Nos es licito pensar que mientras que posaban para el artista ninguna de tinieblas humanas, como era habitual llamarlos, hubiese imaginado que sus retratos serían admirados en los museos más célebres del mundo y que ganarían, a pesar de sus miserias o quizás por ellas, fama imperecederas. Diego Velázquez, pintor de cámara del rey, miembro de la Orden de Santiago, retrató a docenas de estas criaturas que pululaban por la corte española, desde Maríbarbola, la acondroplásica alemana que aparece junto a Las Meninas, hasta Nicola Pertusato, el joven italiano apenas de mayor altura que la infanta Margarita y que figura en la misma obra apoyando su pie sobre el mastín. Hubo muchos otros que poblaron el palacio real luciendo su curioso aspecto, como don Sebastián de Morra que ostentaba el don por el aprecio bien ganado entre sus congéneres y no por una ironía cortesana. Era don Sebastián de carácter irascible, como suelen ser los de su altura. Asistente del príncipe Baltasar Carlos, se dice de él que no fue ajeno a empresas galantes y hasta desató un escándalo en la corte al cortejar con éxito a una dama de más altura y más alcurnia.
Diego de Acedo era llamado el Primo, aparentemente por el parentesco que lo unía al pintor. De hecho fue retratado con nobles ropajes y gesto circunspecto, sosteniendo un voluminoso libro entre sus manos dada su posición de funcionario real. Mientras estuvo a servicio del conde-duque de Olivares, Diego también fue el centro de un pequeño escándalo al ejercer sus dotes de don Juan con la esposa del contramaestre del palacio. A pesar de su posición encumbrada y sus tareas de burócrata, Diego de Acedo murió pobre. Al pasar a mejor vida en 1660, no fue posible hacer almoneda de sus bienes para pagar los gastos del entierro por no haber hecho testamente “ya que no tenía de qué”.
Quizás el más célebre de estos portentos de la naturaleza haya sido el Bufón de Calabazas o Calabacillas o Juan Calabazas, cuyo retrato ocupa un lugar destacado entre las obras del Museo del Prado, (aunque en realidad Velázquez lo retrató en dos oportunidades. Uno de los retratos se encuentra en Cleveland, el otro como ya dijimos se conserva en Madrid). Esta obra era conocida por el nombre El Bobo de Coria. En ella Juan aparece junto a una calabaza luciendo una sonrisa extraviada. Al parecer la calabaza era un símbolo de discapacidad mental. La relación entre esta verdura y la falta de juicio parece deberse a una curiosa práctica quirúrgica de la época por la que en casos de fractura de cráneo se sustituían la parte faltante de la calota por porciones de calabaza. Este procedimiento, que con certeza aparejaba más problemas que beneficios, fue usado, como consigna la literatura, a todo lo largo del Siglo de Oro. Por nueve años vivió Juan en palacio, donde era célebre por las historias jocosas cuando no desopilantes que contaba. Su permanencia en la corte quedó plasmada en los registros del rey, donde se detallaban los emolumentos y favores recibidos, que no eran pocos. Es más, en 1639, año de su muerte, se le había concedido a Juan el derecho a usar carruaje, mula y acémila.
Pocos como Francisco Lezcano tuvieron la fortuna de gozar del afecto de los miembros de la casa real. Este enano vizcaíno se crió junto al príncipe Baltasar. Lezcanillo, también era conocido como el niño de Vallecas, nombre que se dio al magnífico retrato que Velázquez le realizara y que ocupa en el Museo del Prado una curiosa vecindad con el de Calabacillas, su coetáneo y compañero de andanzas. El cuello abultado de Lezcanillo hace sospechar que nos encontramos frente a un cretino, nombre que se da a aquellos que padecen falta de yodo en la infancia. De allí su aspecto hipolúcido. Lezcanillo fue la sombra del príncipe, lo acompañaba adondequiera que éste fuera. Muchos miembros de la corte recurrían a su intermediación para obtener favores del rey o del príncipe y muchos otros fueron víctimas de sus malignos comentarios y arteras venganzas. Fueron estos sólo algunos miembros de esta corte de tinieblas, que tanto dieron que hablar por esta costumbre tan monarquica de mezclar engendros con reyes, enanos con duques y lunáticos con príncipes. Velázquez habituado a esta curiosa costumbre, retrata con naturalidad a sus compañeros de palacio, sin atenuar estulticias o disfrazar defectos como debía hacer con sus patrones más encumbrados. En estos seres fenomenales, en estos prodigios desmembrados, Velazquez se sentía libre para reflejar la naturaleza en toda su espléndida crueldad.
Texto extraído del libro Criaturas del Señor (Olmo Ediciones)