Los impuestos han sido causa de guerras, revoluciones y todo tipo de disputas; por eso, recordar la creación de uno tiene algo de autoflagelación. Nada bueno podemos esperar de una imposición, concepto que de por sí implica obligación y sometimiento, algo que a nadie le cae simpático.
A comienzos del año 1798, Gran Bretaña era la única nación europea que seguía en guerra contra la República francesa. Para muchos ingleses la palabra república evocaba a la discutida gestión de Oliver Cromwell cuando 150 años antes había ordenado la decapitación de Carlos I de Inglaterra.
Como las guerras son caras y esta prometía ser larga y cruel, el primer ministro William Pitt (el joven) se vio obligado a buscar una forma de generar ingresos para sufragar los enormes costos de la contienda.
Con esta idea en mente, Pitt proclamó su intención de triplicar la recaudación aplicando un impuesto a los bienes suntuarios. En su “inocencia” Pitt creía que los británicos dueños de tales bienes acudirían prestos y deseosos de hacer esta erogación con fines patrióticos. Como el perspicaz lector podrá adivinar, esto no fue así.
Obviamente, hubo opiniones para todos los gustos. El obispo Llandaff apoyaba tal imposición argumentando que “los paliativos son inútiles y las medias tintas no pueden salvarnos de las propuestas de los revolucionarios”.
Como era de esperar, los contrarios a este impuesto suntuario fueron los más y de los cuatro millones de libras que estimaban recaudar, solo se pudo juntar la mitad.
Entonces Pitt, un hombre determinado a pelear contra Francia porque había mucho que perder pero también mucho que ganar (como el dominio de los mares y, por lo tanto, el comercio mundial), el 9 de enero de 1799 logró que el Parlamento aprobara un impuesto con tasa progresiva de acuerdo a la capacidad económica de los contribuyentes.
Quedaban exentas las rentas inferiores a £60 anuales, ascendiendo en forma progresiva hasta el 10% sobre las rentas superiores a £200. Las reducciones eran proporcionales a la cantidad de hijos declarados del contribuyente.
Muchos ciudadanos vieron este impuesto como una intolerable intromisión en su privacidad y se resistieron a abonarlo. El tema se prestaba para el debate y varios periódicos publicaron artículos críticos y divertidas caricaturas que atacaban a la voracidad del fisco. Este primer impuesto a la renta tampoco fue un éxito rotundo porque de los 10 millones que se planeaban recaudar, se obtuvo algo más que la mitad.
Thomas Paine, el incendiario autor de “Sentido Común” (libro que George Washington obligaba leer a sus soldados), escribió sobre este tributo “lo que se inició como un pillaje asumió el elegante nombre de recaudación”.
Las voces se alzaron cuando la guerra contra Francia concluyó en 1816 y el impuesto fue derogado, pero como siempre hay guerras (tan inevitables como las muertes y los impuestos, diría Benjamin Franklin) se lo instituyó nuevamente en 1842.
El ejemplo se dispersó por el mundo: Lincoln lo instauró durante la Guerra Civil en EE.UU., Italia en 1864 durante las luchas de unificación, Francia en 1914 al inicio de la Primera Guerra y España en 1932, el mismo año que en Argentina, donde se lo impuso “por única vez” pero que lleva apenas 90 “únicos” años.
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Esta nota también fue publicada en CLARÍN