La historia de Paz, recogida en sus memorias, es la historia de un país, el cuento de sus recuerdos, que como toda remembranza tiene un componente subjetivo personal.
Dejó el estudio de filosofía, teología y jurisprudencia para defender la patria naciente con lar armas.
Participó de las campañas del ejército del Norte. En Venta y Media (1815) una bala le inutilizó el uso del brazo derecho ganándole el apodo de “el Manco”. Esta invalidez no fue impedimento para continuar su carrera militar supliendo su discapacidad con inteligencia. Sus méritos durante la guerra con el Brasil le ganaron las estrellas de general por su desempeño en la batalla de Ituzaingó (1827), aunque haya desobedecido las órdenes de Carlos María de Alvear.
Con 1000 hombres se impuso a Juan Bautista Bustos en Córdoba dando inicio a la campaña unitaria que tuvo a maltraer a Facundo Quiroga, consternado por las “figuras de contradanza” del Manco, quien planeaba sus batallas como un partido de ajedrez. Fue la figura dominante del interior hasta que una inesperada voleada cortó su carrera ascendente. Nunca sabremos por qué no fue muerto durante su cautiverio, probablemente porque su figura le servía a Estanislao López para intimidar a Facundo, con quién mantenía una larga enemistad.
A la muere de Quiroga, al general Paz le fue dada la villa de Luján como prisión. Allí vivió con su madre y su esposa, Margarita Weild, quien, además, era su sobrina. En Luján nació su primera hija, atendido el parto por el Dr. Francisco Muñiz y allí empezó a escribir sus memorias. Finalmente escapó de su cautiverio y se unió a la causa unitaria liderando los ejércitos de Corrientes, provincia que siempre se resistió al poder de Rosas.
Las diferencias con las autoridades correntinas lo llevaron, una vez más, a Montevideo, sitiada por las fuerzas de Manuel Oribe. ¿Quién mejor que Paz para organizar la defensa de la Troya del Plata? Sin embargo, las idas y vueltas de la compleja situación política lo empujaron a Corrientes donde continuó su incandable lucha contra el rosismo.
La suerte le fue adversa y derrotado debió huir al Paraguay primero y a Río de Janeiro después donde vivió en la pobreza trabajando en distintos oficios para mantener a su familia. De sus ocho hijos, seis habían muerto y al llegar el noveno también falleció su querida esposa.
Aun con fuerzas para luchar, volvió a Buenos Aires cuando el rosismo había caído y el nuevo país necesitaba sus servicios. Una vez más le tocó organizar la defensa de Buenos Aires durante el sitio del general Hilario Lagos. Una vez más defendía a la Troya de la otra orilla del Plata.
Cuando la defensa de la ciudad sitiada triunfó gracias al ardid del comodoro John Halstead Coe, quien traicionó a la Confederación vendiendo su flota a la poderosa Buenos Aires. El comodoro Coe se despidió de las autoridades porteñas que lo saludaron cuando éste abordó la nave con la fortuna obtenida por esta fabulosa coima (algunos estudiosos sostienen que “coima” proviene de Coe) que lo llevaba lejos de estas playas, donde Justo José de Urquiza estaba dispuesto a poner una soga al cuello por su deslealtad. Cuando el comodoro se presentó a estrechar la mano del general Paz, éste le espetó: “Yo no saludo a los traidores”.
Paz viajó a Montevideo como delegado del gobierno porteño a despedir los restos de Fructuoso Rivera, con quien no siempre había tenido coincidencias en el pasado más que en su pertinaz oposición al rosismo. Volvió con la salud quebrada, los trastornos vasculares que culminarían en una hemimelia ya estaban mostrando sus efectos. Su última presentación en público fue para recibir los restos de su antiguo comandante Carlos María de Alvear, quien en algún momento lo había amenazada con una corte marcial por no obedecer sus órdenes.
Un accidente cerebro vascular puso fin a sus días el 22 de octubre de 1854. Bartolomé Mitre, su leal subalterno, despidió al general Paz en el Cementerio de la Recoleta, donde fue enterrado hasta el traslado de sus restos y los de su esposa a su Córdoba natal.
“El no pidió a su patria sino un lugar entre los combatientes de la buena causa -dijo Mitre-, él no pidió a las armas sino a la fuerza para hacer triunfar los principios de su credo político; él no pidió al corazón de los demás sino la firmeza para preservar en la religión austera del saber”.
Nos queda el certero recuerdo de su coraje e inteligencia, de su integridad y su capacidad para sobrellevar la adversidad con hidalguía. Solo nos resta la incertidumbre contrafáctica. ¿Qué hubiese sido de Argentina si su caballo no hubiese caído boleado por un soldado de las fuerzas de Estanislao López? Nunca sabremos la respuesta.