Hijo de un chatarrero, creció en la calle, recogiendo trapos, papeles y basura. Buscarse la vida le curtió, volviéndolo ingenioso y oportunista. Con el tiempo, olvidaría sus difíciles primeros pasos, convirtiéndose durante nueve años en la persona mejor pagada de EE.UU.. Emigrante judío, se alejó de su Minsk natal para dirigir al otro lado del charco los entresijos de la industria cinematográfica en su época dorada. Gobernó con mano draconiana el Hollywood de los veinte, los treinta y los cuarenta, pero la meca del cine se rebeló cuando intentó cortarle las alas. Controló el star-system, un método por el que los estudios retenían y explotaban a las estrellas a precios irrisorios, pero el indomable ego de esos mismos actores que había impulsado sentenció su imperio cuando tomaron conciencia de su influencia y elevaron su cotización.
Nació con el nombre Ezemiel Mayer, pero todos le conocen como Louis B. Mayer, magnate de la MGM (Metro-Goldwyn-Mayer), por cuya precursora carrera desfilaron desde Greta Garbo a Clarke Gable. Descubrió a divas del cine como Ava Gardner, de la que, tras ver una prueba cuando era todavía aspirante, llegó a decir: “No sabe actuar, no sabe hablar, pero es deslumbrante”. “El día en el que el joven Louie se casó, su sentido de la grandilocuencia lo llevó a añadir una inicial en medio de la firma de la licencia de matrimonio. Pasó a convertirse, mediante la rúbrica de su pluma, en Louis B. Mayer, precursor de la endiosada figura en que acabaría convirtiéndolo la segunda M del inmenso rótulo de la MGM”, lo describe Budd Schulberg en “Memorias de un príncipe de Hollywood” (Acantilado, 2006).
El mítico guionista de “La ley del silencio” creció entre magnates del celuloide, jugando con los decorados de algunas de las grandes películas de la época dorada de Hollywood. Su padre, B. P. Schulberg, descubridor de estrellas como Clara Bow y jefe de Paramount Pictures, fue íntimo amigo de Mayer, unidos por su origen común, ambos descendientes de judíos sumidos en la miseria de la Rusia zarista. Junto a él creó la productora Mayer-Schulberg, hasta que la ambición desmedida del “león de la MGM” echó por tierra su amistad y los negocios emprendidos juntos, separando para siempre su sociedad y convirtiéndose en rivales directos con la fusión de la Metro y la Goldwyn con la Mayer. “¿Quién podía prever, al observar a aquellos dos jóvenes pioneros del cine, que uno de ellos se convertiría en un déspota -caminando como un césar entre césares, sembrando terror en los corazones de los treinta mil empleados de sus estudios- y el otro en una víctima desesperada?”, se pregunta Schulberg en estas memorias, en las que desgrana los primeros años de Hollywood, contando la sórdida atmósfera que desde niño le tocó vivir y a la que luego decidió dedicarse.
El “Rajá de Hollywood”
Louis B. Mayer, al que según Schulberg uno de sus escritores llamó “el Himmler judío de Hollywood”, no era perfecto y lo sabía. Hizo mucho por la industria, pero los que trabajaban con él acusaron sus malas maneras. Fundó AMPAS, la Academia que concede anualmente los premios Oscar, para mejorar la imagen de la industria del cine pero nunca pudo desprenderse de la que él mismo proyectaba, una imagen que pasará a la historia como una odisea de traiciones, ego y ambición desmedida. De hecho, Mayer, en lugar de rendirse a sus carencias, solía utilizarlas a su favor. No en vano su éxito en los negocios iba siempre ligado a su agitado carácter. Era un “manipulador”, por lo que no tenía problema en utilizar su histeria para conseguir préstamos, ampliar contratos o vender películas. Vivía del cine, y a pesar de ser productor, no faltaba en su vida la vena dramática de todo buen pritagonista. Cuenta Budd Schulberg que cuando un emisario de su banco le comunicó que se había quedado sin fondos y que se olvidase de que le concedieran otro préstamo para pagar las nóminas del mes siguiente, Mayer, “el Rajá de Hollywood” según su biógrafo Bosley Crowther, “gemía, ponía los ojos en blanco, se agarraba el pecho y se desplomaba en el suelo”. Los acreedores, preocupados de que el estado del productor se debiese a la presión que habían ejercido sobre él, reculaban. Todavía especulan en la familia Schulberg si esos ataques se debían a “síntomas de histrionismo diabólico o a algún trastorno nervioso o físico verdadero”.
Adele Jaffe-Schulberg, madre del guionista e hija del productor Sam Jaffe, apostaba por que esos ataques eran verdaderos: “Era un hombre muy emotivo, tan apasionado que podría decirse que se hallaba en el límite de la locura (…) siempre fue un tipo muy extraño (…) Siempre fue un extremista. Tan pronto podía mostrarse odiosamente engreído como, frente a una situación para la que no estaba preparado o para cuya superación sabía que no disponía de recursos suficientes, empaparse en un sudor frío y quedarse sin voz y sin capacidad de actuar”.
El melodrama que propulsó su carrera y que llenó su vida de vaivenes emocionales se recreaba, a veces involuntaria pero casi siempre premeditadamente, en la temática de las películas que su estudio producía, repletas sus tramas de “amor y sacrificio materno”. “Louie era un político, un manipulador y un oportunista que podría haber dado la réplica a Maquiavelo”, se desahoga el que fuera colaborador de F. Scott Fitzgerald, cuyas experiencias juntos se retratan en la novela “El desencantado”.
La política de Mayer no era apostar por las mejores películas. Prefería integrar en su compañía a grandes nombres de la industria como Spencer Tracy, Judy Garland o Joan Crawford que sirviesen como reclamo, pero él, como jefe, tendría la última palabra. Y si no estaban de acuerdo, les enseñaba dónde estaba la puerta. Su credo era darle al espectador lo que este quería, por muy sencillo que fuera, sobre todo después de una serie de escándalos que hicieron que la industria se tambalease, traumatizado todavía por el juicio popular que terminó con la carrera del cómico del cine mudo Fatty Arbuckle.
El hombre de los finales felices
Entregado a su público, y como buen empresario receptivo a las fórmulas que eran garantía de éxito, Mayer huía de las polémicas, engrosando el currículum de su estudio con cintas sencillas que no provocasen escándalo alguno: “Historias de amor. Finales felices. Las películas podían generar emoción, pero al final el marido y su mujer, o los jóvenes amantes separados, debían volver a estar juntos. Esa era la ley de Mayer. Había que proteger los principios morales de la clase media norteamericana”, explica Schulberg. Una lógica que incluso le llevó a modificar el final de “Tess de los d’Uberville”, la adaptación de la novela de Thomas Hardy, impidiendo que la protagonista muriese ahorcada.
Cuando estrellas como Marilyn Monroe o Katharine Hepburn se rebelaron al dictatorial sistema de Mayer, el imperio del magnate comenzó su declive. De capa caída, el histérico emprendedor sobrevivió solo siete años a la decadencia de su empresa. Pese a su fama de tirano, multitud de personalidades acudieron a su entierro. Su colega y cofundador de la MGM Sam Goldwyn, no sin sorna, llegó a decir al respecto: “La única razón por la que tantas personas se presentaron en su funeral era porque querían asegurarse de que está muerto”.