Empecemos por Thomas Jefferson (1743–1826), presidente norteamericano, que se definía a sí mismo como epicúreo. Para sostener está definición filosófica decía “la felicidad es la meta en la vida, la virtud crea la fuente de dicha felicidad … La ausencia de dolor, es la verdadera felicidad, que necesita de una actividad para lograrla. La ausencia de hambre es parte de dicha felicidad y comiendo es como la podemos obtener”. Con esta consigna en mente, contrató a dos chefs franceses para trabajar en la Casa Blanca. En las cenas que ofreció como presidente, introdujo nuevos platos como “la sopa de arroz”, cangrejos hervidos, los “macarons”, las terrinas, y sobre todo el helado de vainilla, que se convertiría en un clásico de la gastronomía norteamericana.
La autora de Pride and Predujice, Jane Austen era, además de escritora, una gran cocinera quien también incluyó sus conocimientos culinarios en sus textos. De hecho, un siglo después de su muerte, se publicó un libro con sus recetas entra las que se destacaba la sopa blanca a base de leche de almendras, “haricot de cordero”, salsas de tomate, fricasé de molleja y de postre unos “black caps” de manzana y azúcar marrón.
Émile Zola fue otro de los intelectuales que también se destacó en la gastronomía y quien refleja sus conocimientos en sus obras. Cualquiera que conozca la idiosincrasia francesa sabe que son muchos los problemas que se resuelven alrededor de una mesa y también que no son pocos los inconvenientes creados por la misma , ya que como decía el general de Gaulle “un país con trescientas variedades de queso es difícil de gobernar” . Zola era un admirador de la buena mesa, muchos grandes literatos como Alphonse Daudet, Gustave Flaubert, Guy de Maupassant y su amigo pintor Paul Cézanne, compartieron las veleidades gastronómicas del escritor que volcaria sus experiencias culinarias en las cenas orgiásticas de uno de sus personajes más célebres, la cortesana Naná. En sus libros desfilan la sopa de espárragos, los gnocchi gratinados con queso, costillas de cerdo y el ganso asado. Su obligado exilio en Inglaterra después de la publicación de “J’accuse…!”, donde denuncia la trama del caso Dreyfus, lo llenó de amargura, no por el desarraigo sino por la falta de refinamiento de la cocina británica …
Además de destacarse como pintor, Claude Monet disfrutaba de la buena mesa. En Giverny, la cocina ocupaba un lugar destacado, ya que en su hogar se hablaba más de comida que de arte. Allí se disfrutaba del buen paté y del pescado a la manteca, del risotto con espinaca, pollo a la oliva y pavo con almendras, además del célebre Tarte Tatin.
Marcel Proust no perdía el tiempo en la cocina, pero disfrutaba de la exaltación de los sentidos, como lo demuestra la degustación de esas célebres magdalenas que lo asisten a evocar momentos idos. Hijo de una familia burguesa, Proust conoció las delicias de la Nouvelle cuisine, introducidas por Auguste Escoffier y César Ritz en 1883, cuando trabajaban en el Grand Hotel de Mónaco.
Excelente anfitrión, Proust estaba atento a todos los detalles, aún durante los últimos ocho años de su vida, cuando solo invitaba a un comensal en su habitación de corcho, aislado del mundo exterior. Allí se sucedían los espárragos, los pollos al horno, el Boeuf à la mode, el arroz emperatriz y de postre una crème au chocolat. Obviamente a la hora de la merienda eran infaltables las madeleines con té de lima.
Hubo otros personajes que dejaron su impronta en la cocina. Napoleón y su pollo a la Marengo, Bismarck y su hamburguesa, Rossini y sus canelones, Chateaubriand y su lomo… pero hubo un autor que hizo de la cocina su arte, su valor más efectivo. Uno podía decirle que había plagiado a los Tres Mosqueteros, o afirmar que el conde de Montecristo era una novela tonta y Alexandre Dumas (1802–1870) solo hubiese sonreído sin darle más importancia al asunto, pero si alguien dudaba que él había preparado la Potage à la crevette, podía recibir toda la furia de este hombre alegre y extravagante, un portento de la naturaleza que frecuentemente se reía mientras escribía en su casa de Port-Marly, llamado (lógicamente) Monte Cristo. Allí recibía a sus muchos invitados para agasajarlos con su pasión culinaria. Era sabido que odiaba que pusiesen en duda su capacidad de cocinero a punto tal que una vez obligó al Dr. Louis-Désiré Véron (por entonces director de la Ópera de París) l a que presenciase como preparaba una carpa para que no dudasen de su habilidad gastronómica .
Albert Vandam nos cuenta que Dumas lo recibió con una soup aux choux, una carpa a alemana, un ragoût a la húngara y una ensalada japonesa. Courbet, Monet, el príncipe de Nápoles, Boileau y el hijo del gran chef Grimod de La Reynière, fueron algunos de los comensales del gran escritor y eximió chef que los deleitó con huevos con camarones, un lenguado de Trouville, pato a la naranja y de postre, su crema al café blanco o la torta de damascos a la “bonne femme”. “El descubrimiento de un nuevo plato es más provechoso para la humanidad que el descubrimiento de una estrella”, sostenía Jean Anthelme Brillat-Savarin, uno de los gourmets más famosos de la historia… y toda esta gente famosa, culta y refinada, elaboraron platos que trascendieron sus obras y hoy nos alumbran como una estrella y nos gratifican más que su contemplación en el firmamento …
Esta nota también fue publicada en Ámbito