Saartjie Baartman (1789-1815) había nacido en las llanuras del Karoo, Sudáfrica, el mismo año que en París proclamaban la libertad, la igualdad y la fraternidad entre los seres humanos. Para ella, estas solo fueron palabras sin sentido.
Esta pertenecía a la raza de los hotentotes, cuyas mujeres se caracterizan por algunas particularidades anatómicas de sus genitales; los labios de su vulva suelen ser desmedidos, cayendo a lo largo de sus muslos, además de lucir nalgas más que prominentes.
En 1810, mientras nuestros cabildantes proclamaban la libertad de determinación de los pueblos, Saartjie fue “invitada” por el médico de a bordo de una nave británica a visitar Londres. El doctor bien intuía que las características físicas ya enumeradas de la señorita hotentote, seguramente, habrían de congregar un nutrido público dispuesto a pagar para ver semejantes variables en la anatomía femenina. Y no se equivocaba.
Con solo enumerar los encantos de la señorita –conocida de aquí en más como la Venus Hotentote–, una larga cola de curiosos se arremolinó frente al teatro donde se exhibía. Para contemplarla, debían abonar dos chelines, cosa que al parecer hacían gustosos. Semejante espectáculo no podía pasar desapercibido. Pronto, cientos de cartas de queja llegaron a los periódicos de Londres, escandalizados ante tan inusual y denigrante espectáculo.
El debate sobre la esclavitud se encontraba en su apogeo. ¿Tenían ellos el derecho de mostrar la anatomía de una dama? Saartjie fue conminada a presentarse ante los tribunales. ¿Quién la obligaba a esta tarea tan poco edificante?, le preguntaron los jueces. “Pues nadie”, contestó. Ella se exhibía por propia voluntad a cambio de la mitad de los beneficios. Ante tal respuesta, que honraba el espíritu capitalista, debieron dejarla ir y su comitiva reinició prontamente su exhibición con más repercusión de público, que se incrementó gracias a la involuntaria publicidad aparejada por el escándalo legal.
En 1814, Saartjie visitó los Países Bajos y París, donde se exhibió sin ningún tipo de tapujos. Sus presentaciones en el teatro sobre la Rue Neuve des Petits-Champs eran un éxito fenomenal. Sus características físicas suscitaron el interés de Georges Cuvier, un científico allegado a Napoleón y director del Museo Nacional de Historia Natural, lugar donde pudo estudiar detenidamente a la Venus. En su informe, este constató que Baartman poseía “cierta inteligencia” ya que, además del hotentote, manejaba fluidamente el holandés, tenía un inglés aceptable y chapurreaba algunas palabras del francés. Sin embargo, sus movimientos parecían torpes, caprichosos y casi simiescos. A propósito de monos, Cuvier anotó: “Jamás he visto un rostro humano que guarde tal parecido con el de los simios”.
Cabe acotar que el científico solo pudo observar este rostro simiesco porque, a pesar de ofrecerle interesantes remuneraciones, Saartjie Baartman no quiso desnudarse frente a él, que debió conformarse con las descripciones de otros testigos más afortunados. Sin embargo, la perseverancia premió a Cuvier: un año más tarde, la mujer hotentote falleció a los 27 años, víctima de una neumonía. Por una módica suma, pudo adquirir el cadáver de la Venus negra, que esta vez no ofreció reparos para una exhibición menos recatada. Cuvier ahora tenía todo el tiempo del mundo para estudiar su anatomía.
Las conclusiones de sus disecciones fueron dadas a conocer durante una conferencia ofrecida en la Academia de Ciencias de París. Una audiencia multitudinaria siguió detenidamente la disertación. En primer lugar, Cuvier desmintió que esa abundancia glútea estuviese relacionada con la joroba de los dromedarios, como se creía erróneamente. Era solo una acumulación exagerada de grasa y nada más. En segundo lugar, la prominencia genital de la occisa, que muy finamente él llamó sinus pudoris –o delantal de pudor–, no era un órgano sexual exagerado. La prominencia en cuestión era una elongación de los labios menores de la vulva, ni más ni menos. Y si aún existía algún escéptico entre el público… entonces Cuvier hizo un largo silencio, manteniendo la expectativa en la audiencia: “Aquí he conservado su aparato genital externo”, dijo mientras descubría una vitrina, donde se lucían dichas partes íntimas de la Venus negra. Después de esto, anunció con aire magnánimo: “Tengo el honor de donar los órganos genitales de esta mujer a la Academia de Ciencias”. Un aplauso cerrado premió el brillante discurso y el gesto desprendido del científico, siempre tan generoso con las anatomías ajenas. Desde entonces, se exhibieron en la Sala de Antropología los genitales de mujer tan particular para la cultura occidental y cristiana.
No acabó aquí la investigación: Cuvier era un entusiasta frenólogo y no resistió la oportunidad de estudiar a un individuo, en su opinión, tan emparentado con los simios, del que seguramente era pariente directo. Este paladín de la ciencia detectó en el cráneo de Saartjie una cavidad que la condenaba a ella y a sus congéneres a una “subordinación eterna”, una justificación “científica” para la supuesta superioridad del hombre blanco sobre las razas que consideraban inferiores.
Mucho tiempo ha transcurrido desde las apreciaciones de Cuvier. La marea de los tiempos ha cambiado estas elucubraciones y cavilaciones sobre superioridades o inferioridades étnicas. El tema está fuera de discusión. Todos somos iguales y la exposición de las partes de Saartjie es hoy considerada indecorosa y ofensiva. A pedido de varios países africanos, lo que quedaba de ella fue transportado, en el año 2002, del Museo del Hombre en París a un enterratorio en Sudáfrica, donde quedó escrito el poema que Diana Ferrus, una hotentote como la Saartjie, le dedicó:
He venido a aliviar tu apesadumbrado corazón
Brindo mi pecho a tu alma extenuada
Cubriré tu rostro con las palmas de mis manos
Recorreré los pliegues de tu cuello con mis labios
Mis ojos se imbuirán de tu belleza
Y cantaré para ti
Pues he venido a traerte la paz
Hoy solo queda en el Museo del Hombre una muñeca de cera con los rasgos de Saartjie Bartman y su cuerpo, pudorosamente cubierto. Un cartel a sus pies nos recuerda que la Venus Hotentote por años lució en ese lugar sus encantos muertos.