“No hay duda que los médicos son estúpidos, mejor dicho, no son más estúpidos que otra gente, pero sus pretensiones son absurdas. Con todo, hay que hacerse la idea que se van estupidizando más y más desde el momento en que uno se pone en sus manos”
Así le escribía Franz Kafka a su amiga Milena, el 18 de mayo de 1920, cuando padecía una forma de jaqueca que lo tenía a mal traer.
Desde hacia 10 años el escritor checo tenía problemas de salud aunque confesaba “no tener una enfermedad concreta y me enfurece guardar cama”. En realidad, estaba viviendo el inicio proteiforme de la tuberculosis que acabaría llevándolo a la tumba.
La diversidad de textos en su diario, en ensayos y novelas que escribía para él, eran una forma de exorcizar sus demonios, y se convirtieron en una fuente inagotable de comentarios y pensamientos sobre su vida y especialmente de sus enfermedades.
También sus personajes torturados eran reflejo de ese camino tenebroso que comenzó con cefaleas y continuó con un cuadro de anorexia. Kafka volcó las vivencias de está afección en el relato Un artista del hambre (1922). En este cuento, un personaje circense –como hubo varios que se expusieron a lo largo del siglo XIX – XX, generalmente disfrazados de faquires– era un individuo que prescindia del alimento con cierto aire de superioridad sobre los espectadores. Era esta sensación poder la que alimentaba su ego … pero al perder el público interés en su perseverante ayuno, “el artista del hambre” consuma su último acto y muere de inanición.
En su Metamorfosis (1915), Kafkta dirá: “lo más elevado se conquista solo por el sacrificio y el mayor sacrificio es, entre nosotros, el hambre voluntario”. Este sacrificio lo llevará a lucir una extrema delgadez de la que en algún momento se avergüenza y a la que atribuía su fracaso.
También la melancolía fue su compañera inseparable. Había días en los que no se podía levantar de la cama “con tanta tristeza y abandono como un perro”.
Su biógrafo, Reiner Stach, decía de Kafka: “Sufrió neurosis y depresiones y a la vez se recetó y se curó escribiendo”. Sin embargo, en los 40 años que vivió, solo terminó 350 páginas, las otras 3400 quedaron (a su criterio) inconclusas.
Escribir era su terapia, el aire que necesitaba para existir, aunque su cuerpo colapsara ante la enfermedad. La ultima entrada en su diario, 3 de enero de 1922, habla de un derrumbamiento “que le imposibilita dormir, estar despierto o soportar la vida”.
El insomnio era otro tormento en su existencia. Pasaba días sin dormir. Cuando decía que pasaba dos semanas escribiendo, eran 14 días y sus noches. “Tengo la sensación de no haber dormido nada”, le confesaba a su novia Felice Bauer, “o de haberlo hecho bajo una delgada piel, he de afrontar de nuevo la tarea de dormirme y me siento rechazado por el sueño”. Necesitaba no dormir para plasmar sus ideas. El resto de la vida, el trabajo, las actividades sociales, era solo una perdida de tiempo.
Paciente crónico, paciente incomodo, pasó su vida en mano de profesionales “tan decididos a la hora de cobrar y tan ignorantes a la hora de curar”. Maldecía a los médicos y los acusaba de la muerte de sus hermanos…pero pasaba sus días en sus manos. Entonces los médicos acompañaban al paciente en su suerte. Poco podían hacer más que escuchar…
Kafka, obviamente, incluye a los profesionales en sus obras. Era imposible excluirlos… En Un médico rural (1918), reflexiona sobre la pérdida del poder del hombre de ciencia frente a la fuerza de la naturaleza. “El hecho de que tu médico tenga un nombre para tu enfermedad no significa que sepa de qué se trata …Es fácil escribir recetas, pero entenderse con la gente es difícil”. “Siempre esperan que el médico haga milagros… para ellos, el médico todo lo puede con su mano quirúrgica”.
Kafka era de la opinión que el médico solo podía “comprender al paciente cuando experimenta lo mismo (que el paciente)”.
El 11 de agosto de 1917 tuvo su primera hemorragia pulmonar. Su médico, Gustav Mühlstein, habló de “bronquitis”, pero las hemorragias se sucedieron sellando el diagnostico lapidario… Después de unos días de silencio, Kafka habló de su tuberculosis pero lo hizo refiriéndose a una enfermedad espiritual. Era una forma de atenuar la crudeza del diagnóstico.
Como tantos otros jóvenes tuberculosos, apostó por un sanatorio en Züran. Era su “Montaña mágica”, como lo había sido de Thomas Mann. Curiosamente, nada escribió durante esa permanencia en el sanatorio; su diario está en blanco. Entonces decidió cortar con su novia de años, dudaba en casarse con ella pero la enfermedad lo ayudó a tomar una decisión. “Es casi un alivio”, confesó. La tuberculosis, con todo lo que eso implicaba, legitimó la huida del matrimonio, del trabajo, de su familia. Su amigo Max Brod, quien años más tarde editaría su obra, lo sintetizó enun lapidario “eres feliz en tu desgracia”.
El 26 de agosto de 1921 le pidió a Max que, a su muerte, queme los textos, los dibujos, las cartas …todo eso en lo que había volcado el esfuerzo de toda una vida.
A pesar de otra permanencia en un sanatorio y de un paseo por balnearios de moda, la tuberculosis compromete a su laringe. Aun así, escribe cuentos cortos, La obra, La guarida… También escribe una ultima carta donde refleja los momentos agradables de su vida –que los tuvo–. Después vendrá la prohibición de hablar, la enfermedad que lo estrangula, su laringe cerrada lo obliga a escribir como única forma de comunicarse.
En sus momentos finales exige una inyección de morfina, cuando se la niegan, le escribe al médico que lo atiende: “Máteme, sino, usted es un asesino”.
La muerte llegó sola.
“El significado de la vida es que se detiene” y la vida de Franz Kafka se detuvo pero tuvo sentido por la desobediencia de Max Brod. Sus escritos lo sobrevieron y así se pudo rescatar esta relación de amor/odio, de necesidad/rechazo por su vinculación con los médicos que solo pudieron prolongar una existencia condenada de antemano.
En esta corta existencia expresó esa disyuntiva entre la Medicina –grande, impoluta– y los médicos hundidos en sus pequeñeces, en sus errores y aciertos, en su falta de capacidad para manejar a las personas, un arte difícil que no está en los libros y, a veces, ni siquiera se gana con la experiencia porque, además, no todas las personas “entienden lo que está sucediendo dentro de mi, ni siquiera puede explicarlo”.
Hoy día los médicos han perdido gran parte del poder de antaño, cuando todo era resignación. Desde los tiempos de Kafka en adelante se forjó una medicina activa, moderna, con medicamentos, tecnología y una mayor comprensión del paciente y, sin embargo, los médicos cayeron víctimas de su propia trampa, “la medicina es demasiado importante para dejársela a los médicos” y aparecieron abogados, economistas y políticos que tomaron la conducción de la salud alejándola de los preceptos hipocráticos y altruistas.
Los médicos, atribulados con tantos conocimientos nuevos, perdieron el horizonte, sacrificaron la integridad, su visión totalizadora y se convirtieron en estudiosos de fragmentos, especialistas de la especialización, mientras “otros” toman las grandes decisiones y solo los consultan para esclarecer detalles técnicos.
Como en el texto de Kafka, Un médico rural, los profesionales no solo se pierden ante la naturaleza sino en los laberintos legales y las presiones económicas.
Los caminos de la medicina ya no están en manos de los médicos, a los que se los forma bajo la conducción de grandes intereses económicos que gobiernan sus destinos. Muchos médicos se han convertidos en recetadores, sin criterios humanísticos ni conceptos macro económicos o políticos… Cuando Franz Kafka se refería a los médicos estúpidos, que “por saber el nombre de la enfermedad no quiere decir que la entiendan”, ya veía la aparición de estos profesionales perdidos en sus laberintos, sacrificando su posición de liderazgo en aras de mantener una zona de confort cada vez más pequeña, cayendo en una minúscula estupidez .