Una fortuna por un gigante

William Fergusson, con los años, se convertiría en uno de los mejores cirujanos de Gran Bretaña. En 1828, estudiaba Anatomía en la Universidad de Edimburgo. Una mañana, el cadáver de una mujer apareció sobre la mesa de disecciones. Todos quedaron conmovidos al reconocer a Mary Paterson, una joven prostituta, frecuentada por todos los alumnos. Consternados, los estudiantes y el profesor Knox (que no sabemos si también la conocía tan íntimamente como sus discípulos), decidieron no disecarla y pidieron al artista Samuel Joseph que hiciese su retrato a fin de conservar un atisbo de su antigua belleza.

Fergusson, impactado por este dramático hallazgo, comenzó a indagar cómo Mary Paterson había llegado a la morgue. Nadie hacía muchas preguntas al respecto, porque todos sabían que la mayor parte de los cadáveres provenían del robo de tumbas y las autoridades estaban dispuestas a cerrar los ojos ante este desagradable procedimiento que era considerado una ofensa menor.

En 1604, la corona británica había condenado la sustracción de cadáveres para ser utilizados en la práctica de brujería pero, contemplando las necesidades de la Medicina, Enrique VIII había permitido retirar cuatro cadáveres de las galeras al año para el estudio de la anatomía.

Como toda prohibición que complica las naturales necesidades del hombre (y el aprendizaje es una “natural necesidad”, aunque nuestros hijos se resistan a creerlo), la sociedad de una forma u otra, legal o ilegalmente, provee los medios para satisfacerlas. Un grupo de esforzados empresarios, atentos al avance de la ciencia y a las necesidades de sus bolsillos, crearon un beneficioso negocio con el tráfico de cadáveres. Se llamaban a sí mismos “resurreccionistas” y algunos de ellos, pronto, manejaron redituables emprendimientos. Cuando estos aumentaron su actividad, sus coetáneos comenzaron a preocuparse para que los restos de sus seres queridos continuasen descanzando en paz y no terminasen sobre una mesa de disecciones. A tal fin, montaban guardia junto a la tumba de sus familiares hasta estar seguros de que los procesos de descomposición impedirían su utilización en los anfiteatros de Anatomía.

En el siglo XVIII, hubo un caso célebre: el del doctor John Hunter y el señor Charles Byrne . Este último era un gigante que medía más de dos metros de altura y se ganaba la vida exhibiéndose en ferias y alardeando ser descendiente de la estirpe de gigantes a la que había pertenecido el rey de Irlanda Brian Boru (con el que no tenía relación alguna). John Hunter, el cirujano más conocido de su tiempo, no tenía reparos ni pudor en manifestar públicamente la intención de apoderarse de los huesos del señor Charles Byrne para completar su colección de extrañas piezas anatómicas. El gigante, consciente del interés que suscitaba en el doctor, le había pedido a sus amigos que no permitiesen que se llevara adelante su disección, la cual consideraba un último vejamen. Lo angustiaba la posibilidad de esta exposición post mortem, después de haberse pasado una vida exhibiendo su rareza para poder comer y afrontar sus gastos (que no eran pocos, dado su tamaño). Basta decir que para dormir necesitaba dos camas.

Charles Byrne falleció a los 23 años a causa del tumor hipofisario que había generado su exceso de altura. Sus amigos se dispusieron a cuidar el cuerpo del gigante de las ambiciones científicas del doctor Hunter, tal como se lo habían prometido. Entonces, este optó por desafilar los escrúpulos[1] de los cuidadores con uno de los tres elementos que liman todas las asperezas entre los seres humanos: el dinero, el sexo y el orgullo. Como de orgullo no se trataba y el doctor, vehemente católico, no podía consentir el mercadeo sexual, ofreció dinero a los amigos del gigante, a fin de obtener su cadáver para gloria de la ciencia. No se trataba de una pequeña piedra la que perturbaba a estos guardianes. Después de muchas horas de arduas negociaciones y varias cervezas de por medio, Hunter pagó la friolera de quinientas libras (una cifra enorme para la época) y se llevó a su casa el gigante y un insoportable dolor de cabeza por la abundante ingesta de alcohol, a la que no estaba acostumbrado.

Hunter puso a hervir el cadáver y, después de unos días, obtuvo su esqueleto, que actualmente se exhibe en el museo que lleva el nombre del doctor, en el Royal College of Surgeons en Londres. Junto a él, está el esqueleto de la enana más pequeña de la que se tenga memoria, otra irlandesa llamada Caroline Crachami (conocida como “el Hada Siciliana”), en singular y póstumo contrapunto.

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La reina Isabel examina los huesos de Charles Byrne en 1962.

La reina Isabel examina los huesos de Charles Byrne en 1962.

[1]. Del latín scrupulum: piedra pequeña y molesta que aguijonea la conciencia, de allí el origen de la palabra “escrúpulo”.

Texto extraído del libro TRAYECTOS PÓSTUMOS, de Omar López Mato.

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