Isabel y Felipe

     Isabel, que asumió el trono luego de la muerte de su hermanastra (la católica María Tudor), era protestante y se oponía a toda autoridad papal sobre su país, que por entonces era una potencia menor ante los imperios dominantes de la época, sus vecinos España y Francia.

     Cuando Carlos V, el padre de Felipe, abdicó (inicio de 1556), gobernaba en tantos lugares que quizá ni siquiera los recordaba a todos: España, sus territorios en el Nuevo Mundo, los Países Bajos, Borgoña, territorios en Italia, Austria, Hungría y Bohemia, posesiones en la costa norte de África y las islas luego llamadas Filipinas. Felipe II heredó todo ese tendal de posesiones y también una enorme brecha entre ingresos y gastos. Felipe no quería renunciar a nada así que puso su fe en Dios confiando en que le ayudaría a encontrar el camino a seguir.

     Felipe había sido rey de Inglaterra tras su matrimonio con María Tudor. Su padre Carlos V había visto con buenos ojos esa unión, estratégicamente más que conveniente, pero Felipe y María no tuvieron hijos. El matrimonio de María con un extranjero la había hecho impopular en Inglaterra; además, haber perdido Calais (la última posesión inglesa en el continente),  recuperada por los franceses, y el hecho de haber mandado a la hoguera al obispo Thomas Cranmer (que había colaborado en la anulación del matrimonio de su padre Enrique VIII y su madre Catalina de Aragón y que fue una de las causas del cisma de la Iglesia de Inglaterra con la Santa Sede), hicieron que los últimos meses del reinado de María I y su esposo Felipe no fueran “cómodos”.

     Felipe estaba en los Países Bajos, asediados por Francia, cuando se enteró de la muerte de su esposa María, y se marchó de los Países Bajos sin lograr la paz. Los neerlandeses no se lo tomaron bien y recortaron su contribución a la Corona española, y la hermana de Felipe, Juana de Austria, se negó a enviarle más fondos. Así, Felipe estaba acuciado por limitaciones de todo tipo, sobre todo económicas. Su familia, los Habsburgo, habían priorizado siempre la conquista por la vía del matrimonio. Felipe gobernaba sobre un mundo de gente que lo miraba de reojo y no le tenía gran lealtad, y para colmo dependía de que pagaran sus impuestos sin chistar, cosa que no siempre ocurría. Felipe dejó de pagar sus deudas en varias ocasiones para cubrir baches, incluso llegó a declararse en quiebra; el hecho de que sus distintos territorios no fueran colindantes complicaba su gestión, más aún siendo Felipe reticente a la hora de delegar. Así las cosas, fallecida su esposa María, Felipe, que ya era gobernante de pleno derecho en un imperio que daba vuelta al planeta, perdió su autoridad en aquella isla. Pero poco le importó inicialmente; quería la lealtad de sus súbditos, la prosperidad de sus territorios y servir a Dios.    

     La sucesión en Inglaterra tenía a dos primas como candidatas: María Estuardo, escocesa y católica, e Isabel, hija de Ana Bolena, inglesa y protestante. Isabel no la había pasado del todo bien durante el reinado de su media hermana. María I la había hecho encarcelar por temor a que participara en alguna conspiración contra ella y había querido apartarla de la línea sucesoria, cosa que el Parlamento impidió. Finalmente, María I reconoció a Isabel como su heredera y así accedió al trono.

     En el inicio de su reinado, Isabel I buscó rápidamente “despegarse” de la imagen de su media hermana, católica y rechazada, diferenciándose de ella. Isabel mostraba poco respeto por el catolicismo romano, sobre todo por las injerencias papales. Consciente de las perturbaciones que había sufrido su país (entre ellas la excomunión de su padre Enrique VIII por parte del papa Clemente VII), Isabel deseaba para su pueblo una Iglesia única “que permita llegar a Jesucristo por distintos caminos, pero que sea leal” (a ella, claro). Para Isabel, el invalorable don de Dios a Inglaterra había sido su geografía. Así fue como a poco de comenzar su reinado estableció el nacimiento de la Iglesia de Inglaterra, una Iglesia protestante e independiente de la Santa Sede, de la que fue jefa suprema. Establecer la Iglesia de Inglaterra fue algo muy bien recibido por los ingleses.

     Inglaterra oscilaba entre dos grandes esferas de influencia: Francia y España, que además intentaban explotar la agitación de Irlanda y Escocia, que seguían siendo heridas sangrantes. Su prima María Estuardo había crecido en Francia y había estado prometida con Francisco, hijo de Enrique II de Francia. Isabel estaba más que cómoda siendo soltera, pero cuando accedió al trono, todo el mundo (y el Parlamento) esperaba que se casara y diera a luz un heredero. Isabel no quería casarse. Sabía que si se casaba con un inglés generaría discordia en los sectores aristocráticos no elegidos y si se casaba con un extranjero se exponía a problemas similares a los de su hermana. Como detalle no tan menor, a Isabel le gustaban los hombres apuestos; las distancias dificultaban que las parejas reales armadas previamente pudieran conocerse personalmente y ella no confiaba en los retratistas, a quienes consideraba engañosos. Pero sobre todo, no quería compartir su poder con un rey consorte.

     Felipe lamentaba que su alejamiento de la isla derivara en la pérdida del catolicismo por parte de Inglaterra, pero consideraba que debía servir a Dios y a su imperio. En ese contexto, no perdió el tiempo después de la muerte de María I y le propuso matrimonio a Isabel, pero ésta lo rechazó argumentando educadamente que ambos reinos podían mantener la relación de amistad que él deseaba sin necesidad de una boda de por medio.

     Felipe decía, en su ámbito, que su intención al unir ambos reinados era “servir a Dios impidiendo que aquella dama cambiara la religión”, lo que por entonces sabía que Isabel tenía planeado. Y es que el propósito de Isabel era separarse de Roma, como efectivamente lo hizo. Ante el rechazo de Isabel, Felipe se casó con Isabel de Valois, hija de Enrique II de Francia.

    Durante los siguientes años Isabel recibiría propuestas de muchos pretendientes, a los que fue rechazando luego de algunos coqueteos de variada intensidad. Sus motivos eran diversos: las experiencias de su padre, el temor a los embarazos y a dar a luz; pero el más aceptable de los argumentos, su deseo de no compartir el trono con nadie y manejarse con autonomía en los devaneos del poder, tenía un precio a pagar: la soledad.

     Isabel consiguió mantener un equilibrio entre ingresos y gastos durante su reinado. A diferencia de Felipe, a Isabel le resultaba fácil delegar, y cuando le faltaban fondos, Isabel le permitía a su armada asaltar los barcos de Felipe que venían de América cargados de tesoros. Ante alguna queja, contestaba: “quizá hayan sido atacados por piratas”. El estilo de gobierno de Isabel era imaginativo y astuto, con una coquetería que la ayudaba a obtener lo que quería y adornado con un humor informal absolutamente seductor. Mientras Isabel conservaba la iniciativa de todo lo que hacía y hacía enfrentar entre sí a sus adversarios, Felipe se agotaba por recuperar un liderazgo en un lugar de su reinado mientras lo perdía en otro, y estaba en alerta permanente por las alianzas que se formaban contra él. Ella dirigía un reino pobre pero solvente; él estaba al frente de un imperio rico pero mendigaba y pedía prestado.

     Durante la década de 1560, las relaciones entre ambos se mantuvieron cautas. Felipe consolidaba su posición en España y trataba de asegurar el Mediterráneo frente a los otomanos; Isabel buscaba extender la influencia inglesa por Escocia, donde los franceses habían dejado de ayudar económicamente a su prima María Estuardo. Pero para llegar a una distensión entre Inglaterra y España era necesario dejar de lado la religión, y la creciente agitación de los protestantes en los Países Bajos era un asunto delicado para los dos monarcas y hacía las cosas más difíciles. Isabel era una amenaza para Felipe, ya que si bien el predominio de España consolidaría el poder católico peligrosamente cerca del canal de la Mancha, necesitaba para eso el oro y la plata que provenía de América, y la armada de Isabel podía interceptar los barcos españoles en cualquier punto de sus largos periplos, además de albergar piratas en puertos ingleses.

     Mientras tanto la religión seguía metiendo la cola: el embajador de Isabel fue expulsado de la corte española por burlarse del papa y por celebrar oficios protestantes; Isabel se negó a reemplazarlo y alegó inmunidad diplomática. Del otro lado, el emisario de Felipe en Londres se comunicaba con la católica María Estuardo, garantizándole la simpatía y el apoyo del rey español; de hecho, al alejarse los franceses de María Estuardo, Felipe vio de nuevo la punta del ovillo para restablecer el catolicismo en la isla, en un momento en que surgía un movimiento católico rebelde para “liberar” Canterbury.

     Con Felipe y María Estuardo conspirando desde el sur y desde el norte, Isabel se encontraba “sitiada”, teológicamente hablando. Tenía que estar atenta. Preocupada por la posibilidad de que los rebeldes liberaran a María Estuardo (arrestada en un castillo), Isabel mandó ejecutar a más personas que las ejecutadas por su padre y su hermanastra juntos: “hay que matar a los rebeldes de peor índole para aterrorizar a los otros”.

     Isabel, que hasta entonces había mostrado bastante indiferencia por su propia seguridad personal (lo que preocupaba a sus consejeros, conscientes de que la reina no tenía herederos), percibió que era necesario “cuidarse” más y mejor. Para eso, en 1573 Isabel nombró a sir Francis Walsingham como secretario de Estado con la orden de hacer lo necesario, con plenos poderes, para proteger a su reina y al país. Walsingham se lo tomó bien en serio y llevó el espionaje hasta el extremo: tejió una red de informantes por toda Europa y recurrió a chantajes, trampas y hasta torturas para obtener información que preservara la seguridad de Isabel I. De hecho, no le faltaban razones para preocuparse: era habitual que el papa alentara un asesinato político y el propio Felipe había dado su aprobación a la muerte de Isabel para que María Estuardo, su nueva aliada, se convirtiera en reina.

     Y más razones aún para temer tuvo Isabel cuando Felipe se hizo con la corona potuguesa en 1580. Portugal era una potencia naval y su pericia en el mar estaba ahora al servicio de España. Isabel había jugado sus cartas: había enviado a sir Francis Drake en viaje alrededor del mundo, como para demostrar que no habría ningún mar seguro para los tesoros españoles. Sin embargo, aunque el resultado de la expedición de Drake fue más que rentable para Drake, para la reina y para los inversores, eso no cambiaba el hecho de que si Felipe unía su flota con su ejército para atacar, Inglaterra estaría en serios problemas. Isabel respondió a la situación amenazante con algún estiletazo, ayudando a los rebeldes neerlandeses y enviando por primera vez tropas inglesas a los Países Bajos a enfrentar al ejército de Felipe.

     Mientras tanto el Parlamento decretó que la conversión al catolicismo era considerada traición y empezaron las ejecuciones a sacerdotes católicos. Pero María Estuardo, que seguía siendo la referente de la Contrarreforma católica, no dejaba de conspirar, y una cosa era matar a algunos curas y otra cosa era matar a alguien que podía transformarse en reina. Isabel maniobró hábilmente: sobornó a Jacobo (el hijo de María Estuardo) para que repudiara a su madre e hizo aprobar en el Parlamento un edicto que impedía la posibilidad de que hubiera un monarca católico en Inglaterra. Además, avaló que su secretario de Estado Walsingham falsificara documentación que implicaba a María Estuardo en una conspiración y así arrestó a los conspiradores y a su prima por traición. Montó una escena de consternación ante el veredicto de culpabilidad y preguntó al Parlamento si la ejecución de su prima corrupta era realmente necesaria. Ante la confirmación de que así era, firmó la ejecución entre muchos otros papeles y María Estuardo fue ejecutada. Luego de la ejecución, Isabel hizo una notable actuación pública sollozando durante semanas, diciendo que la habían engañado y amenazando con ahorcar a los responsables de la ejecución de María Estuardo. Vendió un poco de humo, digamos.

     La ejecución de María Estuardo no disuadió a Felipe de prepararse para invadir Inglaterra. Isabel, enterada por sus espías de la invasión que se planeaba, mandó a Drake a realizar incursiones en España que resultaron exitosas. Felipe reaccionó con preocupación y se autoconvenció de que la única forma de defender la península ibérica era atacar a Drake en su base de operaciones y, ya que estamos, a los ingleses. Entonces inició su operación, que consistía en unir las fuerzas de la Gran Armada (la “Armada Invencible”) con su ejército en los Países Bajos, al mando del duque de Parma, para invadir Inglaterra. La armada de Isabel, aunque más que competente, no estaba a la altura en cantidad y recursos de la extraordinaria flota española comandada por el duque de Medina Sidonia.

     Pero las cosas no salieron bien para Felipe. Dificultades con el clima, desencuentros a la hora de embarcar soldados, cambios en el itinerario, fallas de coordinación, vientos inusitados, etc, hicieron que la Armada Invencible sufriera una rotunda derrota: se perdieron 50 barcos sobre un total de 129, y muchos de los que regresaron tendrían que ser desguazados. La mitad de los hombres embarcados hacia Inglaterra había muerto por naufragio, inanición o enfermedad; el número de víctimas fue cercana a los 15.000 hombres, mientras que los ingleses perdieron 8 barcos y unos 150 hombres. Al regreso de la Armada, Felipe II atinó a decir: “yo envié a mis naves a pelear contra los hombres, no contra los elementos”. Y agregó: “ojalá Dios no hubiera permitido tanto mal, ya que todo se ha hecho para servirlo a Él.” En fin. En realidad los ingleses no habían vencido a la Gran Armada pero para el caso daba lo mismo: la Armada Invencible había sido doblegada.

     Convencido de que Dios lo estaba poniendo a prueba ante la adversidad, Felipe pensó en planear otra invasión. “Nunca dejaré de defender la causa de Dios”, insistía el devoto rey. Teniendo en cuenta el imperio que había heredado, Felipe tenía mucho que perder. Pero resultaba extraño incurrir en tantos riesgos para incorporar un territorio que no había perdido; es más, que nunca había sido suyo. No era culpa de Felipe que Enrique VIII hubiera roto con Roma, pero Felipe no lo veía de ese modo; él estaba convencido de que Dios le había confiado la tarea de no perder nada más. Cuando sus secretarios y asesores le advertían que  sus objetivos excedían sus capacidades, Felipe les contestaba que no tenían fe y que Dios proveería lo que faltara. Así, de alguna manera, Felipe también “ponía a prueba” a su Dios, poniéndose en manos de Él.

     Isabel, del otro lado del charco, también lo ponía a prueba, pero no dejaba de hacer la parte que le tocaba. Decía “nosotros también rendiremos cuenta de nuestras acciones ante el Supremo” pero no tenía temor alguno sobre el veredicto, ya que para ella la reina y el país eran la misma cosa; decía entonces que estaba “encantada de que Dios me haya convertido en herramienta para defender este reino”.

  Ambos monarcas mostraron opuestas maneras de reinar. En la isla, una mujer sola construyó prácticamente de la nada su propio espacio de poder con astucia, serenidad y mirando más allá de sus narices. En el continente, su vecino, que heredó el mayor imperio de la época, puso su fe como argumento principal de su gestión. En resumen, y de acuerdo al viejo y conocido dicho, Felipe era “a Dios rogando…”, e Isabel era “…pero con el mazo dando.”

     Felipe murió en 1598, luego de agonizar durante casi dos meses y angustiado por no haber podido recibir la comunión durante ese lapso (sus médicos no se lo aconsejaban por temor a que se atragantara con la hostia), muy debilitado con el padecimiento de varios problemas de salud: gota, artrosis, infecciones varias e hidropesía. Con Inglaterra afianzada como un país indiscutidamente protestante, Isabel murió en 1603; no hay certeza sobre la causa de su muerte, y no se efectuó autopsia. La hipótesis más aceptada es que la causa de su muerte fue una intoxicación en su sangre posiblemente causada por el dichoso maquillaje blanco, que tenía como componentes importantes plomo y otras sustancias igual de tóxicas.

    La situación entre España e Inglaterra se fue equilibrando, y finalmente  Felipe III (hijo y sucesor de Felipe II) firmó con Jacobo I de Inglaterra (Jacobo V de Escocia, el hijo de María Estuardo y sucesor de Isabel I) el Tratado de Londres en 1604, que selló la paz entre España e Inglaterra después de casi 20 años. En ese tratado, España concedía facilidades al comercio inglés en las Indias españolas y se comprometía a no intentar restaurar el catolicismo en Inglaterra, aunque no renunciaba a seguir apoyando la formación de sacerdotes católicos en Irlanda. Inglaterra, por su parte, renunciaba a prestar ayuda a los Países Bajos, abría el canal de la Mancha al transporte marítimo español y prometía suspender las actividades de sus corsarios en el océano Atlántico. 

    Inglaterra y España mantuvieron la paz hasta 1624.

    Nada es para siempre.

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