Los chicos fueron tratados por sus madrastras, Dorotea Gonzaga primero y Bona de Saboya después, como hijos propios, recibiendo la más refinada educación. Catalina se destacó claramente entre sus hermanos; el famoso humanista Francesco Filelfo, que había sido tutor de Galeazzo, fue también el tutor de Catalina, a quien enseñó latín, griego, filosofía, ciencias e historia. Catalina frecuentaba asiduamente la biblioteca del castillo y leía con especial interés los volúmenes sobre la historia de la familia Sforza escritos por el mismo Filelfo. Así se introdujo en el relato de los orígenes del ascenso al poder de su familia y en la consumación de su esplendor, mientras fantasiaba con la gloria futura para su familia siendo ella parte y artífice de la misma.
Catalina, que también desarrolló un entrenamiento físico riguroso, se transformó en una experta jinete y aprendió a manejar la espada; fue adiestrada para cazar venados y jabalíes y, en las jornadas de caza con su padre, éste le trasmitió su astucia, su ímpetu y su valentía.
Los encuentros con su padre eran para Catalina especiales e intensos. Identificada totalmente con él, tanto sus éxitos como sus preocupaciones los asumía como propios. Galeazzo le confió sus métodos: planificar, evaluar opciones permanentemente y tomar la iniciativa ante cualquier situación.
Galeazzo era valiente en la batalla y a la vez sensible ante la belleza y el arte. Catalina se identificaba con la inclinación artística de su padre; compartía con él su amor por la pintura, la música, la moda, el teatro, y viajaba con él por la región acompañando compañías teatrales y compartiendo sus experiencias. Catalina vestía a la moda, se deleitaba con las joyas y tenía un apetito insaciable por todos los aspectos de la vida.
Galeazzo arregló para Catalina (que apenas entraba en la adolescencia) un matrimonio con Girolamo Riario, sobrino del papa Sixto IV; ese matrimonio forjaría una valiosa alianza entre Milán y Roma. Como parte del arreglo, el papa adquirió la ciudad de Imola y eso trajo para la pareja de recién casados los títulos de conde y condesa de Imola. El papa adquiriría también la ciudad de Forli, y los condes pasarían a tener el control de esa región al sur de Venecia.
Catalina aceptó el matrimonio; no pensaba en otra cosa más que en cumplir su deber como una Sforza y complacer a su padre, por quien sentía adoración. El detalle era que a Catalina no le gustaba nada su esposo: lo consideraba desagradable, altanero, malhumorado; lo opuesto a su querido padre. Por suerte, Girolamo siguió viviendo en Roma y ella permaneció en Milán, lo cual mantuvo al matrimonio sin crisis.
Pero ocurrió que años después Galezzo Sforza fue asesinado, víctima de una conspiración de nobles descontentos. El poder de los Sforza estaba en peligro y Catalina aparecía como una especie de “rehén matrimonial” que afianzaba la sociedad con Roma, algo que pasaba a ser muy importante. Así que Catalina se trasladó a Roma y empezó a cumplir sus deberes como esposa ejemplar mientras trataba de mantener una buena relación con su esposo. Pero no había caso, no le gustaba ese hombre impaciente, débil y poco inteligente, así que Catalina decidió hacer las cosas ella misma y dirigió su atención hacia el papa, ganándose rápidamente su simpatía y la de sus cortesanos. Catalina era elogiada por ser rubia (no había tantas rubias en Roma, parece), por su refinamiento, por su exquisita vestimenta que se hacía traer desde Milán. Parece que todo le quedaba bien, porque imponía los criterios de moda de la época. Era considerada la mujer más elegante de Roma y Botticelli la usó como modelo. Además, su educación y su cultura la hizo apreciada por artistas y escritores. En resumen, se metió a Roma en el bolsillo.
Pero después de unos años las cosas empezaron a ir mal. Girolamo Riario, el esposo de Catalina, estaba enemistado con la familia Colonna, una de las más poderosas e influyentes de Roma y de toda Italia. Para colmo, la muerte repentina del papa Sixto IV (el tío de Girolamo) en 1484 dejó a Girolamo y a Catalina sin su protección, y eso acentuó el avance de los Colonna. Se daba por seguro que el nuevo papa favorecería a los Colonna, con lo cual Catalina y su esposo perderían todo, incluyendo Frioli e Imola, adquiridas para ellos en su momento por el difunto papa.
Girolamo, que hasta la elección del nuevo papa era el capitán de los ejércitos papales, estaba acantonado en las afueras de Roma, paralizado e indeciso mientras muchos de sus aliados lo abandonaban. Era un cálido agosto y Catalina estaba embarazada de su cuarto hijo, pero tenía clarísimo lo amenazante de su destino. Impregnada del espíritu de su padre y sin decirle a nadie lo que pensaba hacer, una noche agarró su caballo y abandonó el campamento en dirección a una convulsionada Roma, llena de tumultos en las calles.
Se dirigió al Castel Sant’Angelo, junto al río Tiber y cerquísima del Vaticano; con sus murallas y cañones estaba en una ubicación estratégica tal que, quien lo controlara, poco menos que controlaría la ciudad. El castillo estaba ocupado por algunas fuerzas que aún eran leales a Girolamo pero al mando de un teniente aún indeciso; Catalina se identificó y se le permitió entrar; una vez allí tomó posesión del castillo en nombre de su esposo y echó al teniente. Se unieron a ella tropas leales que Catalina había contactado en su trayecto, apuntó los cañones hacia los caminos que conducían al Vaticano e hizo que se dispararan algunos cañonazos como advertencia. Catalina hizo conocer sus intenciones enseguida: impediría que los cardenales se reunieran para elegir al nuevo papa hasta que se cumplieran sus condiciones y proclamó que sólo entregaría el castillo si todas las propiedades de los Riario (incluidas Forli e Imola) eran respetadas y permanecían en su poder.
Catalina se puso una armadura sobre su vientre embarazado y así recorría las defensas del castillo y despachó a un cardenal que se acercó a negociar pero que no aceptaba sus peticiones: “no se confunda, cardenal, soy tan brillante como mi padre”, le espetó. Catalina sabía que controlaba la situación; su único temor era que su esposo se rindiera o que el calor excesivo le hiciera caer enferma. Finalmente, los cardenales aceptaron sus condiciones. Al bajar el puente levadizo y salir del castillo, Catalina comprobó que el pueblo romano se había convocado para ver a esa mujer (a quien tomaban como frívola y sutil) embarazada y poderosa, vestida con un traje de seda pero con una espada que colgaba de su cinturón. Catalina había cumplido su objetivo: poner a buen resguardo los títulos y propiedades de su familia.
Los condes se mudaron a Forli para gobernar sus dominios. Ya no contaban con los fondos del papado (ahora el papa era Inocencio VIII) y para conseguir dinero Girolamo Riario aumentó los impuestos a los súbditos, lo que generó mucho descontento y la enemistad de la otra familia poderosa de la región, los Orsi. Riario, temiendo por atentados contra su vida, se recluyó en el palacio, mientras Catalina se ocupaba de las cuestiones cotidianas del gobierno.
En abril de 1488, un grupo de hombres bajo el mando de Ludovico Orsi tomó por asalto el castillo. Los conspiradores asesinaron al conde y arrojaron su cadáver a la plaza principal de la ciudad. Catalina llevó a sus (ahora) seis hijos a un lugar seguro en la torre del palacio, se encerró allí con ellos y desde la ventana tuvo tiempo de gritar a sus aliados autoconvocados fuera del palacio sus instrucciones: debían convocar a los Sforza de Milán y a sus otros aliados de la región para que enviaran tropas a rescatarla. Minutos después, los asesinos la apresaron junto con sus hijos.
Ludovico Orsi y su segundo Giacomo del Ronche llevaron entonces a Catalina hacia el castillo de Ravaldino, con la orden de pedirle al comandante del castillo (Tommaso Feo, leal a Catalina, a quien ella misma había nombrado comandante del mismo) que lo entregara. Catalina pidió en forma forzada y extraña a Feo que entregara el castillo, pero éste se negó rotundamente. Orsi y Ronche interpretaban que Catalina y Feo hablaban en códigos (era cierto), así que Ronche apuntó su lanza contra el pecho de Catalina amenazándola de muerte. “¡No intentes asustarme! ¡Soy hija de un hombre que no conoció el miedo!¡Además, sólo soy una mujer!”, le gritó Catalina en la cara. Confundidos, Ronche y Orsi comprendieron que Catalina no era susceptible a ese tipo de amenazas.
Días después, Feo les dijo a los asesinos del conde que entregaría la fortaleza si la condesa le pagaba “los salarios adeudados” y firmaba en persona ante él un documento en el que asentara que lo absolvería por rendirse; exigió que Catalina entrara sola al palacio con el pretexto de que temía que los asesinos lo emboscaran y aseguró que, una vez firmado el documento, entregaría el palacio. Los conspiradores aceptaron, pero le dieron sólo unos minutos a la condesa para firmar lo requerido.
Alpiste perdiste, Orsi… Mientras entraba en el palacio, Catalina se da vuelta y les hace a Orsi y Ronche el gestito de levantar el dedo mayor (una especie de “jodete”, “fuck you”, “vaffanculo”, etc, según el idioma que se prefiera). Para completar la faena, Feo se asomó para anunciar a Orsi y compañía que había tomado a la condesa de rehén. Ja. Toda la puesta en escena había sido planeada por Catalina y Tommaso Feo, que habían estado en contacto por medio de mensajeros. Catalina sabía que venían desde Milán a rescatarla y que tenía que ganar tiempo.
Furiosos, los conspiradores regresaron al día siguiente al castillo con los seis hijos de Catalina y exigieron que entregara la fortaleza o de lo contrario matarían a los niños. La condesa gritó desde lo alto: “¡Háganlo, bestias! ¡Espero otro hijo del conde Riario, y tengo todo lo necesario para hacer más!”, dijo mientras se levantaba la falda para confirmar sus afirmaciones.
Catalina había calculado que la amenazarían con sus hijos, pero sabía que si se rendía, ella y sus hijos serían encarcelados y seguramente envenenados en cautiverio, y que si mataban a los niños, la venganza de los Sforza, ya en camino, sería pavorosa, por lo cual estaba segura de que no lo harían.
Unos días después un ejército milanés finalmente llegó a rescatarla y los conspiradores fueron dispersados. Catalina fue restituida en el poder, y cuando la noticia de sus acciones se esparció por Italia, Catalina Sforza, la condesa guerrera de Forli, la mujer sin miedo, comenzó a ser leyenda.
Un año después de los hechos del castillo de Ravaldino, Catalina inició un romance con Giacomo Feo (hermano de Tomasso Feo, aquel comandante del castillo). Giacomo era atractivo y valiente, lo opuesto a su difunto esposo; era de una clase inferior, sentía veneración por ella y la colmaba de atenciones. Carolina se enamoró de él, lo designó como nuevo comandante de Ravaldino, lo nombró caballero y se casó con él. Con el tiempo le fue cediendo responsabilidades en el gobierno de Forli e Imola mientras ella se iba apartando de los asuntos públicos.
En 1495, un grupo de asesinos y conspiradores asesinó a Giacomo. Catalina enfureció, apresó a los conspiradores, los hizo ejecutar y encarceló a sus familias. Pero la depresión se apoderó de ella y hasta pensó en suicidarse; se refugió en la religión, volvió a ocuparse del gobierno y su espíritu se fue recuperando lentamente.
Un día recibió la visita de Giovanni de Medici, bastante más joven que ella, miembro de la famosa familia y hombre importante de negocios de Florencia, que quería establecer lazos comerciales entre las ciudades de ambos. Catalina vio en el refinamiento y la inteligencia de aquel hombre la imagen de su padre; la admiración fue mutua, se volvieron inseparables y se casaron en 1498, uniendo así a dos de las más ilustres familias italianas.
Catalina soñaba con crear una gran potencia regional, pero Giovanni enfermó y murió ese mismo año. Para empeorar las cosas, apareció la amenaza más peligrosa para su reino: el nuevo papa, Alejandro VI, llamado Rodrigo Borgia, que quería ampliar sus dominios papales, puso su mirada en Forli y comenzó a aislar políticamente a Catalina.
Cesare Borgia, hijo del papa, era el comandante de sus fuerzas. Catalina se vio venir la invasión; se alió con los venecianos y se refugió en Ravaldino. Borgia le hizo varias promesas para que cediera sus dominios, pero ella sabía que no podía confiar en un Borgia. Finalmente, en 1499 Borgia apareció en la región con un ejército de 12.000 soldados, tomó Imola, entró en Forli y rodeó con sus tropas el castillo de Ravaldino.
Catalina había fortificado Ravaldino por si caían las murallas y trataría de ganar tiempo hasta que llegaran sus aliados. Primero, Cesare Borgia trató de lisonjearla; era conocido como un seductor perverso. Ella escuchaba sus elogios y sonreía. Borgia continuó con el verso y pidió verla en persona. Catalina se hizo desear pero finalmente aceptó, ordenó que bajaran el puente levadizo y se acercó. Cuando estuvo frente a él, Borgia alargó la mano para tomarle el brazo y ella lo retiró. “Hablaremos a solas, pero en el castillo”, dijo Catalina, se dio vuelta y comenzó a caminar hacia el castillo para que Borgia la siguiera. Mientras Borgia avanzaba, con Catalina ya en el umbral, el puente comenzó a subir y Borgia tuvo que saltar de nuevo hacia afuera para no caer al foso y pasar un papelón, mientras Catalina se le reía desde el otro lado. Ofendido y avergonzado por la jugarreta, Borgia juró vengarse.
En los días siguientes comenzaron los cañonazos hacia el castillo. Finalmente se abrió una brecha en la fachada y las tropas entraron. Catalina peleó cuerpo a cuerpo al frente de sus tropas, manejando la espada con destreza y valentía. Pero un soldado propio la traicionó: la agarró desde atrás, puso una espada en su garganta y la entregó a cambio de una recompensa. Borgia había puesto precio a su cabeza y se había corrido la voz; así, Borgia tomó el castillo y esa misma noche violó a la condesa.
Catalina se negó a ceder sus dominios; fue enviada a Roma y encarcelada en la prisión del Castel Sant’Angelo. Allí pasó un año encerrada y torturada. Su salud se deterioró, pero el capitán francés Yves d’Allegre, que se había enamorado de ella, gestionó incansablemente su libertad, y cuando finalmente logró liberarla la hizo trasladar a Florencia.
Retirada de la vida pública, Catalina recibía continuamente cartas de admiración y declaraciones de amor de personas subyugadas por su historia. Muy debilitada por el año pasado en la cárcel, Catalina Sforza murió en 1509.