Alda Merini: una existencia poética

Alda Giuseppina Angela Merini nació el 21 de marzo de 1931 en una casa de la via Papiniano n.º 57 de Milán, en el seno de una familia humilde (el padre era dependiente en una compañía de seguros y la madre ama de casa). Fue la menor de tres hermanos (una hermana y un hermano). Estudió en el Instituto Laura Solera Mantegazza y piano (instrumento que adoraba) en una academia de música de su barrio. Concluida su formación inicial, no consiguió matricularse en el Liceo Manzoni debido a haber desaprobado el examen de italiano. Pero el genio no encuentra obstáculos, y entre los 15 y los 22 años lo suyo fue un no parar de escribir y de conocer artistas de renombre tales como: Giacinto Spagnoletti (quien la apadrinó al descubrir su talento lírico y la asistió para que publicase sus primeros poemas y luego su primer libro: “Presencia de Orfeo”), Giorgio Manganelli, Luciano Erba, Davide Turoldo, Salvatore Quasimodo, Vanni Scheiwiller, Giovanni Raboni, Maria Corti y hasta Pier Paolo Pasolini. En 1947, Alda encontró le prime ombre della sua mente (las primeras sombras de su mente) y fue internada durante un mes en el Hospital Psiquiátrico de San Raffaele Turro (sus padres murieron siendo ella muy joven y casi a la vez, instancia que, sumada a los horrores vividos durante la Segunda Guerra Mundial, la desequilibraron psíquica y emocionalmente). Tras el alta, Manganelli la convenció de hacer terapia con los psicoanalistas Franco Fornari y Cesare Musatti, coyuntura que llevó a Alda a concientizarse plenamente de que era la palabra su aliada incondicional.

Con 18 años y ya mucho dolor vivenciado, conoció a Ettore Carniti, un obrero sindicalista muy guapo con el que se casó en 1953 y tuvo 4 hijas (Emanuela, Flavia, Barbara y Simona). Ettore era un hombre celoso -por ende, inseguro e indudablemente acomplejado ante la capacidad expresiva nata de su consorte-, además, muy infiel. Una noche que él volvió al hogar conyugal oliendo a perfume de otra mujer, Alda, harta de sus continuos malos tratos y atropellos, en un arranque colérico, agarró una silla y se la rompió en la cabeza. Él, tras el golpe -como digno machirulo psicópata-, llamó a la ambulancia y a ella la llevaron al Paolo Pini, el viejo manicomio de Milán. El lugar era “terror, odio, sombra y muerte, el infierno de Dante”, expresó tiempo después la escritora en una entrevista. Le dieron 37 electrochoques. “Salir viva fue un milagro, allí se entraba para morir”. Pasó casi dos décadas en el nosocomio psiquiátrico (de 1961 a 1978), las cuales narró con extrema lucidez en sus poemas, prosas y aforismos -de los cuales el más representativo es: “También la locura merece sus aplausos”-. En su libro autobiográfico, “Delito de vida”, Merini escribió no solo sobre la agonía de su estatuto demencial sino también del espanto que le provocaba la internación y el hecho de presenciar aquello que se hacía con otras enfermas, el despotismo de la ciencia, lo absurdo y deshumanizante de la situación. No utilizó ninguna clase de eufemismos para describir sus desequilibrios psicoemocionales ni las terribles experiencias sufridas dentro de esa institución mental. Ella consideraba que el verdadero manicomio (empleaba siempre esa palabra) era el mundo entero. “He disfrutado de la vida por completo, a pesar de eso que dicen del asilo. He disfrutado de la vida porque también me gusta el infierno de la vida y la vida muchas veces es un infierno…”.

En 1979, Alda, libre del encierro y de los psicofármacos (los cuales la dopaban por completo y no le permitían hacer otra cosa que respirar), retomó la escritura y creó sus más intensos textos (escritos incluidos en lo que se considera su obra maestra: “La Tierra Santa”, con la que ganó el Premio Librex-Guggenheim Eugenio Montale, que la consagró entre los grandes literatos contemporáneos de Italia). Pero el infierno de la poeta continuó. En 1981 murió su marido -ese machirulo que tanta agonía a su vida supo llevar- y, ella, sola e ignorada por el mundo literario trató inútilmente de difundir sus versos para subsistir. Encontrándose en gran dificultad económica le rentó un cuarto a un pintor, donde, por un par de penosos años, escribió, fumó -solo las palabras salían más caudalosamente de su boca que las bocanadas de humo de los cigarrillos que fumaba incesantemente- y durmió -dudo que haya dormido mucho en pleno frenesí cuasi ditirámbico, después de tanto tiempo psicoemocionalmente subyugada por la psiquiatría y sus prácticas adopidilizantes y desubjetivizantes hasta la anulación absoluta de la substancia primera-. Durante ese período de pobreza bohémica, comenzó a tener comunicación telefónica con el poeta Michele Pierri, con quien contrajo nuevas nupcias en 1983 y se mudó a Taranto. Allí vivió tres años y escribió: “La urraca ladrona” (en alusión a la famosa obra homónima de Rossini), “La otra verdad” y “Diario de una distinta” (su primer libro en prosa). En 1986, tras la ruptura de su relación con Pierri, regresó a Milán, donde reanudó su escritura y, finalmente, se convirtió en un personaje de éxito. Si bien la miseria económica ya no la perseguía, siguió viviendo como una vagabunda en la casa de los Navigli, en un pasado sepultado bajo mil objetos acumulados a lo largo del tiempo, atiborrada de libros, cuadros y fotografías, donde las paredes se convirtieron en una libreta de direcciones y números de teléfono, y el suelo era un mosaico de cigarrillos apagados… un refugio para artistas, lumpenes y esquizofrénicos que la visitaban. La única vez que salió de su guarida fue cuando recibió el premio Montale Guggenheim. Con el dinero que ganó en el bolsillo, cerró con llave la casa y se mudó al hotel Certosa, donde se quedó hasta que se le acabó hasta el último centavo (el que mayormente gastó ayudando amigos y desconocidos en penuria).

Murió el 1 de noviembre de 2009 en el Hospital San Paolo de Milán, a raíz de un tumor, fumando sus amados e inseparables cigarrillos (fumaba entre 70 y 80 cigarrillos diarios) sin importar las prohibiciones. “Me he portado siempre como una gran pecadora y no me he arrepentido de nada”, dijo al diario La República en el 2006. Según sus palabras: “Los pecadores son los mayores enamorados de Dios porque sienten la alegría de su perdón”. Alda Merini transformó en poesía el dolor de los excluidos, de los diversos, de “los locos”; desafió la lógica y la razón del mundo, redefinió lo sagrado y lo profano, los límites del cuerpo y del alma, la Locura y “la cordura”. Su cuerpo albergó una herida universal, asumió lo Complejo y lo Diverso; lo mismo que era Ella: la contradicción, la naturaleza inestable de la vida. Y vivió con intensidad hasta sus últimas consecuencias, desde su propia piel y hasta las profundidades del alma toda.

Algunas palabras escritas por Alda Merini:

A los objetos no les importa nada de nuestra vida, pero a nosotros nos interesa mucho la historia de estos seres feroces que invaden nuestra mañana.

     Estos seres que se despiertan con nosotros con el amanecer y que siguen repitiendo, crueles: “Estás todavía aquí con nosotros, todavía una vez más, viva”.

*

Objetos puros del corazón que encienden las distancias del día, objetos a los que les he contado mis mejores penas y mis festividades. Objetos enrarecidos por el escalofrío, objetos que cada día y a duras penas encuentro de nuevo por mi calle como si me indicaran un camino lleno de palabras y sombras.

     En el fondo cargamos a los objetos como si fueran una soma, simulacros de un destino fallido, embusteros, entre nosotros, de una exangüe locura de las horas.

     Cada objeto es un reloj, una clepsidra sobre la que pasa el tiempo.

     Todos me preguntan de cuántos objetos está compuesta mi casa y de cuántas horas y de cuántos silencios. Y ninguno se ha dado cuenta de que el objeto goza de su precariedad, que no puede morir y que siempre será estereotipado y falso como nuestra vida.

     Bríndame, oh alma, un parto indoloro, alguna cosa que no me haga morir. Y repite conmigo que las letanías son equidistantes desde el sentido de una demolición angustiante.

     ¿Pero por qué la virtud tiene el sonido de la composición de los objetos? ¿Y no es tal vez insensato regalarle a Guido alguna cosa que en el fondo no le añade, que es tan maldiciente para él como para mí? Un hueso escarlata, un esqueleto de niño que nadie ha visto antes, un parto áspero y maligno que pertenece al objeto idéntico, que no es otra cosa sino el anhelo del deseo.

     Y es así que cae a tierra el último músculo de nuestra fatiga. Recoger objetos dispersos, objetos apagados, objetos que cuentan poesías malvividas y que no tienen el sentido de la contención.

Links entrevistas a Alda Merini (están italiano con opción de subtítulo en castellano):

Porta Celeste, Alda Merini, “Una giornata particolare”, estate 2009
Intervista ad Alda Merini
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