brent) sostuvieron con documentos la hipotesis de que Stalin había sido envenenado con un anticoagulante que provocó la hemorragia cataclismica del líder sovietico. ¿Acaso Beria había sido el autor del crimen? Como jefe de la KGB, había demostrado no tener escrupulos para asesinar a quien fuera necesario. Con Stalin vivo y deteriorado, un psicópata senil que jugaba con la vida de sus camaradas, la existencia de Beria parecía condenada de antemano.

El funeral de Stalin.

Bien podría haber arbitrado los medios para ultimarlo. De hecho, este había confesado en una reunión del Politburó: “Yo lo maté y los salvé a todos”. Este acto no lo salvó a Beria de morir acusado de traición aun habiendo desaparecido su odiado jefe.

El cuerpo de Stalin fue embalsamado –como lo había sido el de muchos jerarcas soviéticos, incluido Lenin– y dispuesto entre el mausoleo junto al que había sido su predecesor en el gobierno de la Unión Soviética. Pero después de las devastadoras declaraciones de Nikita Jrushchov y su política de desestalinización fue desplazado de su enterratorio original y enterrado en la necrópolis de la muralla de Kremlin.

Stalin sabía que era odiado, que no todos reconocerían lo que había hecho por su país y así lo dejó escrito:

“Sé que después de mi muerte una pila de basura será amontonada sobre mi tumba pero el viento de la historia, tarde o temprano, la barrerá sin piedad”.

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Esta nota también fue publicada en TN

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