Puede ser que esas esperanzas no lo hayan abandonado, pero con su actividad como estafador destruyó la esperanza de miles de norteamericanos que soñaron en convertirse en millonarios gracias a las habilidades de este inmigrante italiano.
Hubo timadores que vendieron el obelisco, existió un sablista que vendió la Casa Blanca y otro el palacio de Buckingham y hasta un célebre señor Lustig que vendió la Torre Eiffel. Carlo Ponzi vendió una pirámide. No las de Egipto (que también podría haber negociado), sí pirámides de plata.
Hacia 1920 el gobierno norteamericano empezó a sospechar sobre el crecimiento económico exponencial de una compañía llamada Securities Exchange Company, que en esos 7 meses había recibido millones de dólares ofreciendo un interés del 50% en el plazo de 90 días. Sin inmutarse, este hombre siempre bien atildado de impecable corbata y prometió colaborar con la investigación. No era cuestión de espantar a los miles de norteamericanos que confiaban sus ahorros a este caballero.
Nacido en Rávena, Italia, Carlo era un joven ambicioso que vino a “Fare l‘América” sin necesidad de trabajar ni lastimarse las manos. Lo de Ponzi era la estafa, gracias a sus conocimientos sobre el alma humana, sus debilidades y el enorme don de la seducción que lo caracterizaba, una condición esencial para el éxito de un timador.
Para cuando Carlo se hizo dueño de la exitosa Securities Exchange Company ya había pasado dos temporadas en prisión, una en Canadá por haber falsificado la firma de su empleadora y otra en Boston por contrabando.
En 1919 pergeñó la operatoria financiera que llevaría su nombre, al darse cuenta del potencial negocio de los cupones que enviaban los inmigrantes italianos a sus familias en la convulsionada Italia después de la Primera Guerra.
Desde su empresa prometía ganancias a sus inversores que iban de 50% a los 45 días, al 100% en los 90. La codicia de los incautos hizo el resto. La plata empezó a fluir y Carlo se convirtió en un personaje acaudalado, que repartía favores entre políticos y los medios para consolidar su imagen de emprendedor exitoso.
Al principio todo anduvo de maravillas… y si aparecía un problemilla Carlo lo resolvía dando espléndidas compensaciones.
La gente vendía sus bienes para invertir con Ponzi y a pesar de multiplicar el dinero (en teoría) no lo retiraba, sino que lo dejaba a fin de reproducirse en forma exponencial.
Los problemas de Carlo surgieron cuando el Boston Post publicó una nota de Clarence Barron en la que señala que Ponzi no reinvertía nada de lo que ganaba. ¿Qué hacía Ponzi con los millones que llegaban a sus manos? Según los cálculos de Barron, debían existir 160 millones de cupones, ¡cuando en realidad solo habían 27.000!
La gente, alarmada, retiró su dinero, la bicicleta financiera se paró y la pirámide se cayó como un castillo de naipes.
Las demandas se sucedieron cuando Carlo no pudo devolver las sumas entregadas y mucho menos, cumplir con sus promesas de intereses. Para noviembre de 1920, Carlo Ponzi fue a parar a la cárcel. Fue condenado a 5 años de prisión, pero a los 3 estaba afuera por buena conducta. Estando en libertad provisional viajó a Florida y de allí a Texas disfrazado pero fue descubierto y conducido una vez más a la prisión donde permaneció hasta 1934. Cuando por fin fue puesto en libertad, una horda de estafados lo esperaba en la puerta de la prisión. La policía debió actuar para evitar un linchamiento. Fue deportado a Italia donde trató de imponer su pirámide, pero sin éxito.
Terminó trabajando en una línea aérea italiana que operaba con Brasil. No pudo con su genio y aprovechó los frecuentes viajes a la capital carioca para hacer contrabando.
El 18 de enero de 1949, Carlo Ponzi entregaba su alma al Señor en un hospital de Río de Janeiro. Era lo único que podía entregar ya que murió en la miseria.