El 7 de octubre de 1571 se jugó el destino de Europa en una remota isla griega. Ese día chocaron dos concepciones existenciales, dos de formas de ver la vida: la cristiana y la musulmana, aunque ambas peleaban por el dominio comercial del Mediterráneo. Como en toda guerra, el dinero es quien manda.
Ali Pachá, el hijo de una esclava rusa, dirigía la imponente flota otomana, mientras que don Juan de Austria, el hijo bastardo de Carlos V, dirigía la flota de la Santa Liga. Su hermano, Felipe II de España, y el Papa Pio V, le habían encomendado la tarea de evitar el avance del islam sobre tierras cristianas. Dios y Alá se enfrentaron en la batalla de Lepanto.
La flota de la Santa Liga contaba con 253 barcos y 90.000 hombres, la mayoría eran españoles. Los otomanos tenían 300 naves y más de cien mil soldados. Pero la victoria no la lograron las naves ni los guerreros, tampoco los reyes, príncipes ni el Papá, sino los galeotes…pues sí, los esclavos, los miles de remeros que empujaron las naves a fuerza de músculo y sudor.
Los esclavos y los criminales convictos hicieron la diferencia, porque iban encadenados y si la nave se hundía, ellos, irremediablemente, perdían la vida de la forma más atroz: ahogados, quemados, atados a su destino de infortunio. En la Santa Liga eran más de 20.000 los galeotes y antes de la batalla se les prometió la libertad y el indulto si vencían a los turcos. ¿Qué más podían pedir? Se los liberó de las cadenas y cuando llegó el momento, muchos se sumaron a la batalla peleando a mano desnuda.
En cambio, los otomanos nada le prometieron a sus esclavos, quienes, en su mayoría eran cristianos que, muy probablemente, se pasarían al bando contrario de no estar encadenados. Fue así que cuando esas 500 naves se enmarañaron en un choque frontal, los cristianos contaron con más puños para enfrentar al enemigo.
El primer cañonazo sonó al mediodía y en cuatro horas la victoria era de los europeos. No solo fue la batalla naval más famosa de la historia, también fue la más sangrienta: 40.000 muertos y, por lo menos, 70.000 heridos.
Juan de Austria volvió con gloria a abrazarse con su medio hermano y fue bendecido por el Sumo Pontífice. Su imagen fue sinónimo de valentía dirigiendo el abordaje de las naves infieles invocando a España y a Santiago. Otros, los más, volvieron sin ojos, sin piernas, inválidos condenados a una vida de limosnas o mancos como aquel llamado a escribir lo que vio y vivió esa jornada.
Para Miguel de Cervantes y Saavedra, Lepanto fue “la más alta ocasión que vieron los siglos pasados, los presentes ni esperan ver los venideros” y, hasta ahora, ha tenido razón.
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