Antoine-Laurent de Lavoisier es considerado el padre de la química moderna por sus estudios sobre el oxigeno, la combustión y la fotosíntesis. Sin embargo, la Revolución Francesa lo acusó de haber conspirado contra el pueblo por haber pertenecido a una empresa recaudadora de impuestos (Ferme Générale). Esta fue razón suficiente para ser condenado a morir en la guillotina. Científico hasta el final, Lavoisier prestó su cuerpo y cabeza para un último experimento.
A pesar de ser uno de los químicos más célebres de la historia, Antoine-Laurent de Lavoisier estudió derecho por pedido de su padre. Sin embargo poco se dedicó a las leyes y más al estudio de la Naturaleza. En 1768 fue elegido miembro de la Academia de Ciencias y cumplió funciones en la administración pública como director de la fábrica de pólvora. En 1771 se casó con Marie Anne Pierrette Paulze, la hija de uno de los dueños de Ferme Générale, la compañía encargada de la recaudación de impuestos (ya que Luis XVI había tercerizado dicha tarea). Esta actividad nunca fue bien vista por sus conciudadanos.
Marie Anne era una joven muy inteligente y bella, como se la ve en el célebre retrato pintado por Jacques-Louis David. Ella traducía trabajos científicos ingleses y se carteaba con otros investigadores como Joseph Priestley. Justamente por este intercambio epistolar se sospecha que la idea de la existencia del oxigeno pudo haber sido “tomada prestada” de Priestley.
Lo cierto es que este ventajoso matrimonio le trajo a nuestro químico muchas satisfacciones (como la de disponer de medios para tener su propio laboratorio) y la desdicha de ser juzgado por su activa participación en la empresa de su suegro. Participación que nunca imaginó le costaría la cabeza.
En 1793, Lavoisier fue arrestado por pertenecer a la Ferme Générale y después de un juicio sumario fue condenado a la pena de muerte. Lavoisier solicitó un retraso en su ejecución ya que quería terminar unos experimentos antes de presentarse ante el Ser Supremo (como entonces le decían los revolucionarios). Fue entonces cuando el juez jacobino dijo una de esas frases que hacen historia: “La revolución no necesita científicos, ni químicos, no se puede detener la acción de la justicia”. ¿Cuántas revoluciones prescindieron de sus sabios? Él, que había descripto la ley de conservación de la masa, no pudo conservar su cabeza sobre sus hombros.
Lavoisier aprovechó lo que sería su última experiencia mundana para realizar una investigación científica. A tal fin, invitó a sus discípulos a presenciar su ejecución (llevada a cabo el 8 de mayo de 1794) como testigos del tiempo que durara moviendo los párpados después de ser decapitado. De esta forma sabrían si permanecía consciente mientras su cabeza estaba separada de su cuerpo.
Después de ser guillotinado (por la maquina que llevaba el nombre de su amigo, el Dr. Guillotin, que no la inventó) abrió y cerró sus ojos por más de un minuto. Con esto demostraba que la conciencia persistía por bastante tiempo después de la supuesta muerte indolora y democrática.
A un año de su ejecución, el nuevo gobierno lo exoneró y envió una carta a la viuda donde le confiesan que su esposo había sido falsamente condenado. Joseph-Louis Lagrange, su amigo y colega, dijo de Lavoisier “Ha bastado un instante para cortarle la cabeza, pero Francia necesitará un siglo para que aparezca otra que se le pueda comparar”.
Esta nota también fue publicada en La Nación