SUÁREZ Y OLAVARRÍA, UNA AMISTAD ETERNA

La muerte los unió para siempre, su amistad se hizo eterna en el sepulcro. Sus cansadas glorias construyeron la épica nacional de los granaderos invencibles que pasearon sus espadas por América, alimentaron los poemas de Jorge Luis Borges homenajeando a los héroes de Junín y la oratoria del presidente Avellaneda, aquel que sabía que la patria se construye sobre tumbas gloriosas.

Así lo hizo repatriando los restos de San Martín que esperó por veinticinco años el retorno al país que lo había ungido como su Padre. Avellaneda también trajo de nuevo a su tierra a estos oficiales que había servido a las órdenes del Libertador cuando solo eran adolescentes que abrazaban la causa libertaria.

Suarez y Olavarría se conocieron en Mendoza y desde entonces solo las contingencias de la guerra los separó.

Conocieron las mieles de las victorias en Chacabuco y Maipú y la amargura de Cancha Rayada. Como orgullosos granaderos llegaron al Perú y sufrieron distintas suertes hasta que Junín los llenó de gloria, especialmente a coronel Isidoro Suárez quien al frente de sus granaderos rescató a sus amigos Mariano Necochea y José Valentín de Olavarría, presos de los realistas. Su decidida carga definió la batalla y fue alabado su coraje por el mismo Bolívar, quien poco después lo acusó de conspirar en su contra … así son las suertes de los hombres, del enaltecimiento al oprobio hay un paso …. Fue entonces cuando Suárez renunció a sus haberes porque “quería llevar solo las cicatrices de las heridas que había recibido para lograr la independencia”.

Olavarría y Suárez volvieron a Buenos Aires para poner sus espadas al servicio de la patria que enfrentaba al Imperio del Brasil.

Concluida la contienda ambos adhirieron a la revolución decembrista de Juan Lavalle y ante el fracaso, optaron por el destierro oriental. Ambos se establecieron en Mercedes, Uruguay, donde se dedicaron a las tareas rurales. Hasta allí los siguieron las guerras fratricidas ya que no compartían la ideología imperante en las Provincias Unidas. Así fue como ambos se convirtieron en soldados de Fructuoso Rivera para enfrentar al rosismo.

La muerte, esa que habían visto tantas veces de frente en las batallas y entreveros que los habían arrastrado por América, le llegó a Olavarría el 23 de octubre de 1845 cuando aún no había cumplido 45 años. Suárez falleció poco después, el 13 de febrero de 1846, fecha del onomásticos de su amigo. Su último deseo fue ser enterrado junto a Olavarría en el Cementerio Central de Montevideo, como a “Niso y Euríalo”, los héroes que inmortalizaron su amistad póstuma gracias a los versos de Virgilio.

Nicolás Avellaneda repatrió sus restos por decreto de septiembre del 79. Al cumplirse esta disposición se encontró que los ataúdes de ambos héroes se habían desintegrado, confundiendo los restos mortales de los amigos inmortalizados por sus hazañas. Entonces, sus cenizas de gloria, fueron cobijadas en una urna donde sus nombres se entrecruzan como sus destinos. Así se los puede ver en la bóveda Lafinur de la Recoleta, donde el presidente Avellaneda los despidió con sentidas palabras.

“Sombras de Suárez y Olavarría, podéis ocupar vuestro puesto entre las filas de sus compañeros de armas. Las lides homéricas pasaron… pero el soldado argentino no arrastra su espada en vano … (y) la consagra al sostenimiento del orden para que el pueblo viva en paz…”.

A estos guerreros les estaba reservado un posterior homenaje porque  esta bóveda –que hubiese sido el reposo recoleto de Jorge Luis Borges, nieto del coronel Suárez– alberga un poema dedicado a su bravura, dilatada sobre los Andes y la audacia como costumbre de su espada.

“Murió cercado de un destino implacable

Hoy es orilla de tanta gloria, el destierro”

Ingrato destierro como el que embargó a tantos argentinos.

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