Se da por aceptado que una revolución cambia la manera de vivir de la gente. Al menos por un tiempo. Bueno, no a toda la gente, en realidad. (ups, muchas aclaraciones…). Pero lo que es seguro que siempre ocurre en cada revolución es que hay alguien (una persona, un líder) o algunos (un grupo, una organización naciente) que comprenden e interpretan antes que nadie el espíritu de la época, el “zeitgeist”. Y eso implica visualizar antes que nadie los cambios que la época pide, tanto en lo referente al aspecto cultural e intelectual como al aspecto social, político y económico; eso incluye también percibir las características distintivas de las personas de determinada época y en consecuencia sus apetencias y sus necesidades.
El caso de la Revolución Francesa no fue la excepción. La monarquía agotaba su época, sin embargo el monarca reinante seguía aferrado al pasado esplendoroso de los reyes. Entre la población el caldo de la pobreza empezaba a hervir, algunos antes que otros lo percibieron y empujaron los cambios que seguramente se hubieran producido tarde o temprano. La consecuencia fue inevitable: la república reemplazó a la dinastía monárquica.
Eso sí: siempre hay una gota que rebalsa el vaso.
El rey Luis XV murió en mayo de 1774 luego de haber reinado durante más de cincuenta años. Dejaba una nación que era potencia en Europa, pero las cosas empezaban a cambiar: la creciente clase media ansiaba poder, la gente anhelaba un nuevo rumbo y el campesinado estaba inquieto. La sociedad estaba expectante ante la llegada al trono del joven Luis XVI, nieto del difunto monarca, de apenas veinte años. Él y su esposa María Antonieta representaban una nueva generación que, se esperaba, revitalizaría al país y a la monarquía. Pero ese pensamiento estaba en la cabeza del nuevo monarca.
Luis XVI, que sentía que el papel de rey excedía sus capacidades, decidió que reforzaría su imagen ante el pueblo no con sus actos de gobierno ni marcando su propia impronta, sino acogiéndose a la simbología esplendorosa de la institución monárquica y con la ayuda de Dios (“¡Dios, ayúdanos y protégenos en nuestra inexperiencia!¡Vamos a reinar demasiado jóvenes!” –rezaban los tortolitos–).
El día de su coronación en Reims en junio de 1775, entre la multitud que esperaba afuera de la catedral estaba un joven de quince años llamado Georges-Jacques Danton. Por entonces estudiaba en Troyes y era huérfano de un padre jurisconsulto que había llevado a su familia, originalmente de clase baja, a la creciente clase media francesa. Danton era corpulento, de rasgos nada armónicos (cornadas de toros habían abierto su labio superior y fracturado su nariz, lo que había dejado secuelas visibles en su cara) pero de figura imponente. Extravagante, aventurero, su espíritu valiente atraía a sus compañeros.
No era bueno escribiendo pero sí era un gran orador; su voz, su pasión y su carisma obligaban a prestarle atención. Educado por curas liberales que lo instruyeron en las ideas de la Ilustración, era amante de la historia y su figura preferida era el orador romano Cicerón, cuyos discursos memorizaba. “Quiero ver cómo se hace un rey”, dijo antes de viajar a Reims para ver la coronación de Luis XVI.
En medio de la extraordinaria pompa del ritual y de la coronación, que incluía el carruaje barroco y ostentoso (“Sacre”) en el que el rey se desplazaba ataviado con su corona y un manto con incrustaciones de joyas y diamantes, Danton alcanzó a ver la cara del rey por un instante y le sorprendió descubrir un rostro ordinario detrás de una parafernalia que le hacía recordar imágenes de otra época, aquella en la que los reyes eran dioses intocables, míticos y deslumbrantes. La escena, lejos de parecerle majestuosa, le pareció grotesca. Las épocas cambiaban, y Danton ya lo sentía en su propia piel.
Ya egresado de Troyes, en 1780 Danton se trasladó a París y se transformó en abogado. Sus dotes oratorias seguían haciendo efecto en la gente, por lo que fue ascendiendo en la consideración de sus colegas.
Mientras tanto, la situación del país iba cambiando. Crecía el descontento con el rey, con la derrochadora reina y con la arrogante clase alta; los intelectuales y artistas (otros que “sentían” anticipadamente el cambio de época) comenzaban a ridiculizarlos en el teatro y la literatura. Ya desde el reinado de Luis XV, intelectuales como Voltaire y Diderot habían ridiculizado a la Iglesia y a la monarquía y las habían criticado como anticuadas y elitistas. Ellos reflejaban el “espíritu de la ciencia” que se extendía por Europa, que se alejaba de la Iglesia y de la nobleza. Estas ideas, incluidas en la llamada “Ilustración”, influían cada vez más en la clase media, que se sentía excluida del poder y era cada vez más renuente a aceptar el simbolismo de la corona.
Sociedades secretas brotaban por todas partes y promovían una forma nueva de socializar, lejos del acartonado ambiente de la corte. Los francmasones eran cada vez más y su visión de la vida social se reforzaba; anhelaban un nuevo orden, y los majestuosos símbolos y rituales de la monarquía empezaban a parecer vacíos. La vida en la calle latía de una manera diferente, como queriendo sacudirse de encima el manto de la monarquía.
En 1787, en medio de una crisis que no hacía más que prolongarse, Danton obtuvo un puesto como abogado en el Consejo del rey. Inicialmente dudó en aceptar un puesto en el gobierno, pero el sueldo era muy bueno y eso le permitiría casarse con Gabrielle, cuyo padre no veía hasta entonces con buenos ojos esa unión, debido precisamente a que Danton no tenía un buen sueldo. De hecho, se casó con ella pocos días después de asumir su cargo.
En 1788 le ofrecieron un puesto más alto en el Consejo, pero Danton lo rechazó. “La monarquía está condenada al fracaso”, afirmó. “Ya no se trata de reformas parciales o modestas; estamos al borde de una revolución, ¿no ve usted la avalancha que se avecina?”, le contestó al ministro que le ofreció el cargo. Danton había experimentado las penurias de la clase baja y empatizaba con esa crónica sensación de sentirse excluido para todo salvo para pagar impuestos.
La población, además, estaba harta de la hueca formalidad de la cultura aristocrática francesa. Quería expresar sus emociones en forma más abierta y natural, cambiar esos peinados y atuendos ornamentados por ropa más holgada e informal. Deseaba una socialización diferente, con una mezcla de clases que se diera de forma natural. En cierta forma, Danton fue capaz de interpretar y comprender antes que nadie el significado de todas estas señales y de prever el estallido popular. Comparaba el estado de cosas a un río que corre: a veces los cambios son tan sutiles que pareciera que el río estuviera quieto, aunque en realidad se mueve; en este caso, sostenía, las aguas del río corrían como en estampida. Y “el destino de ese flujo imparable es la formación de una república”, decía a quienes quisieran escucharlo, que no eran pocos.
Y como suele ocurrir, resultó la economía la gota que rebalsó el vaso: las finanzas flaqueaban; varias cosechas habían sido mucho peores de lo esperado, por lo cual el precio de los alimentos aumentaba. La estructura financiera era anticuada y se basaba en muchísimos impuestos que databan de la época feudal y que ahorcaban al campesinado y al pueblo de clase baja, mientras el clero y la aristocracia (nobles y clases altas acomodadas) se hallaban en gran medida exentos de esas cargas impositivas. Los impuestos sobre las clases medias y bajas no producían suficientes ingresos, pero aún así la corte no ahorraba gastos para sus fastuosas fiestas. Daba la impresión de que Francia estaba al borde del colapso económico.
La comida empezó a escasear, el precio del pan a aumentar, la gente empezó a morir de inanición y los disturbios empezaron a producirse uno tras otro, comenzando en el interior pero acercándose cada vez más a París, mientras el rey se mostraba indeciso ante la creciente presión social, en la que las señales de descontento y desaliento eran cada vez más frecuentes.
En los inicios de 1789 los disturbios ya asolaban París; las tropas reales reprimían a la muchedumbre, el precio del pan era prohibitivo y muchas muertes llevaron el clima de tensión al máximo. Danton percibió un gran cambio en el ánimo de la gente y en el suyo. La sangre derramada llevaba a la ira y a la desesperación; el pueblo ya no podría ser aplacado con retórica.
En la primavera de 1789 Luis XVI convocó a los Estados Generales, una especie de institución-asamblea que incluía a representantes de cada uno de los tres estamentos que componían la sociedad francesa (la nobleza, el clero y el pueblo). La convocatoria buscaba hacer frente a la crisis nacional ante una bancarrota inminente; el rey quería recuperar la iniciativa y desactivar las revueltas. A lo largo de su reinado, sus ministros de finanzas le habían insistido en modificar el sistema tributario; el rey había estado de acuerdo en un principio pero la nobleza y el clero eran contrarios a eso (cambiar el sistema impositivo implicaba perder sus privilegios), por lo cual el rey retrocedió en sus intentos. Ahora era él quien debía tomar el toro por las astas y tomar decisiones fuertes.
Pero no lo hizo. En lugar de eso, decidió que la reunión de los Estados Generales se realizara en Versalles para deslumbrar a todos con la majestuosidad de su figura real y del gran palacio de Versalles construido por Luis XIV; buscaba impresionar con el peso de su pasado, por así decirlo. Había problemas económicos, pero tanto Luis XIV (“el rey sol”) como Luis XV habían logrado manejar otras crisis antes. Pero no sólo Luis XVI no tenía las características de su abuelo, sino que además no percibía que la época cambiaba, y ya. El joven rey pensaba que aceptando algunas reformas al sistema tributario seguramente conformaría al “tercer estamento” (las mucho más numerosas clases medias y bajas), pero dejaría en claro que ni la monarquía ni los dos primeros estamentos (nobleza-clase alta y clero) renunciarían a sus demás facultades o privilegios. Sería palabra del rey, y se acabó.
Pero resultó que los delegados del tercer estamento se mostraron indiferentes a los esplendores del palacio de Versalles, apenas guardaron silencio en los rituales religiosos y no aplaudieron cálidamente el discurso inaugural del rey en la asamblea. Y no sólo las reformas propuestas no los convencieron sino que exigieron como condición igualar su poder al de los otros dos estamentos, algo impensable hasta entonces.
El rey no aceptó esas demandas, y entonces los representantes del tercer estamento declararon ser los genuinos representantes del pueblo y se autodenominaron “Asamblea Nacional”. Propusieron formar una monarquía constitucional aduciendo que todo el país los apoyaba, y que si no se imponía su propuesta se encargarían de que el pueblo no pagara sus impuestos. El rey ordenó entonces la disolución del tercer estamento pero sus integrantes se rehusaron, desacatando el decreto real; nunca un rey había sido objeto de una insubordinación como esa.
Ante el creciente levantamiento de todo el país, el rey decidió recurrir a la fuerza y llamó al ejército a imponer el orden en París y luego en el interior. Pero el 13 de julio sus mensajeros le informaron que, prevenidos de ello, los ciudadanos de París habían saqueado los cuarteles militares y se habían armado más que convenientemente; además, muchos miembros de las tropas habían dejado en claro que no atacarían a sus propios compatriotas. Al día siguiente, 14 de julio, un contingente de ciudadanos marchó hacia la Bastilla, la prisión real de París, y la tomó bajo su control. No había muchos presos en la Bastilla, pero la prisión era un símbolo de las prácticas opresivas de la monarquía y tomarla bajo control era en sí un símbolo más poderoso aún.
París estaba ahora en manos del pueblo. La nueva Asamblea Nacional, aún en Versalles, se autoproclamó a cargo del gobierno del país, votó inmediatamente la eliminación de todos los privilegios de la nobleza y el clero y tomó la decisión de rematar públicamente los terrenos de la Iglesia Católica; además, proclamaron que en adelante todos los ciudadanos franceses serían considerados iguales. La monarquía “tendría permitido sobrevivir”, pero el pueblo y el soberano compartirían el poder.
El rey, obnubilado y en shock, intentó convocar a los regimientos que aún le fueran leales para recuperar el control del país; convocó a Versalles al regimiento de Flandes (leal al rey), al que recibió en el palacio con un banquete (el rey seguía con las prácticas de la abundancia en medio de una realidad dramática). En dicho banquete los soldados se emborracharon, vivaron al rey y aseguraron que reprimirían al pueblo rebelde. La noticia del banquete, como era de esperar, se esparció por París; Danton fue uno de los principales agitadores que convocaron a la población de París a actuar, y en cuestión de días miles de parisienses marchaban hacia Versalles (más bien atacaban Versalles) armados hasta con cañones. El 6 de octubre la turba entró en palacio y masacró a todo lo que se le cruzara. Apresaron al rey y su familia y los trasladaron a París, para que los ciudadanos pudieran vigilarlos y para cerciorarse de que el rey aceptara el nuevo orden que gobernaba el país. Punto y fuera para el rey.
Como para que entendiera que la cosa iba en serio, mientras el rey era trasladado en un carruaje hacia París, la gente le mostraba a su paso las cabezas de su guardia personal ensartadas en lanzas o picas. El rey y la reina observaban atónitos a gente de todo tipo (desde sencilla y compuesta hasta harapienta y famélica) que los hostigaba a lo largo del trayecto. No reconocían en ellas a sus súbditos, tan encerrados como habían vivido en su burbuja de pompa y riqueza; llegados a París, el rey, su familia y algunos miembros de la corte fueron encerrados en las Tullerías.
Continua en Danton y “la cocina” de la Revolución Francesa –Segunda parte–